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Ingleses de América


Desde pequeño escuché que éramos los ingleses de América, frase de la que por más intentos realizados nunca pude descubrir su significación. ¿Será por nuestra educación? ¿por nuestro antiguo uniforme escolar? ¿por nuestra tradición? ¿Seremos flemáticos y muy puntuales y no me había dado cuenta?. Ä„Ah, no! es por nuestra costumbre de tomar el té, hábito al que casi el 90% de la población le denomina «once», y sólo un pedazo de la elite (original o arribada) llama de esa estirada forma. Pensé entonces que sería la costumbre de tomar «eleven», «drink eleven» o algo por el estilo. Quizás estos ingleses gustan también del pan amasado, y la margarina; pero prontamente alguien más conocedor que yo me dijo que no conocían esos manjares, lo que me causó mucha desilusión.



Un poco extraviado, busqué respuesta en el aspecto económico, estrellándome aún más fuerte con la cruda realidad: somos tercermundistas aspiracionales, versus un representante inamovible del Primer Mundo.



Por último, creí que podíamos tener ciertas semejanzas en nuestros gloriosos ejércitos; pensé que tal vez el nuestro «vencedor jamás vencido», heredero de tantas glorias y en los últimos lustros de tantas deplorables desgracias, hasta la última de Antuco, podía tener un símil con el británico. Para despejar las militares dudas, volé hasta la isla, donde advertí con desazón que aquellos colorines nos llevan por lo menos unas doscientas guerras de ventaja y seiscientos o más años de historia.



Volví a Chile decepcionado, pues creí comprender que era todo una mentira, que mi barrio no era, como había escuchado, similar a Picadilly, o nuestro Parque O’Higgins (que yo, en atención a su nombre, juraba totalmente inglés), no se parecía en nada a Hyde Park, ni Huérfanos a Oxford Street.



Cuando estaba a punto de perder toda esperanza, finalmente el milagro sucedió: el refrán no era mentira, surgiendo de manos del modernismo, como un veloz asteroide nocturno, ese bendito elemento que justificaba nuestro británico talante, descubriéndose el oculto fenómeno, en las nuevas y monumentales autopistas.



¿Cómo, pensará usted? Pues bien, habiendo abandonado -hace muy poco, aunque se nos olvide- nuestras antiguas carreteras de doble sentido y una pista por cada lado, apareció con violencia la nota anglo en nuestros conductores, lo que agradecí, pues no podía ser cierto que lo que pensábamos cuando niños, y nuestros padres y sus padres y así, no fuera verdad.



Sí, nuestros expertos conductores muy flemáticos todos, mostrando casi con furia sus modales británicos antes velados, enfrentados a la doble pista, se ubicaron para siempre en la de la izquierda, tal como se ha hecho siempre en la isla. Sin ningún remilgo, problema ni vergüenza, aquellos conductores ubican sus automóviles y se desplazan por la pista izquierda, donde conversan plácidamente, disfrutan de la música de sus sobrias radios y, como corresponde, no ponen ningún inconveniente para que aquel conductor un poco más veloz, los adelante, por supuesto, por la pista derecha.



Efectivamente, gracias a esta británica forma de ser, se puede ver, sobre todos en los fines de semana largo, nuestras modernas autopistas plagadas de nuestros ingleses choferes que copan la pista izquierda, dejando casi siempre la derecha vacía, salvo -claro está- que algún despistado y mal educado chofer, muy poco británico y probablemente trasladado directamente desde la bajada del árbol a la automotora, tenga el mal gusto de ubicarse a una velocidad moderada por la pista derecha, pero Ä„que diablos se va a hacer!, sudacas hay en todas partes, incluso en esta angosta y delgada faja británica.

Creo que es hora de que nuestros distinguidos parlamentarios, preocupados como son por el bienestar general (actitud característica que va unida con un enorme desdén por la figuración personal) tomen cartas en el asunto. Ustedes comprenderán, estoy pensando en gente de muy bajo perfil y enemigos de las cámaras: Avila, Moreira, ambos Pérez, y bien, casi todos aquellos humildes servidores públicos, para que hagan aquello que más saben: legislen en labor de hormiga y bajo perfil, para poner el sello a nuestro parentesco sajón y dicten la ley que obligue a trasladar el manubrio de los automóviles a la derecha y luego griten: Ä„Viva la reina, mierda!



Gustavo Parraguez Gamboa es abogado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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