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La Concertación en tiempos de cólera


El modelo político establecido en la Constitución de 1980 nos ha empujado a una forma viciosa de política. El poder económico, mediático y cultural de la derecha ha sido históricamente y sigue siendo desequilibrante. El centro y la izquierda han buscado el poder público para compensar el desbalance. Pero hoy su ejercicio se rige por normas que pudiéramos llamar «binominales» y que no han podido ser desterradas. Por esa vía, la derecha hace valer su potencia en el gobierno y el Estado, limita severamente las posibilidades de impulsar cambios desde el ejecutivo y condiciona fuertemente las conductas de los actores políticos colectivos e individuales.



Efectivamente, el sistema binominal y su modo de exclusión es también un mecanismo que ha contribuido decisivamente a configurar los partidos y sus relaciones políticas internas y externas. Por si fuera poco, sabemos que induce a muchos -entre ellos a una gran mayoría de los jóvenes- a auto excluirse de un sistema con opciones insuficientes que es parte de una armazón institucional destinada a impedir cualquier cambio social que sobrepase los límites del veto virtual del que dispone la derecha.



Pero no sólo los excluidos -un alto porcentaje de los chilenos habilitados para ejercer la ciudadanía- son víctimas del sistema binominal. La Concertación también lo es. Sus partidos se fundaron históricamente en los principios democráticos y han debido ajustarse a una forma de existencia que les ha sido impuesta por el «binominalismo». En ese proceso, los partidos de la Concertación han llegado a ser virtuales federaciones de grupos de poder, en las que esos grupos se asocian o se disputan para hacer valer pretensiones corporativas, intereses políticos o aspiraciones de poder público. Cada uno vive, por otra parte, reproduce un cierto «binominalismo» en su interior.



De este modo, la Concertación ha tendido a convertirse en un actor político relativamente dócil en el escenario nacional y que genera en sus filas contingentes no adaptados portadores de desencanto o disidencia. La producción política constructiva, de proyecto social, de esperanza colectiva, de objetivos de largo plazo, son cada vez más débiles. Los partidos están cruzados por batallas campales internas entre tribus de identidades poco claras. Son batallas reguladas por el disciplinamiento que genera el ejercicio del poder público y por los intereses particulares que ha consolidado el sistema binominal.



En ocasiones la beligerancia desborda y cruzan espadas miembros de una y otra militancia, las más de las veces con lenguaje machista y sed de sangre que, en este caso, equivale a segundos de televisión o titulares en la prensa de derecha (prácticamente la única que existe…).



Desde su inicio, la transición ha estado marcada por la negociación y la búsqueda de acuerdos. Las transiciones europeas y latinoamericanas del último cuarto del siglo XX han sido procesos de negociación que funcionaron sobre la base de pactos, explícitos e implícitos, entre fuerzas que no pueden derrotarse estratégicamente la una a la otra. No estimo procedente condenar a la Concertación porque hizo lo que toda transición exige, si bien es legítimo debatir si lo hecho fue o no bien hecho, si la Concertación realizó su tarea con habilidad y con suficiente fuerza y convicción o no. Con esa óptica, sostengo que el «binominalismo», más los otros »candados» de la transición, llevaron a la Concertación a una creciente relación de promiscuidad con sus adversarios, los partidos de derecha que compartieron las políticas de la dictadura de Pinochet y respaldaron su quehacer. Desde la cautela del gobierno de Aylwin -que al mirar hoy hacia atrás pudiera parecer excesiva, pero que en aquellos primeros años de democracia considerábamos una virtud y no un defecto- hasta los últimos tiempos del gobierno de Frei, la política de los «consensos» marcó la acción concertacionista y habilitó avances económicos, sociales y políticos limitados pero valiosos. Fue generando, sin embargo, un cambio cualitativo en la política chilena: la valoración positiva de la promiscuidad.



