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La tragedia del Presidente Allende

Con toda su radical efectividad, sin embargo, la revolución chilena transcurrió en lo principal en forma legal, con pleno respeto por las libertades públicas, y en forma bastante pacífica. Ello le ganó a este proceso un lugar destacado entre las revoluciones modernas. El pueblo de Chile y el Presidente Allende obtuvieron un espacio imperecedero de cariño y respeto en el corazón de millones de seres humanos en todo el planeta.


El gobierno de la Unidad Popular contenía los elementos esenciales de una tragedia clásica. El Presidente Allende fue un héroe trágico. Ellos albergaron en su seno desde el principio tanto la grandeza como el error presentes en todas las tragedias clásicas. Su grandeza deberá ser siempre remarcada, especialmente mientras ella todavía no es reconocida oficialmente por la nación chilena como se merece.



El proceso revolucionario que se desarrolló en Chile por esos años fue la culminación de un proceso de reformas profundas iniciadas bajo el gobierno del Presidente Eduardo Frei Montalva. Estas, a su vez, fueron la fase más elevada del Estado desarrollista de bienestar construido a lo largo del siglo XX, a partir del primer gobierno de Ibáñez, y que se desarrolló con fuerza durante los gobiernos del Frente Popular. El proceso encabezado por el gobierno de la Unidad Popular estableció de manera irreversible las bases del Chile moderno.



Principalmente al liquidar definitivamente al viejo latifundio, nacionalizar el cobre, y repartir medio litro de leche a todos los niños de Chile, que fueron en definitiva sus medidas imperecederas y que simbolizan el conjunto de lo logrado. Todo lo que sobrevino después está determinado por los sucesos de esos años.



La gigantesca obra realizada por ese proceso, en apenas unos pocos años, sólo podía llevarse a cabo de la forma radical en que fue hecha, a la manera revolucionaria en que se efectuó. Con toda su radical efectividad, sin embargo, la revolución chilena transcurrió en lo principal en forma legal, con pleno respeto por las libertades públicas, y en forma bastante pacífica. Ello le ganó a este proceso un lugar destacado entre las revoluciones modernas. El pueblo de Chile y el Presidente Allende obtuvieron un espacio imperecedero de cariño y respeto en el corazón de millones de seres humanos en todo el planeta.



Todavía no tenemos muy claro, sin embargo, cuál fue el error trágico que condujo aquel proceso a su desenlace terrible. Las explicaciones en boga por lo general carecen todavía, a mi juicio, de la profundidad necesaria. Sin perjuicio que todas ellas ciertamente apuntan a aspectos reales del fenómeno.
Se resalta por ejemplo, el decisivo papel jugado por la intervención de los EE.UU.. Sin embargo, todas las grandes revoluciones de la historia moderna, empezando por la revolución Francesa, demuestran que los procesos revolucionarios pueden prevalecer en condiciones de intervención extranjera muchísimo peores que la experimentada por Chile.



Se ha afirmado que el gran error del gobierno de la UP fue su mal manejo económico. Sin embargo, la conducción económica de la UP, si bien no fue muy católica que digamos, parece extremadamente conservadora si se la compara con los verdaderos delirios que en este terreno han caracterizado a las principales revoluciones modernas. Considérese, por ejemplo, que la Rusia revolucionaria estableció inicialmente el paso directo al comunismo, y que Cuba abolió prácticamente el dinero en un momento. Aún comparado con algunos gobiernos de Latinoamérica en el pasado reciente, el manejo económico de la UP parece casi ortodoxo.



Algunos, que en su ideologismo extremo deliraban por esos años con la idea de traspasar el poder a los «soviets» chilenos, representados según ellos por los «cordones industriales,» todavía insisten en que ése era el camino al poder popular. Conviene recordar a su cándida audiencia de hoy, cual era la dimensión efectiva de aquellas míticas organizaciones y nada mejor que la evaluación de ellas que en su momento hizo el General Carlos Prats.



«Resistirían 15 minutos el asedio de un pelotón» estimó el General, en una reunión discretamente organizada en casa de un exaltado dirigente de la UP a mediados de 1973, según recuerda uno de los principales líderes de los cordones, quién fuera el encargado de informar en detalle en aquella reunión.



En tiempos de la rebelión popular contra la dictadura, algunos que elevaron dicha condición, a nivel de paradigma estratégico revolucionario, afirmaban que todo se debió a la carencia de un siempre difuso «componente militar» en la estrategia de la Unidad Popular, y a la ausencia de «voluntad o hambre de poder» en sus dirigentes. Como se puede apreciar, hay explicaciones para todos los gustos, algunas de las cuales no merecen ni siquiera comentario.



Una versión más pesimista, pero que sigue más o menos la lógica de las recién expuestas, consiste en asumir que era imposible que la revolución chilena llegara a buen puerto, simplemente porque se inició y continuó desarrollando a través de sucesivas elecciones democráticas, sin que mediara una «toma del poder total.» Es decir, que se trataba de una revolución derrotada de antemano.



Es ésta una visión extremadamente simplista de la política y del poder, de la cual con razón, un político experimentado como Allende hubiese hecho, y de hecho hizo mofa.



La llamada explicación política de la derrota de la UP, que desde luego es más elaborada que las anteriores, centra sus fuegos en la acción de la ultra izquierda de adentro y afuera del gobierno. Remarca los excesos de los movimientos sociales más marginales, tales como «tomas» de pequeños negocios y parcelas, las que a veces eran luego intervenidas por funcionarios irresponsables. Dicha idea pone el acento en la incapacidad de la UP de llegar a entendimientos con la Democracia Cristiana, para impulsar de conjunto y con el apoyo de una mayoría, cambios necesariamente más prudentes (de paso, es bueno recordar que en el medio de un agudísimo conflicto, la UP logró unanimidad para la nacionalización del cobre).



Esta línea de razonamiento alude como causas de lo anterior a la insuficiente convicción en la UP acerca de los valores democráticos, y a su visión más bien sencilla acerca de la sociedad y sus instituciones. Una versión extrema de esta posición – que ha sido expuesta formalmente por un conocido ex ministro – ha considerado incluso la posibilidad de haber expropiado los latifundios en forma consensuada.



Sin embargo, las revoluciones son períodos excepcionales, que no pueden analizarse sino en su propio mérito. Y éste no es otro que en el curso de los mismos millones de personas de todas las condiciones asumen de manera constante una extraordinaria actividad política. Es precisamente este mérito de los períodos revolucionarios lo que permite que en el curso de los mismos, en pocos días cambien más cosas que en un siglo del transcurrir pacífico de las sociedades.



Pretender medir un período revolucionario con los parámetros de los períodos normales, no se diferencia mucho de la postura de simplemente negar la existencia, o la necesidad, de las revoluciones mismas. Es pretender que las soluciones de continuidad de la historia que son las revoluciones no existen, o que no deben existir. Que constituyen ellas mismas errores de la historia. Esa conclusión, por cierto, es de un cretinismo exquisito.



Mucho se hablado en la literatura revolucionaria acerca de cómo éstas se inician. En cambio, poco se ha hablado acerca de cómo terminan. Se puede hacer, sin embargo, un largo alegato histórico a este respecto. Mencionar como todas las revoluciones, al parecer, deben terminarse en algún punto, una vez que cumplen con sus objetivos fundamentales. Los estados revolucionarios de verdad, esos estados de excitación y exaltación constante de las masas, duran un tiempo muy limitado. Al igual que el ánimo de los huelguistas, como lo sabe cualquier dirigente experimentado.



La gente común y corriente es la que hace las revoluciones, cuando se lanzan a ellas de a millones, dispuestos a los actos de heroísmo y sacrificio más inverosímiles – que de hecho llevan a cabo. Esos estados de ánimo masivo, sin embargo, duran poco tiempo, algunos meses, unos pocos años a lo más. Porque no estamos hablando de revolucionarios profesionales, endurecidos, y convencidos, sino de simples hijos e hijas de vecinos – pero millones de ellos.



