Publicidad

¿Un desafuero sin importancia?


El desafuero de Pinochet no es tan sólo un problema de justicia e imperio del derecho en sentido estricto. Tampoco se trata sólo de confirmar, vía dictamen escrito y estatuido, lo que la inmensa mayoría de los chilenos ya saben -y en general admiten- sobre la culpabilidad de Pinochet y sobre los crímenes de la dictadura. Se trata sobre todo de poder abrazar y admitir la verdad como tal, y por tanto, de reconocernos en ella.

Probablemente uno de los daños sociales de mayor envergadura que la dictadura instituyó por distintas vías sea el habernos acostumbrado a tener que aceptar como verdad pública, oficial, histórica, aquello que tanto los obligados como los obligantes saben a ciencia cierta que no lo es. En el fondo se trata de mantenernos prisioneros en lo que más de alguien ha calificado correctamente como la destrucción de la idea misma de verdad como soporte de la vida en sociedad.

Violentarnos sutil pero sistemáticamente no permitiendo el re-conocimiento de la verdad e impidiendo que ésta llegue a los lugares donde naturalmente debe habitar -sentencias judiciales, medios de comunicación, libros de historia, debates públicos, etc.- es parte del mecanismo que mantiene socialmente incuestionado al Chile actual.

Y la defensa de Pinochet no ha tenido problemas para ponerlo en evidencia. Ya ni siquiera se trata de hacer esfuerzos para no mentir mal. No alega inocencia, simplemente se refugia en laberintos procedimentales, ley de amnistía, exámenes médicos, mesa de diálogo, trajes todos hechos a la medida. Aunque la verdad se sabe y es ampliamente corroborable, lo que realmente importa es que todos sigamos concordando -obligados- que esa verdad no cuenta, no vale, no puede ser ni salir. No es recomendable entonces que ella se institucionalice, se estampe o quede en acta.

El retroceso que representa el acuerdo de la mesa de diálogo en relación al Informe Rettig, en tanto textos que suponen establecer verdades, resulta muy ilustrativo al respecto. Pero el fuero a Pinochet es probablemente la llave más preciada de los candados que pesan sobre los chilenos. Tanto es así, que entre su salida formal de la comandancia en jefe del Ejército hasta su flamante investidura como senador vitalicio, se operó con cronométrico celo para que visiblemente todos nos diéramos por enterados de su permanente inmunidad. El secreto «acuerdo» de la transición aseguraba impunidad de todo tipo -política, judicial, financiera, e incluso histórica- a Pinochet y familia.

En definitiva, la continuidad del miedo y la desmemoria, de la verdad impuesta y la impunidad de los criminales, de las justificaciones y los travestismos políticos, dependen, en no poca medida, de que el mecanismo y sus gestos se mantengan.

En este cuadro la confirmación del desafuero se ubica entre las posibilidades de romper con toda esta impunidad incuestionada e incuestionable que nos ha obligado a vivir entre verdades que sabemos no lo son. Pero eso tiene sus costos. Enjuiciar a la dictadura, a su ya caduco líder y más aún, a su «obra vigente», implica poner en tela de juicio la validez, la orientación y las supuestas bondades de todos los procederes y las decisiones de los últimos 27 años. Solamente permitir que ciertas muchas verdades y debates circulen por ahí, líbremente, al alcance y reconocimiento de todos, implicaría dejar en evidencia el falso consenso nacional y los intereses que se sirven de él. Supone de paso, y además, que muchos se hagan cargo de lo que proclamaban hace tan sólo una década.

El supuesto desgaste del tema y el pretendido desinterés ciudadano en él contrastan con la noticia y el hecho más importante de los últimos años en nuestro país, y más aún, con toda la nitidez simbólica y concreta del mismo. Incluso, parece faltar poco para que se nos intente hacer creer que las calles Morandé, Compañía y Bandera existen sólo en la lejana bruma londinense. Así, es evidente que existe una decisión política por mantener a las mayorías lejanas del hecho, y sobre todo lejanas de las verdades y los argumentos expuestos, pero queramos o no asumirlo, la importancia y trascendencia del momento no se miden sólo por ello. ¿Acaso tanto es el pavor siquiera a la posibilidad de zafarnos del dispositivo de la verdad que se sabe no es tal pero que se acepta y se instituye para garantizar la continuidad de los chantajes y las justificaciones?

La verdad y la justicia, y en este caso, el desafuero de Pinochet -y sobre todo, la gigantesca batalla que vendrá ya sea confirmado o sea rechazado el fallo de la Corte de Apelaciones- ponen a prueba la decencia y las credibilidades mínimas entre los propios chilenos, y entre éstos y el estado de derecho completo. Verdaderamente se trata de un problema de salud pública. De salud mental, política y social elementales. Se trata simplemente de que las instancias que la sociedad supuestamente se da para vivir racional y humanamente, en este caso los tribunales de justicia, se hagan cargo de la verdad, la proclamen y la consagren, para que de una vez por todas los chilenos podamos empezar a convivir con nuestras propias realidades asumiéndolas de frente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias