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¿Quién mató al videoclub?



Hace algunos meses se cerró el último videoclub de Ithaca, la ciudad universitaria en que vivo. Me sorprendió que nadie lamentara su desaparición; es cierto que la biblioteca de Cornell y la municipal tienen buenas colecciones de clásicos, que en la puerta de Wal-Mart están las opciones más comerciales de Redbox y que en Best Buy se pueden conseguir novedades más alternativas, pero eso, pensé, no era suficiente para reemplazar a un buen videoclub. Me dije, melodramático como Carlos Argentino Daneri, que el incesante y vasto universo se seguía apartando de mí y que ese cambio era uno más de una serie infinita.

Luego reflexioné que hacía rato que no iba al videoclub, como seguramente le ocurrirá a muchos. Utilizamos otras formas de conseguir películas y series de televisión. No había nada que lamentar, porque el cambio había ocurrido mucho antes de que se cerrara el último videoclub (una novela como Por favor, rebobinar, de Alberto Fuguet, con su celebración de ese espacio, es hoy una pequeña cápsula de tiempo). Para el que tenga paciencia para descargar películas o series enteras, casi todo está en pirata. Está Hulu, están iTunes y Netflix. Netflix es eficiente; sólo tarda un día en que las películas pedidas lleguen a casa. Ahora, buena parte de su enorme librería está en streaming, con lo que los más impacientes ya no tienen que esperar nada.

Hubo un tiempo en que los puristas elevaron el grito al cielo: era una blasfemia ver una película en VHS o Betamax. Nada se comparaba al espectáculo de la pantalla grande; ir al cine y entrar en comunión con un grupo de desconocidos era todo un acontecimiento, y por ello no era difícil concluir, como hicieron muchos, que en la oscuridad de la platea se practicaba la verdadera religión del siglo XX. Como parte del ritual, los cines de la la primera mitad del siglo XX eran pequeños palacios desde el punto de vista arquitectónico (en Boquitas pintadas, Manuel Puig le saca partido a este tema).

Pero el tiempo, que todo lo puede, hizo lo suyo y llegó un momento en que pocas cosas se comparaban al espectáculo de ver un buen DVD en un televisor; ir al videoclub era todo un acontecimiento, implicaba pasarse horas emocionadas buscando una película para llevársela a casa a verla en comunión con la pareja o los amigos (aunque sonara el teléfono). Y luego la gente se cansó del videoclub, o, mejor, comenzó a ser entrenada por la computadora y se dio cuenta de que ahí, al alcance de la mano, había un vasto arsenal de películas, y que, para colmo, muchas de ellas eran gratis. La pantalla volvía a achicarse, algunos puristas (siempre quedan) volvieron a elevar el grito al cielo. ¿Qué dirían ellos de mis hijos, que ahora ven películas en el iPhone?

En «Video Killed The Radio Star», The Buggles cantan: «Video killed the radio star/ In my mind and in my car/ we’ve gone too far»). Esa canción tan pegajosa que en mi adolescencia temprana yo entendí como celebratoria de los nuevos tiempos era en realidad un lamento por un tiempo que se iba («I ahora entiendo los problems que tú puedes ver»). ¿Quién mató al videoclub? Lo matamos entre todos. ¿Hemos ido muy lejos? Por supuesto que no. Habrá más pantallas, cada vez más diminutas. El tiempo hará que sigamos perdiendo cosas en el camino; las nuevas tecnologías, incansables, nos seguirán entrenando a aceptarlas, a verlas como imprescidibles, de manera tal que no tengamos mucho tiempo para la nostalgia, para darnos cuenta de todo aquello que se perdió.

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