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De la institucionalidad de Lagos a un nuevo pacto social

Aldo Torres Baeza
Por : Aldo Torres Baeza Politólogo. Director de Contenidos, Fundación NAZCA
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Con poco que se estudie, Chile, y en especial los empresarios, entenderán que con una Asamblea Constituyente no va a salir la gente con un caimán a expropiarles las empresas, al contrario, puede ser el mejor gesto para democratizar la política y alcanzar cierta paz social. Por lo demás, todos sabemos que las crisis institucionales son el mejor camino para el auge de los populismos y la demagogia.


Hay que dejar que las instituciones funcionen”, repetía como mantra Ricardo Lagos. Y claro que funcionaban (y funcionan), pero funcionan mejor para unos que para otros: funcionan para el hijo de un senador que, manejando en estado de ebriedad, atropella y da muerte a alguien, que luego se da a la fuga y que, mágicamente, queda absuelto de culpas. Pero no funciona para el tipo que murió calcinado en la cárcel por vender CD piratas.

Sí, señor Lagos, las instituciones funcionan, pero funcionan para los empresarios que lo aplaudían a rabiar en la Enade, lo aplaudían porque representaba el mejor traje a su medida: un político que les aseguraba estabilidad para el crecimiento de sus empresas, todo a cambio de generar un par de empleos (poco importaba que fueran de mala calidad y rozaran la esclavitud). Funciona para ellos, para los grandes conglomerados económicos, ventrílocuos de la derecha política, con empresas que en sus directorios reunían a los miembros de la Concertación y la Alianza, los mismos que, sin reparos, se acomodaron a la “democracia protegida”. Lo profetizó Parra con la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas.

Claro, había que cuidar la institucionalidad, aquel modelo de crecimiento que heredaron, y luego legitimaron, de la dictadura, basado en estrujar piedras, chupar hasta el último pez, y arrasar y arrasar árboles. Esa institucionalidad que llevó a Pinochet a pronunciar aquel conocido discurso que sustentó su proyecto político: “De cada siete chilenos, uno tendrá automóvil; de cada cinco, uno tendrá televisor, y de cada siete, uno dispondrá de teléfono«. Nunca olvidé la carta de un niño de Valparaíso: “Veo que salen barcos llenos de troncos y entrar barcos llenos de automóviles”. Ni tampoco cuando en la universidad leí las declaraciones del Almirante Merino, diciendo que él se ocuparía de la economía del país porque había hecho no sé qué cursito.

[cita] Con poco que se estudie, Chile, y en especial los empresarios, entenderán que con una Asamblea Constituyente no va a salir la gente con un caimán a expropiarles las empresas, al contrario, puede ser el mejor gesto para democratizar la política y alcanzar cierta paz social. Por lo demás, todos sabemos que las crisis institucionales son el mejor camino para el auge de los populismos y la demagogia.[/cita]

La institucionalidad de los Chicago Boys, la institucionalidad del arrase, de la privatización total, de los abusos del retail, de la mercantilización de la vida, la muerte, el agua de la lluvia y los rayos del sol. Esa institucionalidad es la que funciona. La institucionalidad en que el candidato Andrés Velasco recibía correos del señor Manuel Antonio Tocornal, gerente general de asuntos corporativos de Penta, que lo aconsejaba diciéndole que había que “pensar menos en impuestos y aprobaciones ambientales”. La institucionalidad en que Carlos Eugenio Lavín, dueño del grupo Penta, controlador de la Isapre Banmédica, le enviaba correos a Ernesto Silva, presidente de la UDI, pidiendo sus gestiones en la Ley de Isapres. Claro, por eso Ernesto Silva fue uno de lo más grandes opositores al Plan Garantizado de Salud de Mañalich, que, entre otras cosas, pensaba terminar con las discriminaciones por sexo y edad.

Comprensible: tenía que hacer lo que el ventrílocuo mandaba. La institucionalidad en que el señor Carlos Eugenio Lavín asegura tener una “movida para llegar al Ministerio del Interior y arreglar todo”.  La institucionalidad que no permitió llegar al Parlamento a candidatos como Marisela Santibáñez, a pesar de tener mayor cantidad de votos que sus contendores. La institucionalidad que, como contraparte, llevó a Ena von Baer al Parlamento, primero como senadora designada (designada por Jovino Novoa, el señor de las boletas) en reemplazo de Longueira, y después financiada por Penta, a punta de boletas falsas, es decir: con propaganda financiada por todos los chilenos.

