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La batalla de (las) Canas


La antigua batalla de Canas fue una terrible experiencia para la república romana. Corría el año 216 antes de nuestra era. Aníbal, el cartaginés invasor, se enfrenta en desigual condición a los cónsules romanos Pablo Emilio y C. Terencio Varrón. Son 86.000 orgullosos romanos contra 50.000 cansados cartagineses. Sin embargo, Aníbal realiza su obra táctica maestra, el modelo clásico del envolvimiento por las alas. Aplasta así al ejército romano. Setenta mil romanos, entre ellos el Cónsul Pablo Emilio y ochenta senadores, quedaron en el campo de batalla. Las bajas de Aníbal no superaron los seis mil. Los romanos temblarán cada vez que escuchen esa palabra: Canas.



La moderna batalla en contra de las canas, no es hoy menos mortal que la ya descrita, antigua y famosa batalla. Ese mismo temblor experimento hoy cuando veo mis primeras canas en mi cabellera. Es cierto que Cervantes dijo aquello de «Advertid, hijo, que son las canas el fundamento y la basa a do hace asiento la agudeza y discreción». Pero no pensamos de esta manera los modernos chilenos pues, si así fuese, la industria de la cosmética y de las tinturas de pelo se vendría al suelo. Pues heme aquí, ante el espejo, que cual horrible oráculo refleja mis primeras canas, anticipo del ocaso. ¿Qué hacer? ¿Recurrir a la tecnología cosmética moderna o a la sabiduría antigua?



Las canas son el anuncio del inicio del otoño de la vida. Empezamos a perder la fuerza vital de la niñez y juventud. Llegan los achaques y enfermedades. Hace poco escuché a un Ministro de Estado ironizando al decir que había llegado a una edad en que si se despierta sin dolores es señal inequívoca que se ha muerto. «La misma vejez es enfermedad» se queja un poeta latino. Los placeres de la vida se hacen más difíciles de gozar. Napoleón exclamaba que «Los ancianos que conservan las aficiones propias de la juventud pierden en consideración lo que ganan en ridículo». Y un cínico francés de la corrupta corte de Luis XIV decía que «Los viejos gustan de dar buenos consejos para consolarse de no poder dar malos ejemplos».



Sin embargo, saber envejecer es obra maestra de la sabiduría. No hay cosa más terrible que envejecer de mala gana. Cicerón se reía de los jóvenes que se burlaban de su vejez, pues él ya disfrutaba de algo que quizás sus noveles inquisidores no gozarían jamás: una larga vida bien vivida. Pues finalmente decía que «Ä„todos nos queremos morir de viejos!». Envejecer es el único medio de vivir mucho tiempo. Sabiduría romana que compartían los patriarcas del Antiguo Testamento. En esos tiempos inmemoriales Dios bendecía a los hombres santos con una larga vida. No había felicidad más grande que morir cargado de años, experiencia, sabiduría y rodeado de hijos y de nietos. Es la vida de Abraham, Job o del legendario Matusalén. Era señal inequívoca de haber sido besado por Dios el tener la cabellera y la barba poblada de canas.



Envejecer no sólo requiere de sabiduría sino que también es fuente de ella. Canas es lo que necesita el verdadero profesor para ser maestro del arte del buen vivir y del buen morir. Es cierto que quien acumula años amontona muchos pecados y dolores. Pero esa misma experiencia es maestra de prudencia y buen consejo. Una larga vida llena de actos realizados y hechos sufridos enseña más que diez mil libros leídos. Frankie Dunn (Clint Eastwood) es el canoso entrenador de boxeo en la reciente película «Million dolar baby». Junto con Scrap (Morgan Friedman), «saben más por viejos que por diablos». Él exige a su joven discípula Maggie Fitzgerald (Hillary Swank) que calle y obedezca su filosofía: «por sobre todas las cosas siempre debes protegerte». El viejo entrenador reclama que el coraje y la fuerza no bastan. Y ella no le hace caso y se desata la tragedia. Dolorosa vivencia del viejo profesor: no basta con conocer el bien para alcanzarlo personalmente ni menos para que lo practique el joven alumno a quien se lo enseñó.



Vamos. Es muy cierto aquello que un hombre no es viejo, si así no se considera. Nadie es anciana si no quiere. Basta con seguir viviendo amorosamente en el presente y proyectándose entusiastamente hacia el futuro. Porque no se es viejo si aún tenemos a quien amar y quien necesite de nuestro amor. Por eso un poeta ruega a Dios que antes que se sienta viejo, venga la muerte a sorprenderlo joven. Y lo es quien se proyecta hacia el porvenir. Es joven el anciano campesino que siembra nogales para mayor gloria de la vida que lo bendijo, de la tierra que lo acogió y de sus nietos y bisnietos que están por venir.



Concluyamos estas lecciones de sabiduría antigua y a través de ella miremos nuestra realidad. Nada más tonto que el miedo a las canas. Nada más necio que despreciar a los viejos. Nada más escandaloso e injusto que dejar morir a los ancianos en la miseria. Según el Informe del PNUD 2004, de cada cien trabajadores chilenos, cuarenta están marginados de toda previsión por ser asalariados sin contrato, trabajadores independientes e informales de bajo ingresos, microempresarios, sus trabajadores y, sobre todo, las mujeres.



Los cálculos más pesimistas sostienen que sólo entre un 40% a un 50% de la fuerza laboral masculina y entre un 15% a un 27% de la femenina tendrá una jubilación superior a la mínima. Desde esta perspectiva, el miedo a las canas es justificado. Lo reconocería el propio y rico Cicerón. Una sociedad que no hace justicia con sus ancianos no es una sociedad sabia ni decente.



Sergio Micco Aguayo, Director Ejecutivo del CED

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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