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Recuerdos de La Negra Ester


Recuerdo la primera vez que vi la obra La Negra Ester y, sobre todo, el ambiente que pude percibir tras bambalinas, cuando una vez terminada la función me entrometí a fisgonear un poco: artesanado en modestísimas estructuras y desorden de escenografía, vestuarios y maquillajes, pero por sobre todo un entusiasmo que impregnaba todo, una suerte de euforia en tiempos muertos, un llamado a la fuga hacia delante de la mano del oficio, del gusto por el trabajo y, también, de la urgencia de pasarlo bien.



Era absolutamente dinamizante el espectáculo. Uno salía cargado de energías y ganas de imitar los pasos de baile de Quercia. La obra tenía un sustrato de tristeza conmovedor, pero algo -lo pícaro, lo popular, esa cosa chilena de combinar desgracias con humor- la hacía esencialmente fiestera. Y uno, por entonces, no había encontrado otra receta para sobrevivir a lo oscuro -lo oscuro de la dictadura, para que nos entendamos- que la combinación de trabajo y fiesta, de rigor y parranda. Era realmente un hallazgo ver a tipos que habían logrado hacer de su entrega al oficio un divertimento anclado en uno de los rasgos más profundos de la chilenidad.



Para mí, Andrés Pérez fue, primero, un afiche gigantesco que cubría casi completamente una pared del departamento de Don Nica o Ajens en París. Un poster colorido, en tonos rojo intenso, con Pérez sentado o acuclillado representando a Gandhi en la obra del Théí¢tre du Soleil. Había que ser muy macanudo para ser objeto de un mural así. Y para qué decir el regresar a Chile, a hacer teatro, después de haber sido protagonista de un letrero de esas dimensiones en la capital francesa. Ni locura, ni estupidez: simplemente un llamado de la tierra -la imposibilidad de cortar esa raíz- y exigencia del oficio.



La muerte de Pérez ha servido para que no pocos actores, dramaturgos o directores teatrales que se quejen, con razón, del escaso apoyo estatal que el arte en general, y el teatro en particular, tienen en el país. Sobran las comparaciones para reforzar el lamento. Y sobran los ejemplos de otros hombres de teatro -jóvenes y ya maduros- que entregan su vida a esa ocupación.



El peligro, claro está, es que esos hombres de arte se transformen en artistas oficiales, con todo lo que eso implica. Artistas de Corte y, por lo tanto, artistas de balcón y no de calle. Algunos, por su trayectoria, están inmunes a ese peligro, digámoslo de antemano.



Andrés Pérez tenía, entre otros rasgos notables, el de no ser un artista oficial. No lo buscó ni le sedujo ese mundo, con su vida social y su exposición mediática, el vaciamiento de las intimidades en letra impresa y esa falsa alegría -además media desquiciada- que exhiben los que bailotean en torno al poder.

Por el contrario, fue fiel a sus orígenes, a ese verdadero concepto de lo popular -donde se encuentran valores y expresiones de arte- y no a la caricatura lumpenesca y sórdida a la que se recurre a menudo. Y fue fiel a su oficio. El resultado más simbólico fue la puesta en escena de La Negra Ester, donde después de verla uno salía -repito- entusiasmado.



Ahora, pensando, pienso que esa alegría no era más que la admiración por ver en escena una obra donde se rescataba, con respeto, un mundo al que, en ese entonces, y también hoy día, en el fondo se despreciaba. El mundo de los pobres.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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