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La República de Gagausia

Topal hablaba en serio. Su república tenía 80 mil habitantes. No era más que una ciudad rodeada de campos muy fértiles y con un solo edificio de más de diez pisos. Se enorgullecía de contar con un banco, con un estadio deportivo, una piscina pública y varias gasolineras.


En julio de 1992, cuando los corresponsales de El Mundo de Madrid estaban agotados por la Guerra del Golfo, mi director decidió utilizarme -a mí, que era jefe de Internacional, o sea, un hombre condenado a dirigir a otros periodistas desde una mesa- como su último recurso y enviarme a un conflicto menor: la guerra del Cáucaso entre Moldavia y Rusia, donde en un fin de semana habían muerto 500 personas.



Sería frívolo que me recreara en aquel encontronazo militar que me permitió conocer la guerra y apreciar el trabajo de los enviados especiales (más aún si todavía siento abierta la herida provocada por la muerte del inolvidable Julio Fuentes en Afganistán). Pero hay unos hechos que no dejan de venirme a la mente cada vez que leo sobre las aspiraciones de Valdivia de convertirse en una nueva región.



Un día con escasa actividad bélica en el frente del río Dniester, Mihai Vengher, el fotógrafo moldavo que había contratado como ayudante, me habló de la república de Gagausia. Como me vio interesado, se ofreció a organizar una visita a dicho lugar, que distaba tan sólo 120 kilómetros de Chisinau, la capital de la ex república soviética de Moldavia.



Al día siguiente partimos por una carretera secundaria hacia Komrat, la capital y única ciudad de Gagausia. Al llegar, seis tipos armados con fusiles AK-47 y vestidos con las típicas camisetas a rayas de la Marina soviética nos pararon en una barricada de neumáticos ardientes en la entrada de Komrat (para que se hagan una idea, era como si seis hombres armados, feos y sucios cortaran la Ruta 5 en el trébol de Osorno). Tras un largo diálogo nos dejaron pasar y nos dirigimos al centro de la ciudad, que tendría unos 80 mil habitantes.



Llegamos a un edificio que era igual que el Liceo de Hombres de Osorno. La única diferencia es que esa era la sede del palacio presidencial de Gagausia. Enfrente había una estatua de Lenin. Adentro, en la oficina del director, me esperaba el presidente de la república de Gagausia, Stepan Topal.



Su austero despacho estaba adornado con banderines de color celeste. En el centro de cada uno de ellos había un círculo blanco con un lobo dibujado de manera infantil. Cuando le pregunté al presidente Topal por el dichoso lobito, me explicó que los gagauses eran de origen turco, que habían llegado guiados por unas manadas de lobos hasta Moldavia con las invasiones del Imperio Otomano en el siglo 19.



Añadió que su pueblo se había quedado prácticamente olvidado allí, que había sido absorbido por los moldavos y, después, por la Unión Soviética de Stalin durante casi todo el siglo 20 y que, en 1992, gracias a la perestroika de Gorbachov, había redescubierto su identidad y recuperado su independencia.



Topal hablaba en serio. Su república tenía 80 mil habitantes. No era más que una ciudad rodeada de campos muy fértiles y con un solo edificio de más de diez pisos. Se enorgullecía de contar con un banco, con un estadio deportivo, una piscina pública y varias gasolineras.



Su gran problema era que no tenían pan fresco. Como se habían independizado de un día para otro, todas las panaderías habían quedado fuera del ámbito de la república de Gagausia, así que no les quedaba más remedio que importarlo desde Moldavia. Y el pan llegaba un día sí y un día no. Pan duro, claro.



Para ocultar lo del pan, el presidente me hablaba de los acuerdos que habían establecido con los equipos de fútbol de la segunda división de Turquía para que la selección de Gagausia practicara con ellos y pudiera aspirar a ser reconocida por la FIFA. Incluso me mostró el banderín que le había regalado el capitán de un equipo turco.



Yo escuchaba y miraba todo aquello con una mezcla de respeto e incredulidad. Cuando me llevó a la sala de sesiones del parlamento -que era una simple aula del liceo- y me presentó a varios diputados y diputadas de Gagausia, empecé a sospechar que aquello era una tomadura de pelo o un sueño extravagante. Pero no me atreví a decir nada. ¿Quién era yo para juzgar la conducta de 80 mil gagauses que querían constituir una república independiente?



Hasta el día de hoy mis reflexiones están divididas respecto de la república de Gagausia. Por un lado, respeto profundamente su deseo de declararse diferentes de los demás moldavos. La historia prueba que ellos son una etnia turca y no latina, como los moldavos o los rumanos.



