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Asamblea Constituyente: ¿más de lo mismo?

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Si la elite chilena se aniquiló, auto-sacrificialmente ¿Cómo se hace una nueva Constitución? ¿Qué garantiza que una Constitución renovada (y plebiscitada) no sea un episodio más de una historia de legitimidades dudosas, y por tanto inestables?


En las últimas semanas, ha ido quedando claro que las movilizaciones ciudadanas no están referidas a aspectos parciales del “modelo chileno”: ni siquiera al tema más visible, a lo que se podría calificar como el escándalo de la educación chilena: instituciones que misteriosamente consiguen acreditaciones que a todas luces no merecen, que lucran por debajo de la mesa , que explotan a sus “profesores-taxi”, que vulneran el derecho de asociación de sus alumnos y que, como guinda de la torta, cobran los aranceles más altos del planeta (el sexto país más caro, según la OCDE). Etc., etc. Pero esta “Polarización” de la educación, y así lo parece verlo la enorme mayoría de quienes comparten, me incluyo, las demandas de los estudiantes, es sólo la punta del iceberg: el síntoma, al parecer terminal, de un sistema político agotado.

Este sistema no fue resultado del mero azar. Más bien, con su rigidez, parece haber sido el sistema político que Chile de alguna manera necesitó para salir, de un modo sui generis, de la dictadura militar. Sui generis, porque la dictadura no se derrumbó, ni fue derrotada militarmente, sino que, a pesar de las movilizaciones de los años ’80 que culminaron el triunfo del No, se las arregló para fijar el itinerario de la transición y, fundamentalmente, para dejar instalado el libreto (la Constitución del ’80) según el cual nuestra vida transcurrió, durante las últimas dos décadas.

Por lo demás, es difícil imaginar que la dictadura hubiese tenido otro desenlace. El pueblo chileno, por razones imposibles de analizar en esta columna, tuvo una tradición  de movilización, de hábil uso de los resquicios de la democracia liberal, más no de lucha armada: la omnipresencia del Estado (de ese mismo Estado que la propia izquierda chilena del siglo XX tanto hizo por fortalecer), el carácter urbano e ilustrado de sus militantes (incluso de aquellos, mayoritarios, provenientes de la clase obrera), son factores que determinaron que, para bien y para mal, nuestra izquierda fuese la izquierda del sistema. La izquierda extra-sistema (la ultraizquierda, que mucho aportó al derrocamiento de Salvador Allende, aunque hoy lo reivindique como su mártir); el FPMR y sus fracciones autónomas (enigmático abandono del PC de su tradición, presionado quizás por la gerontocracia del bloque soviético), todo ello fracasó estrepitosamente. Sólo quedaba el plebiscito, es decir, el itinerario fijado en lo fundamental por la dictadura para, paradójicamente, hacer pasar al olvido sus manifestaciones más brutales.

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El sistema político que tal transición requería (que los chilenos nos merecíamos) era, necesariamente, rígido, hierático: dos bloques que se alternarían en el poder, quórums inverosímiles para hacer cualquier reforma significativa. Este juego, así someramente descrito, pudo funcionar durante algún tiempo pero en el mediano y largo plazo, su costo ha sido, necesariamente, el suicidio de las elites políticas. En ese sentido, los tan vilipendiados políticos de la Concertación podrían ser vistos, sin ironía, como víctimas propiciatorias: como figuras sacrificiales, sobre las cuales es posible, hoy, que un pueblo entero descargue su propia culpa. O quizás sea éste un rasgo más general de la política moderna: medios de información masivos mediante, los ciudadanos no pueden sino enterarse de que, en definitiva, todo sistema político descansa sobre la mentira: así, con mala fe, descargan su ira, muy sugerentemente, contra sus mismos representantes transformados en chivos expiatorios

Las encuestas recientes en Chile dan cuenta de este suicidio: más allá del rechazo al gobierno, es la clase política completa la que es repudiada por la mayoría de la población. Por supuesto, las razones para ello son diversas y contradictorias: tanto la mano dura como la mano blanda, tanto partidarios del estado de bienestar como liberales ortodoxos salen igualmente revolcados (la excepción serían algunas figuras cuyo carisma es sólo mediático: Bachelet, Golborne: su alta evaluación es directamente proporcional a su mutismo, a su muda imagen).

