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Chile y sus «nanas»: ¿hablemos como adultos?

Ximena Jara
Por : Ximena Jara Periodista. Jefa de Contenidos de El Quinto Poder.cl
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“Mi mama”, le dice mi abuela, y habla de ella con más cariño que el que usa para hablar de su madre. Mama, así, sin acento. ¿Y quién era esa mama? La niñera, la que hacía las cosas, la que la cuidaba. “Mammy” se llamaba la esclava de Scarlett O’Hara en Lo que el Viento se llevó. “Nanny”, se llamaba la niñera en las casas pudientes de habla inglesa. La palabra “nana”, tan de moda hoy en día, a propósito de que salgan a la luz discriminaciones infamantes que, sin embargo, han durado muchísimo tiempo, tiene bastante tiempo de arraigo en nuestro país. Algunos dicen que viene del inglés nanny, precisamente. Otros, que tiene que ver con la labor de cuidar a los niños, puesto que “nanas” se llaman las canciones de cuna con que se hace dormir a los bebés. Los más osados aseguran que el término deriva del quechua “ñaña”, que designa a la hermana mayor o a una mujer mayor, en general. Lo cierto es que es un término de uso común que, sin embargo, ha servido durante muchas generaciones para dotar de un apelativo que busca ser “cariñoso” a una labor que, sin embargo, está cargada de discriminación. Esa necesidad de generaciones y generaciones de niños privilegiados (o carenciados, depende de dónde se les mire) de llamar de manera cercana a quien trabaja en su casa, no tiene nada que ver, sin embargo, con las categorías que, como ciudadanos, usamos para dar una batalla reivindicativa.

Que un niño de cuatro años diga “mi nana” es algo que nos puede parecer tierno o no (a mí no, porque creo que ahí está la semilla de las discriminaciones futuras, aunque es una mirada muy personal). Sin embargo, decir “las nanas” como rótulo general, es algo completamente distinto, cargado de discriminación, aunque no tengamos esas intenciones.

Al entrar en la categoría del debate público, el lenguaje no es trivial. Bien lo sabemos quienes hemos estado alegando todas estas semanas por si decimos dictadura o régimen militar. Bien lo sabemos quienes no soportamos que se diga “excesos” cuando lo que se quiere esconder es la “tortura”. En el mismo ámbito, usar apelativos cariñosos sin develar lo que realmente juegan estas trabajadoras en nuestra estructura productiva, es condenarlas a un no-nombre (a un “alias”, más bien) con el que salir a pelear sus derechos de igual a igual. Así como largamente les hemos dicho “cholitos” a las personas de etnias altiplánicas, pero de a poco hemos comprendido que no es compatible llamarlos así y luchar por sus derechos al mismo tiempo, deberíamos comprender que con las trabajadoras de casa particular sucede lo mismo: mientras sigamos acompañando la lucha por su igualdad sin llamar su quehacer como ellas lo llaman, estamos fritos.

En medios y redes sociales, se habla de “las nanas”. Alguien hoy me mencionó un evento llamado “The walking nanas”: todos deberían ir con el uniforme que se les exige en este barrio. Me mencionan, también, que Javiera Díaz de Valdés se ofrece para bañarse en una piscina vestida de nana. Se entiende perfectamente que estas ideas van en la dirección de enrostrar a esa sociedad burbuja de Inés Pérez y muchos otros, el absurdo de lo que defienden. Se comprende que la idea es decirles: “están haciendo el ridículo”.

El problema que subyace a todo esto es que, detrás de estos hechos creativos, detrás de esta indignación de red social y de hashtag, no hay sustento que permita cambiar de fondo, estructuralmente, las condiciones en que las trabajadoras de casa particular son tratadas en Chile. El problema es que, mientras sigamos diciéndoles “nanas”, seguimos trabajando con una categoría performática, no con una categoría política. Y mientras no comencemos a pensar la reivindicación desde la política –como nos mostraron soberbiamente los estudiantes este año – no pasaremos de la anécdota, por creativa que sea. Es el equivalente a esa inocua y equivocada campaña “maricón el que maltrata a una mujer”, que evade la categoría adecuada, cual es “delincuente” y en muchos casos, “femicida”.

Nos llenamos la boca de furia sagrada, desde que Diego Vrsalovic publicó su carta pública por las normativas del club de golf de Chicureo. De ahí en más, nos hemos dedicado a buscar, una por una, las normativas discriminatorias que atentan contra la dignidad del quehacer de estas trabajadoras. Esto está muy bien, pero no pasa de ser un berrinche. No, mientras no comprendamos que el compromiso parte, literalmente, por casa. Que si somos medios responsables, ciudadanos responsables, vamos a asumir que los abusos a las trabajadoras de casa particular son mucho más extensos que estos casos extremos que hoy nos sulfuran. Pedir a “la nana” que cocine, planche, lave, cuide al cabro chico, pasee al perro, tenga la casa y el jardín soplados y sonría, todo por las mismas pocas lucas, es también un abuso. Entender el quehacer de cualquier trabajador desde su complejidad, su dignidad y sus derechos, pasa por suspender toda acción discriminatoria que nosotros mismos protagonicemos sin querer, incluido si es lingüística. Esto no es semántico, es de fondo. Implica respetar el nombre productivo que ellas se asignan, y no trivializarlo con sobrenombres que pertenecen al dominio de los niños. Porque si vamos a alzar la voz, exigiendo trabajo decente para un(a) trabajador(a), lo mínimo es que partamos haciéndolo como adultos.

(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl

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