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La isla del fin del mundo


Había una vez una isla chiquita, que quedaba muy lejos, al borde del mundo. Ganó el premio a la mejor bandera y en un concurso de himnos ganó el segundo lugar. Lo aventajó La Marsellesa. Tenía un clima ideal y estaba habitada por gente blanca. Por eso, los nativos rechazaban todas las islas habitadas por feos, mestizos o indígenas. Los negros les eran muy lejanos, los miraban con curiosidad, pero tenían especial desprecio por las islas bananeras, aunque les gustaba mucho el plátano. Más que la manzana, pese a que la isla era una copia feliz del Edén.



Siempre fue gobernada por hombres grandes. Los hombres pequeños eran flojos y borrachos y las mujeres se dedicaban a las tareas menores, como la procreación y la crianza, el cuidado de enfermos, ancianos y discapacitados. También cuidaban a sus hijos de corta edad, ya sea como madres o trabajadoras del servicio doméstico, que en algún momento de su historia fueron beneficiadas con el nombre de «nana» inspirados en la «nanny» inglesa. La isla estuvo siempre muy inspirada en el ejemplo inglés. Más bien, los nativos se sentían iguales a los ingleses, por ser isla, por ser blancos y especialmente por ser sobrios. Todo lo que no era sobrio era calificado como «bananero». Pero lo que más los identificaba en realidad, era que ambas islas se caracterizaban por su fiereza en la guerra. Una vez, la isla pequeñita apoyó a los ingleses en una guerra vecina. Los guerreros eran pequeñitos, pero a punta de vino y pólvora ganaron todas las guerras, violaron a las mujeres de los vencidos y conquistaron tierras vecinas. La mayoría de los isleños, aún hasta el Siglo XXI, seguía opinando que el botín de guerra era sagrado. Todo lo que habían logrado en las guerras se lo tenían bien merecido, por ser capaces de ganar y los otros debían cumplir su destino por ser débiles y perder.



Así estaban, viviendo tranquilos, dedicados a la caza y a la pesca, cuando a los hombres más pequeños se les ocurrió pretender dirigir a los grandes. Eran tan pequeños que se dudaba que fueran totalmente humanos. Por ello un talento preclaro los calificó como «humanoides». Su osadía, por lo tanto, fue inconcebible. Los hombres grandes no podían aceptarlo y se vieron obligados a poner a un monstruoso gigante para que se comiera a los humanoides pretenciosos. A cambio de ello, le dieron un gran botín que el gigante se llevó a su casa para cuidar hasta el fin de sus días.



La calma volvió a la isla gracias al gigante. Los humanoides que sobrevivieron se hicieron humanos, perdieron las ventajas de ser víctimas y aprendieron el lenguaje de las señas. Éstos se encargarían de que los nuevos hombres pequeños tuvieran mucho miedo y olvidaran o ignoraran lo que habían hecho sus ancestros. Para ello les dieron gran cantidad de espejitos de colores y unos grandes edificios donde podían intercambiarlos.



Los grandes dejaron gobernar a los agrandados, siempre que nunca contrajeran deudas, así ellos se podían dedicar con calma a sus negocios. Los negocios necesitan estabilidad. Los agrandados tomaron la instrucción como un dogma de fe. Todos estaban muy orgullosos, porque el gigante había mejorado el comercio de la isla, que empezó a exportar su arena y sus piedras. Con ello algunos se hacían crecientemente ricos. Lo más importante era vender todo lo que fuera posible. No pensaban que la isla podría hundirse cuando perdiera toda su base. En ese caso ya tendrían otra donde retirarse.



Tan famosa se hizo la isla que, pese a su corta vida, ya en el Siglo XXI entró a las Ligas Mayores. Fueron los elegidos, los que firmaron «El Pacto», los que trajeron La Palabra y constantemente discutían con Dios. Al entrar a las Ligas Mayores siguieron adelante cumpliendo bien sus tareas y manteniendo un Ejército poderoso. Compraron buenos armamentos, aunque a veces se les olvidó comprar los repuestos o municiones. No les importaba si los vecinos se molestaban por esto. Estaban obligados a respetarlos por su habilidad para los negocios y por su lugar en las Ligas.



Pero todos estos logros se debieron a que los nativos habían elegido un buen Rey. Este Rey fue el más grande que nunca tuvo la isla y los nativos lamentaban que cumpliera su mandato. Más que nadie lo sentían los hombres grandes y comenzaron a pensar cómo podrían hacer para que no se fuera nunca. El gigante, que había sido criticado por quedarse más de la cuenta, había inventado un sistema de elección en que se podían elegir siempre entre los mismos por toda la eternidad, pero donde el Rey debía cambiar cada seis años sin repetirse el plato, aunque fuera de porotos.