Claro que las instituciones funcionan, señor Lagos, pero funcionan como funcionan esos tipos que se visten de estatua: echándole una monedita para que se muevan.

Gramsci decía que la crisis nace cuando hay algo que está muriendo, pero no termina de morir y al mismo tiempo hay algo que está naciendo, pero no termina de nacer. La institucionalidad heredada de la dictadura está en crisis, está muriendo, pero no termina de morir. La Constitución es, sin duda, el signo más evidente de aquel colapso, la misma que Lagos firmó, la misma que redactaron siete personas, ninguna mujer, ningún hijo de vecino, y que luego fue impuesta a la fuerza con un plebiscito fraudulento.

Sin embargo, es archiconocido que las crisis también son una oportunidad: la crisis del Lehman Brothers, por ejemplo, fue una de las peores en los últimos años. Islandia fue uno de los países más afectados, también fue el que mejor enfrentó el momento. Paul Krugman, Premio Nobel de Economía, pasó unos días en Islandia estudiando el método que este país utilizó para salir de la crisis. Nos cuenta:

Dejaron quebrar a los bancos, pusieron en prisión a los banqueros y especuladores que practicaron desfalcos, rescribieron la Constitución, garantizaron la seguridad social para evitar el colapso generalizado y consiguieron crear empleo”.

Esta crisis institucional es la mejor oportunidad para la Nueva Mayoría. El recetario es variado: pueden jugar al avestruz y esconder la cabeza, por ejemplo. O pueden comenzar a tejer puentes entre la clase política y la ciudadanía, para fortalecer un descreimiento peligroso. Pueden, en definitiva, democratizar el poder político para comenzar a afirmarse en un nuevo pacto social; una nueva Constitución podría representar el comienzo simbólico de este cambio. Pero no una Constitución amasada en el horno de la cocina de Fontaine, ni tampoco escrita por “La Comisión Zaldívar” o “La Comisión Escalona”. Una Constitución con participación ciudadana, una Constitución que eduque a los chilenos en política, en fin, una Constitución basada en una Asamblea Constituyente.

Como en Chile sufrimos de copiaditis, sigo con el ejemplo de Islandia: tras dejar quebrar a los bancos, el Parlamento Islandés llamó a una Asamblea Constituyente: se determinaron los delegados y el comité constitucional, se formaron los foros ciudadanos para recibir propuestas. En fin, se dio inicio al proceso. La propuesta constitucional fue aprobada el año 2012, con el 66% de aprobación sobre una tasa cercana al 50% de participación. Al año siguiente, el PIB creció dos puntos porcentuales, la inflación se redujo de un 18% a un 4% y el desempleo bajó de un 10% a un 5,9%.

Con poco que se estudie, Chile, y en especial los empresarios, entenderán que con una Asamblea Constituyente no va a salir la gente con un caimán a expropiarles las empresas, al contrario, puede ser el mejor gesto para democratizar la política y alcanzar cierta paz social. Por lo demás, todos sabemos que las crisis institucionales son el mejor camino para el auge de los populismos y la demagogia. Y no, no es convertirse en Venezuela, pretexto de la derecha para hacer lo que siempre hacen: meter miedo. Es un proceso político, de construcción institucional.

El clamor de este nuevo pacto social comenzó el año 2011. Otro Chile comenzó a nacer a partir de ese año, pero aún hoy no termina de nacer. Los estudiantes fueron el catalizador, “el elemento estructurante”, en terminología sociológica, no el “espasmo”, que se creyó que eran. ¡No más lucro!, gritamos en las calles. Y la gente, a partir de esa palabra, entendió: no más abusos, no más estafa, no más colusión (de los pollos o las farmacias, por ejemplo), no más AFP. No más de ese Chile que, como muchos de los que marchábamos, no construimos, que no elegimos, que simplemente heredamos como imposición.

Cierto, no mucho ha cambiado a partir del 2011, la institucionalidad sigue siendo la misma. Pero la historia es una vieja de digestiones lentas, y bajo lo evidente se mueve lo oculto, como el alma debajo del cuerpo. A veces no se ve nada en la superficie, pero por debajo de ella todo está ardiendo. Además, como explica el profe Gabriel Salazar, bajo la transición política se mueve la transición social. Eso comenzó y sigue transitando debajo de la institucionalidad de los militares.

El 2011 fue el año en que Chile quedó embarazado de otro Chile, un Chile que crece en la panza de este Chile, un Chile que implora un nuevo modelo de desarrollo basado en un nuevo pacto social.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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