La prisión de Pinochet en Londres fue un punto de inflexión. Cuando la Concertación fue más allá de la responsabilidad jurídica que correspondía al gobierno, para internarse en la argumentación y solicitación política destinada a procurar la liberación de Pinochet y su regreso a Chile, se generó un modelo de ejercicio de la política que ha tendido a validarse. Es el modelo que yo denominaría «consensualismo binominal», del acuerdo a dos bandas cerradas y a toda costa. En ese modelo conseguir el éxito demanda montarse sobre la cerca con un pie en un costado y el otro en el opuesto. Demanda «gestos» hacia un lado y «gestos» hacia el otro, para agradar a los adversarios y para recordar y hacer creer a los partidarios que se sigue siendo lo que se ha sido, a pesar de tanto «gesto». Valora redes, más apreciables mientras mayor es su transversalismo político, social, cultural. Los vínculos de familia, la pertenencia a determinados sectores de la urbe, la historia educacional, todo aquello que indica que se es parte de la élite, o de alguna de las élites, son capitales simbólicos que se ponen en juego y reditúan. La indiferenciación política es el resultado y la percepción creciente es que cualquiera de las partes «binominales» que triunfe en la partida, nada fundamental se modificará.



Cuando corre algún aire de cambio más profundo, las alertas se encienden. Así pareciera estar ocurriendo con el actual gobierno. Las aguas subterráneas de la Concertación y de la Alianza por Chile, se han conmocionado y, bajo la superficie, buscan reestablecer un equilibrio en riesgo. La paridad de género enciende una luz roja. La píldora del día después también. La reforma previsional provoca severa inquietud en los círculos del capital financiero. La insistencia en derogar la ley de Amnistía, en generar cuotas femeninas en el Legislativo, en anunciar otro estilo de gobierno, un estilo «participativo», rompen el rutinario y aceptable balanceo de las aguas. El compromiso reiterado con el reemplazo del sistema binominal y la sola mención de un plebiscito, aunque sea consultivo, producen nerviosismo extremo.



Se dirá que hay muchos temas, en especial económicos, que no han sido abordados por el gobierno, y es así. Pero los movimientos ya hechos han sido suficientes para poner en marcha los mecanismos estabilizadores del «binominalismo», que defiende su existencia no sólo como sistema electoral sino como modelo político, a veces casi como formato cultural del país. Es que es muy difícil gobernar en Chile cuando se intenta tensionar los límites del escenario construido por las fuerzas que sostienen el «binominalismo», aquellas que convergen en los pasillos interiores de la institucionalidad y, crecientemente, en las salas de directorio de las grandes empresas.



Más difícil aún es gobernar cuando la coalición que debe sostener al gobierno se deja despojar de su espíritu original de llevar adelante grandes proyectos. Cuando se constituyó la Concertación, se propuso la redemocratización de Chile. ¿Cuál es hoy su proyecto socio-cultural? Ya no existen «autocomplacientes» y «autoflagelantes» debatiendo líneas políticas y algo de lo que se llama un «proyecto de sociedad». Durante un período largo, los debates de acallaron. En un momento un diputado socialista escribió un texto llamado «Chile entre dos derechas» y no generó debate de ideas, sólo enojo y ceños fruncidos. Un grupo de personas de diversas tendencias políticas publicó otro llamado «Enfrentar las desigualdades», pero no logró suscitar una discusión profunda, ni siquiera una polémica. El largo plazo, el futuro, se organizaron en torno al bicentenario, un hecho simbólico interesante pero relativo al calendario, y no en torno a objetivos sociales, a metas concretas de más igualdad. Sólo el crecimiento económico ha sobrevivido como proyecto -anual, a veces trimestral- sospecho que no principalmente por su impacto positivo sobre la pobreza, sino porque el aumento de nuestro producto nacional se distribuye tan mal que ha habilitado a los ricos para aumentar su diferencia absoluta con los pobres y sostener niveles de vida propios de las naciones del primer mundo en una realidad que todavía corresponde al tercero.



Sin debate serio lo que vino después es la descarnada disputa de poder entre las tribus partidarias y la promiscuidad política. Y eso que halaga y contenta a los que quieren cambiar poco o nada: la indiferenciación.



No parece fácil que la Concertación se rehabilite, a menos que reviva el espíritu que la animó a impulsar las amplias convergencias ciudadanas que permitieron la victoria del NO. Volver a generar un momento semejante implica rechazar el «binominalismo» que nos ha invadido y recuperar el estatuto de la política en cada uno de los partidos. Pero no basta. Es preciso plantearse nuevas metas exigentes, capaces de convocar voluntades esperanzadas que tengan el coraje de emprender desafíos hoy día prohibidos por la hegemonía conservadora y la complicidad de una Concertación desgastada.



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Jorge Arrate fue Presidente del Partido Socialista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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