Todo esto remite a la Constitución del ’80, con sus remiendos. Más allá de sus contenidos específicos, ella está pasando ser, o ya es, el símbolo de la desafección, del no estar ni ahí frente al sistema político. Hay que cambiar la Constitución, dicen los estudiantes, decimos todos. Pero ¿cómo se cambia, cómo se hace una Constitución?

En el imaginario de jóvenes de 20 años (que se adueñan hoy del escenario, desplazando a los muertos-vivos, la ya fenecida élite política de la transición), puede que esto aparezca muy simple: algo así como una masa que se junta en el Estadio Nacional y vota a mano alzada; o lo hace a través de un grupo en Facebook. O como el retorno idealizado (se adivina detrás la enseñanza de algún profesor de historia) de la democracia directa de la cual gozó Atenas durante un par de siglos (en la cual, ¡atención! no participaba más de un 15%, de la población, con exclusión de todos aquéllos que ejercían alguna labor, trabajo).

Las cosas son más complicadas. Por cierto, hablo desde la experiencia, ambiguo término. Por una parte, la experiencia es la capacidad de integrar lo nuevo a lo ya conocido (en mi caso, la experiencia de la Revolución en Libertad, de la UP, la Dictadura, la Transición). En el mejor de los casos, esta capacidad se llama sabiduría, en el peor, anquilosamiento, esclerosis (estos son casos extremos; en la realidad, ambas cosas muy probablemente se dan mezcladas). Hay otra noción de experiencia, que nos viene del Romanticismo: la de una revelación, una intuición instantánea, que atraviesa la capa más o menos espesa, de la experiencia en la primera acepción que he descrito. El problema con esta segunda noción (la propia de los jóvenes) es su propia instantaneidad, su carácter absoluto. Pues con ésta, precisamente, no se hace política, ni menos constituciones. Éstas requieren de tiempo, de compromiso y negociación (pero con el absoluto no se negocia), de representación; en suma, de la vieja caja de herramientas de la elite política.

¿Si la elite chilena se aniquiló, auto-sacrificialmente, cómo se hace una nueva Constitución? ¿Qué garantiza que una Constitución renovada (y plebiscitada) no sea un episodio más de una historia de legitimidades dudosas, y por tanto inestables? Para no ir más lejos, la Constitución de 1925 (que nos rigió, con parches, hasta el Golpe Militar) fue concebida por Arturo Alessandri y José Maza, sometida a una Comisión Consultiva para su discusión (¿integrada por quienes?). Finalmente, y en base a un texto de Maza se redactó la Constitución, que fue aprobada en plebiscito el 30 de agosto de 1925, con una altísima abstención. Se podría objetar, por cierto, que el hecho de que las Constituciones del ‘25 y la del ’80 hayan sido hechas entre cuatro paredes no determina que una nueva Constitución deba quedar marcada por el mismo estigma; que se puede llamar a elecciones generales (con primarias incluidas) para designar una Asamblea Constituyente, etc. No obstante,  a no ser que el poder, al menos transitoriamente (¡!), lo ejerza una férrea dictadura —pero, ¿de quién?— que imponga la censura de los medios, será la parafernalia mediática la que determinará, finalmente, quiénes serán los integrantes de tal Asamblea. Con lo cual volvemos a lo mismo, a la ilegitimidad.

Problema, para mí, sin solución. En el trasfondo, el fantasma del vacío de poder. Y ya sabemos quienes siempre, “sacrificándose generosamente por la Patria”, vienen a llenarlo, tarde o temprano. “La historia es una pesadilla de la que quisiera despertar”, escribe por ahí Joyce, en el Ulysses. Espero, sinceramente, que algún joven iluminado me desmienta, me corrija, me haga ver la luz.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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