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¿Qué estamos disfrazando?


En una multitienda vi a un viejo pascuero, agitando con empeño su campanita. Por una asociación bastante obvia me acordé del extinto oficio del campanillero, el encargado de anunciarles a las chicas que bajaran al salón porque habían llegado clientes y era hora de empezar la fiesta.



Ä„Cuántos oficios se han extinguido con la llegada de la modernidad! Además del campanillero, se nos fue el lechero: el que repartía la leche cuando ésta no era de larga vida y venía en botellas de vidrio retornables, con tapita de cartón donde se acumulaba la crema. Como visitaba los hogares cuando no estaban los maridos, al lechero se le atribuían incontables aventuras galantes.



Aunque no desapareció completamente, sí se redujo a su mínima expresión el vista de aduana, el que revisaba las maletas y descubría los contrabandos. Cuando las importaciones estaban restringidas y castigadas con impuestos infinitos, todos querían tener un amigo «vista» que hiciera la vista gorda ante la botella de whisky que querían pasar escondida en la maleta, entre calcetines y calzoncillos sucios.



Desaparecieron los deshollinadores, los taquígrafos y las taquimecanógrafas. Quedaron cesantes los mineros del carbón y los obreros de las grandes industrias textiles. El viejo pascuero, en cambio, se las ha arreglado para sobrevivir a pesar de sus propios desmanes. Recuerdo que en otros años una multitienda colocaba a un gigantesco pascuero en un globo aerostático, a la entrada del paseo Ahumada. En una de esas el viejo realizó un aterrizaje forzoso, cayó sentado en el paseo atestado de gente. Cuando consiguieron sacarlo descubrieron que bajo él había varios lesionados.



Este año el viejo pascuero fue municipalizado y grupos de viejos y viejas recorrían en grupos las calles y las plazas, tocando sus campanitas y repartiendo golosinas. Al parecer se les entregó la misión de llenar la ciudad de espíritu navideño. Pero se encontraron con que el trabajo ya estaba hecho y se veían algo redundantes entre la gente recargada de paquetes, en una ciudad sobrepascualizada.



Me hubiera gustado tener una cámara para fotografiar a todos esos viejos y viejas de pascua, muchos de los cuales eran jóvenes, casi niños, descansando de su trabajo, sentados a la sombra en un parque, comiendo su colación, quitándose todo lo que los sofocaba: la gorra, las barbas de algodón y los zapatos, mojándose el pelo con una manguera o en alguna fuente. Cuando se sacaban aunque fuera parte del disfraz, aparecían sus rostros que es el rostro de un país lleno de máscaras, de barbas, de bigotes, de mechas postizas, de bisoñés y de disfraces.

Cada vez es mayor la cantidad de gente que trabaja con disfraz: las promotoras de los mall y supermercados, los porteros de los hoteles, los mozos de los restaurantes, los empleados obligados a usar uniformes. Hasta a los vendedores de la sección verduras de los supermercados los hacen trabajar con trajes de chacareros. Y el disfraz, cuando no se usa en una ocasión festiva, casi siempre es un escamoteo o una negación de uno mismo.



Es posible que algunos de estos viejos de pascua hayan tenido uno de aquellos oficios desechados por la modernidad. ¿Qué hacer con las destrezas, con los conocimientos de un trabajo que ya no existe en el mercado? ¿Qué hacer con la cesantía que subsiste porfiadamente en una economía exitosa? No queda otra que ponerles un disfraz.



En estas pascuas me gustaría regalarles a todos esos pascueros, a esos dignos caballeros, a esos chiquillos y señoras que se han tenido que disfrazar de viejos de pascua, un trabajo estable al que pudieran ir sin barbas de lana y en ropa de calle.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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