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La juventud como placebo

Los llamados Príncipes, grupo de referencia generacional de los dos alcaldes, llegó a autopercibirse como una especie de generación Obama. Una pretensión no sólo ridícula, sino errónea, tanto por las diferencias culturales y de contextos.


Por María de los Ángeles Fernández*

Quizás la culpa la tenga, sin querer queriendo, la propia Presidenta Bachelet cuando formuló la consigna de «no repetirse el plato». Sirvió para inferir que habría una voluntad  presidencial contundente en orden a darle tiraje a la chimenea. Duró poco y se vio obligada a recurrir a los profesionales porque en política, como con el vino, envejecer no es un desmérito y los años constituyen un plus. En un caso, por el manejo y la experiencia y, en el otro, porque mejora el aroma y el sabor.

Paralelamente, los magros resultados de la Democracia Cristiana tras las elecciones municipales y el respaldo obtenido por algunos de sus alcaldes emblemáticos como Orrego y Undurraga, junto con la derrota de Ravinet, llevó a la creencia de que los errores de ese partido se debían a que no incorporaban, en su dirigencia, la vitalidad y el empuje político de los que se supone portadores a los primeros. Los llamados Príncipes, grupo de referencia generacional de los dos alcaldes, llegó a autopercibirse como una especie de generación Obama. Una pretensión no sólo ridícula, sino errónea, tanto por las diferencias culturales y de contextos como porque no puede decirse que la directiva encabezada por Alvear tuviera en su seno a puros carcamales. Es cosa de ver a Micco, a Rincón y a Abedrapo para comprobarlo. Por otra parte, al interior de la UDI, un estamento joven intentó disputar la presidencia del partido teniendo como punta de lanza al diputado Kast. En ambos casos, las mentalidades y adscripciones de dichos grupos  no vienen a suponer necesariamente ni aire fresco, ni amplitud de mente ni nuevas ideas. Algunos son más bien conservadores y lo de jóvenes, a veces, se remite a un asunto meramente biológico: menos canas y más tersura.

El punto es que se ha instalado en el debate público la necesidad de renovar la política y que ésta se podría producir gracias al elixir juvenil. A ello ha contribuido la existencia de grupos como Independientes en Red, liderado por jóvenes que predican autonomía  pero de los que se sospecha que pudieran estar militando en partidos de derecha si éstos les concedieran el protagonismo que ellos andan buscando. Su discurso de reclamo de espacios suena mucho a una urgente necesidad de introducirse en aquellos dominados por la adultez política, pero sin verdaderas propuestas acerca de cómo ellos podrían cambiar el estado de cosas que cuestionan. No disimulan sus deseos de tomarse el Palacio de Invierno por asalto con una ferocidad que, si no se canaliza bien, puede derivar en lógica de vendetta, lográndose bien el efecto de asociar esta eventualidad más con la Alianza que con la Concertación. La primera, ahora convertida en Coalición por el Cambio promete, de llegar al poder, no sólo un gobierno nacional, sin distinciones ideológicas, sino una verdadera efebocracia que vendría a ser la consagración de jóvenes bien formados, pero inexpertos en las lides de gobierno. El tenor del debate sobre la inscripción automática y el voto voluntario fue útil para conocer la dirección de sus argumentaciones. Es cierto que el hecho de que los jóvenes no se inscriban es un indicador útil para interpretar la fosilización del sistema político, pero no colma la explicación sobre la apatía, que se distribuye de manera desigual. Está suficientemente documentado que la distancia de los jóvenes con la política está influenciada por contextos históricos determinados, no es exclusiva de los jóvenes sino que está más extendida y se ve acentuada por factores estructurales, tal como lo ha documentado el sociólogo Sebastián Madrid.

Sin embargo, era inevitable que este fenómeno no salpicara a los comandos presidenciales. En ambos, por efecto de mímesis, se ha procedido a reclutar a jóvenes de la cantera del voluntariado: Bowen, para el caso de Frei e Irarrázabal, para el caso de Piñera. ¿Qué estarán pensando, al respecto, las juventudes de los partidos políticos que integran ambas coaliciones cuando ellas no son vistas como nichos apetecibles de selección de liderazgos juveniles? Al parecer, hasta el candidato presidencial de la izquierda extraparlamentaria ha caído en la trampa colocando a un joven, de apellido Muñoz, como coordinador de su campaña y al que, siúticamente, la prensa ha comenzado a denominar como el  «Bowen» de Arrate. En este contexto, la irrupción de Marco Enríquez-Ominami se percibe como más auténtica: es él mismo, un hombre joven de treinta y cinco años que, al menos, no está obligado a inocularse juventud por una vía vicaria.

Todas estas situaciones muestran la ambivalente situación que la juventud experimenta en nuestro país. Alabada y apetecida en un sistema político que no la acoge, pero que se ve obligado a recurrir a ella porque aparece como portadora de las bondades regeneradoras que no se ha sabido, o no se ha querido, inyectar de otra manera. Estas aspiraciones, un tanto reduccionistas, pueden generar efectos no buscados. Como bien ha advertido Marcelo Arnold, quien conduce el Observatorio Social de la Vejez y del Envejecimiento de la Universidad de Chile se van instalando, por contraste, prejuicios con nefastas consecuencias para la imagen y expectativas de los más mayores que, paradojalmente, son cada vez más educados, saludables, organizados e informados.

Habrá que observar, como ha planteado un diario de la plaza, si la incorporación de estos jóvenes supone una tendencia más permanente o una mera estrategia comunicacional. Adicionalmente, surgen dos preocupaciones: la primera, preguntarse hasta qué punto este recurso no busca eludir las modificaciones de fondo que están pendientes en el sistema político como la limitación a los mandatos, una nueva ley de partidos, los cambios a la ley de gasto electoral o la necesidad de que más autoridades, especialmente a nivel regional, dependan del voto popular además de, en materia juvenil, superar la lógica del Injuv y elaborar una política pública de juventud así como un plan nacional en la materia y, la segunda, pesquisar cómo el recurso a la juventud está sirviendo para canalizar la crítica a la clase política en nuestro país. En diferentes contextos, la insatisfacción con su comportamiento ha derivado en alternativas de sustitución. Así, son bien conocidas aquellas que postulan el gobierno de los técnicos (pretensión un tanto alicaída en Chile luego de su rol en  el plan Transantiago), de los honestos o de los jueces (como sucedió en Italia). En Chile, se plantea la alternativa de los jóvenes. No sólo puede terminar siendo un placebo sino que revela los déficits de visión estratégica que caracterizan a ciertos sectores de nuestra clase política.

*María de los Angeles Fernández-Ramil es Directora Ejecutiva, Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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