También demuestra que nunca tuvieron capacidad militar para llegar a ser un estado independiente, que apenas fueron una avanzadilla otomana que quedó olvidada en el Cáucaso. Pero eso no obsta para que sus costumbres, sus leyes y sus derechos sean abolidos. Por otro lado, una república que no es capaz de suministrar pan fresco a sus ciudadanos es una ridiculez.



La Unión Soviética de julio de 1992 estaba desintengrándose como Estado, y eso proporcionaba casos dignos de estudio como el de la república de Gagausia. Komrat era tan parecida a Osorno que no podía dejar de establecer una comparación (si el alcalde contara con 24 hombres armados podría cortar los accesos por carretera, declararse presidente de una república osornina y establecer la sede de la presidencia y del Congreso en el edificio del Liceo de Hombres de la calle Freire).



Mis recuerdos sobre Gagausia y su república imposible han venido a mi cabeza de manera recurrente estos días en que se debate la división regional de nuestra zona. Sobre todo al leer los encendidos artículos que ha dedicado El Diario Austral de Valdivia al alcalde de Osorno, Mauricio Saint-Jean, cuya familia, para afinar aún más la comparación, tiene una panadería. El domingo 25 de noviembre, una crónica sin firma de ese periódico tildaba a Saint-Jean de «enemigo número 1 de la Nueva Región» que Valdivia quiere crear.



Su pésima redacción, el exceso de adjetivos calificativos, la ausencia de una firma responsable y su escasa calidad informativa, me hacen pensar que estamos ante un ejemplo notable del peor periodismo que pueda existir: el periodismo sicario, el periodismo de reclinatorio, cegado absolutamente por sus espasmos intestinales y que se convierte en pura voluntad propagandística.



Generalizaba el diario valdiviano con frases hirientes como esta: «Mientras los porteños (se refiere a Puerto Montt, no a Valparaíso, como es habitual en Chile) aguardan contemplativos el desarrollo de los acontecimientos, los osorninos, con su alcalde a la cabeza, se han lanzado de cabeza (sic) a una batalla que, por argumentos, no tienen por dónde ganar».



Es curioso: en dicho artículo no encontré ningún argumento a favor de la aspiración de algunos círculos valdivianos de crear una nueva región, sólo hallé refinadas y mordaces formas de referirse a Mauricio Saint-Jean quien, nos guste o no, es la máxima autoridad democrática de nuestra ciudad.



Al día siguiente, 26 de noviembre, el mismo rotativo del Calle-Calle, dedicaba su editorial al «porvenir de Osorno». El texto, supuestamente reposado, tenía un aire paternalista (nos las sabemos todas gracias a la Agenda Pactada) y chantajista, ya que sugería la posibilidad de desprender por vía administrativa las comunas de San Pablo y Entrelagos de la provincia de Osorno, y no se ahorraba adjetivos aludiendo a la «posición visceral e indocumentada» de Saint-Jean.



He dicho antes que frente a la polis valdiviana, Osorno es una ciudad de labriegos. Por eso me alegra saber que un día después de recibir estos injustificados ataques periodísticos, se celebraron en la ciudad una serie de reuniones destinadas a documentar una posición «científica» frente al tema de la división regional que se agita en Valdivia.



Como conclusión de ello ha quedado claro que Osorno ha sido arrastrado a un falso debate. Es verdad que nuestra configuración regional se puede mejorar, pero ello sólo se puede conseguir desde una profunda reforma de nuestro sistema político de la que no salen inmunes los amplios poderes del Ejecutivo nacional.



El Diario Austral de Valdivia podrá seguir gastando sus páginas en atacar al alcalde de Osorno, pero nunca convencerá a nadie de que su postura no es más que puro chovinismo en defensa del establecimiento de una nueva burocracia valdiviana frente a la que ya se ha creado en Puerto Montt desde hace casi 30 años.



Por el contrario, la crítica que el alcalde Saint-Jean ha expresado frente al centralismo parece más revolucionaria y profunda que el burocratismo que, con ligereza, defienden algunos círculos valdivianos.



En ese plano, la creación de una nueva región en el Calle-Calle le es indiferente a Osorno mientras la provincia no sea vea alterada tal como hoy es y siempre que se respete la voluntad de sus habitantes. Si, por el contrario, el afán de algunos sectores de Valdivia es el de imponer aquí un colonialismo africano, muchos osorninos nos opondremos, porque, simplemente, no deseamos repúblicas sin panaderías.



(*) John Müller es periodista chileno, director de El Mundo Radio (España)



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