Al mismo tiempo, las mujeres se comenzaban a aburrir. Nada pasaba en la isla, siempre los mismos hombres grandes o agrandados en todo. Reclamaban contra esta isla tan latosa, donde no había nada nuevo y todos se entendían con las mismas señales. Además, se preocupaban de que los hijos que procreaban con los hombres pequeños estaban saliendo cada vez más pequeños y los que procreaban con las grandes estaban cada vez más grandes. Parecían provenir de diferentes islas, por lo tanto vivían muy separados y los hombres grandes encerraban de a miles a los pequeños por feos y molestos, pero ya se acababa el espacio en la isla para hacer más lugares de encierro. Más aún cuando la isla se iba achicando a medida que se exportaba más y más arena y piedras.



Los hombres se horrorizaron al ver estos avances de las mujeres, que no entendían nada de nada por ser mantenidas y perezosas, pero coincidieron en que era grave que los pequeños fueran achicándose. No vaya a ser que nuevamente se conviertan en humanoides, se dijeron. O que tan pequeños no sirvan para la guerra con los vecinos. Además ya no queda botín para darle a ningún gigante. Todo la plata está en las Islas Caymán. Debemos planear una estrategia. ¿Por qué no las dejamos gobernar por un plazo más corto? Les dejamos todo, menos la Caja y les dejamos trampitas, de manera que, al igual que los humanoides, después de la experiencia, nunca más pretendan hacer lo que no les corresponde y podamos seguir los hombres grandes manejando nuestra isla como tiene que ser.



Silenciosamente comenzaron a promover a las mujeres al mando. Primero a sus esposas. Luego, a las asistentes sociales. Más adelante, comenzaron a fabricar las trampitas, que calculaban explotarían cuando ellos ya estuvieran mirando todo desde lejos. Por ejemplo, construyeron casitas diminutas sin puertas ni ventanas, buses sin ruedas, taparon los hoyos que evacuaban la lluvia y abrieron hoyos en los caminos. El Rey ordenó que se diera salud gratis en los hospitales, pero hizo sábanas cortas en todas las camas y dejó las jeringas sin agujas. Llamaron a todos los niños y jóvenes a los colegios, pero se llevaron la tiza de los pizarrones. Al mismo tiempo obtuvieron la promesa, bajo amenaza de muerte, de los hombres que quedaron a cargo de la Caja, de no gastar. Y todo fue quedando tapadito para que no se notara de inmediato.



Y así fue, se eligió Reina a una mujer, la primera en la isla. Las mujeres lloraban de emoción, creían que era su triunfo y pensaban que ahora sus hijos podrían crecer un poco. Los hombres pequeños también lloraban, porque no querían que sus herederos fueran aún más enanos que ellos. Le besaban las manos y el ruedo de sus reales vestiduras. Todo fue felicidad por unos días.



Casi de inmediato empezaron a aparecer las trampas y, así, las mujeres perdían sus sonrisas. Todos los días aparecía un hoyo o una sábana corta. Las mujeres temían a los hombres grandes y no los acusaban de las trampas. Al revés, cada vez los trataban de imitar más y también aprendieron a hablar con señales. No querían volver a su ociosa vida anterior. Que los enfermos, los ancianos y los niños se cuidaran solos. Esto era bonito, les empezó a gustar. Por eso, la Reina, al ver que ya no la querían tanto como al principio, se puso muy triste y nunca más volvió a bailar. Pero lo peor fue que empezó a invitar al antiguo Rey tramposo a tomar el té.



Al igual que los humanoides que sobrevivieron, las mujeres se empezaron a parecer cada vez más a los hombres grandes, pero algunas no lograban tener bigotes ni que les salieran pelos en las piernas y como el período era corto, se prepararon para volver a sus ocupaciones tradicionales. Ya ahora nadie las vitoreaba. Los nativos preferían a un diablo conocido.



Así, las mujeres fueron regresando a sus casas, sacándose el maquillaje y las elegantes vestiduras. Sólo permanecieron las mujeres que habían logrado tener bigotes y pelos en las piernas. Los que quedaban les decían a las que se iban mirándolas con piedad y condescendencia:



«Para que no ocurra nunca más».



Los pequeños que lloraron de alegría, siguieron llorando de tristeza y se resignaron a seguir siendo cada vez más pequeños y a llegar a desaparecer al igual que su isla, que día a día perdía más de su borde de arena y piedras.



La reina no entendía lo que había pasado y los hombres grandes habían ganado otra guerra.



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Patricia Santa Lucía. Economista, Universidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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