Muy pronto – quizás cuando aprecian que aquello que los ha motivado al estallido revolucionario ha sido ya logrado en lo fundamental -, entonces la gente común y corriente piensa en volver a lo cotidiano, a atender su trabajo, su familia, su vida normal. La revolución se les empieza a tornar incómoda, molesta, y luego odiosa, simplemente por caótica.



Si alguna vez se ha formulado una idea insensata es aquella de la «revolución permanente». Porque no hay nada más fascinante, pero al mismo tiempo nada más agotador, que una revolución verdadera. Imaginarla prolongada en forma permanente es un verdadero infierno para la gran mayoría de las personas normales.
En esas condiciones, la demanda de orden empieza a ser cada vez más extendida. Los mismos que ayer apoyaron y llevaron a cabo el estallido revolucionario, exigen ahora su término. Y pronto aparece alguien que les hace caso y termina poniendo orden. Ha llegado el momento feo, ingrato, de todas las revoluciones.



Generalmente, son los mismos revolucionarios, algunos de ellos, los que asumen esta desagradable tarea. Así ocurrió en todas las revoluciones modernas triunfantes, desde la francesa a la iraní, pasando por la revolución rusa y la revolución cubana. Los horrores de muchas de estas «fases revolucionarias» atestiguan que no se trata para nada de épocas amables.



En todas esas experiencias, la autoridad revolucionaria se ha asentado imponiendo orden primero entre sus propias filas. Generalmente de forma bien expeditiva, y no pocas veces brutal y despiadada. Todas las revoluciones modernas han devorado a muchos de sus mejores hijos. Sólo así pudieron lograr el consenso y la autoridad requeridos para imponer el orden a aquellos otros, que son los principales promotores del caos durante las revoluciones.



Ciertamente no se trata de la ultraizquierda, sino de los enemigos declarados e irreductibles de estos procesos. Aquellos que representan los intereses afectados por los mismos -así fue también en Chile durante esos años, por cierto. A estos interesados promotores del caos -que por lo general no entienden mucho de razones sino más bien a los palos- las revoluciones triunfantes los han reprimido con mano de hierro, no pocas veces en forma definitiva.



Sin caer en la historia contra-factual (es decir sin preguntarse «¿qué hubiera pasado si…?»), parece necesario que en Chile abordemos seriamente el estudio de las alternativas que se planteaban a la revolución chilena, una vez llegado el momento en que ya lo fundamental había sido logrado y había que ponerle término.



¿En qué fuerzas (civiles y militares) hubiese podido apoyarse el Presidente Allende si hubiese estado dispuesto a asumir esta incómoda tarea? ¿Qué características pudiese haber asumido el «poner término» a una revolución como la chilena, que se había iniciado con elecciones, y había transcurrido en forma legal y relativamente pacífica? Seguramente las respuestas a tales preguntas arrojarían mucho material original.

Lamentablemente. no fue posible refrendarlas en la práctica. En cambio, tuvimos que vivir la tragedia de una revolución que encuentra su fin en la derrota, a manos de sus enemigos mortales.



Para mi, la explicación más sugerente respecto del error trágico de Allende y la UP es el que he escuchado de parte de una de las personas más admirables de la gesta del 11 de septiembre de 1973. Uno de los mejores, entre aquel grupo de héroes que resistió en La Moneda, la mayoría de los cuales fueron asesinados en los días que siguieron.



Este es un hombre sencillo, que permaneció allí y combatió hasta el final, no por convicción ideológica -él era simplemente un funcionario de Investigaciones asignado a la guardia del Presidente de la República. Ni siquiera por cumplimiento del deber, puesto que el mismo Presidente los había instado a retirarse, sino simplemente «por lealtad con el Doctor, se lo merecía.»



Este hombre valiente, que vivió muy de cerca los últimos meses del Presidente y pudo apreciar lo que pasaba, dice algo así: «El Doctor no tuvo corazón para hacer lo que había que hacer. Había que haber metido presa a mucha gente, hacía rato.»
Allende no fue el único de sus partidarios que no tuvo corazón para eso. ¿Lo tuvo Ud.?



Manuel Riesco es economista(mriesco@cep.cl).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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