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Desde la evidencia: Atria y la autonomía universitaria

José Miguel Salazar
Por : José Miguel Salazar Abogado. Ex secretario ejecutivo del Consejo Superior de Educación. Cursa estudios de doctorado en el Centro para el Estudio de la Educación Superior de la Universidad de Melbourne.
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La autonomía universitaria es un tema recurrente en la discusión pública. Es muy probable que su tratamiento se intensifique durante los próximos meses a propósito de la reforma que ha planteado el gobierno. A pesar de contar con un generoso contingente de expertos en educación superior, nuestros intelectuales públicos han contribuido poco a facilitar este diálogo: en general, no alimentan el debate con los hallazgos y categorías que se han desarrollado desde la economía, sociología y la ciencia política. En un ingenioso ensayo, el profesor Fernando Atria nos entrega un nuevo ejemplo de esta tendencia. A través de él, postula una novedosa forma de entender la autonomía universitaria a propósito del diseño de un nuevo régimen de lo público. Hasta ahora, sin embargo, su trabajo genera más preguntas que respuestas.

El texto que sigue apunta a relevar que existen ideas y perspectivas importantes que están quedando fuera de esta conversación y que sería importante recoger en este intercambio de ideas. Remirando los argumentos de Atria, esta columna también invita a imaginar un diálogo enriquecido sobre la universidad chilena que se alimente de la abundante evidencia disponible.

Ossi Piironen sugiere que, generalmente, la autonomía equivale a la capacidad organizacional para adoptar decisiones e implementar políticas relativas a asuntos internos de las universidades y a su capacidad para operar en su plano externo. La Asociación Internacional de Universidades (IAU), por su parte, asume que la autonomía es el necesario grado de independencia – frente a interferencias externas – que la universidad requiere a propósito de su organización interna y gobierno, la distribución interna de recursos financieros, la generación de ingresos desde fuentes privadas, el reclutamiento de sus empleados, la organización del currículo y las condiciones de estudio, y la libertad para hacer docencia e investigación.

El surgimiento de la universidad moderna está intrínsecamente ligada al proyecto del estado nacional. No obstante, el objeto de protección de la autonomía ha tenido alcances distintos en diferentes contextos, como documentan Nokkala y Bladh. En Alemania y el resto de la Europa continental, era pensada como una protección frente a la intervención del estado para proteger la autodeterminación de los académicos y las condiciones de trabajo de los investigadores en las universidades estatales. En Estados Unidos, por su parte, esta tensión se desplaza a la autonomía y libertad académicas que reclaman los profesores universitarios respecto de los boards of trustees y los intereses financieros externos a la universidad. Es interesante notar que el discurso pro autonomía tampoco ha sido un dominio exclusivo de las universidades. Desde fines de los ochenta, muchos gobiernos también han usado de él para transferir a las universidades la tarea de contribuir al desarrollo económico sin un mayor compromiso fiscal, a propósito de la adopción de la agenda de la Nueva Gestión Pública.

La autonomía universitaria es definida contextual y políticamente. Como sugiere Guy Neave, su implementación refleja las fuerzas históricas, políticas y económicas que dan forma a cada sistema nacional. Ella alcanza, al mismo tiempo, un carácter universal al hacer posible que las funciones universitarias se desarrollen propiamente.

Uno de los nudos críticos que enmarcan el debate contemporáneo sobre la autonomía universitaria es la correlación entre libertad académica y autonomía institucional. La primera alude, según UNESCO, a la libertad que gozan los académicos para enseñar y discutir, para prácticar investigación y publicar sus resultados, para expresar su opinión sobre su propia institución, y para participar en asociaciones académicas o profesionales sin censura previa.

Aunque corrientemente se asume que la autonomía institucional es un prerrequisito para el ejercicio de la libertad académica, existen numerosos ejemplos en que las universidades restringen la libertad de sus académicos sin sufrir presiones externas. Al mismo tiempo, es posible que los profesores universitarios gocen de libertad y que la universidad que los alberga no posea mayor autonomía.

[cita tipo= «destaque»]Sería bueno que la propuesta del profesor Atria fuera revisada a la luz de estas consideraciones. Otros líderes de opinión también podrían apreciar que la autonomía universitaria no equivale a completa independencia y que su contenido específico siempre está siendo renegociado a propósito del debate acerca de implementación de las políticas públicas sectoriales.[/cita]

Las estructuras de gobierno universitario pueden ser muy distintas cuando se enfatiza una u otra. Cuando se asigna mucho valor a la libertad académica, se desarrollan formas de gobierno democrático y participativo en que la legitimidad de las decisiones se funda en que ellas son adoptadas en instancias colegiadas y participativas. Cuando ella se valora menos que la autonomía institucional, el gobierno universitario tiende a profesionalizarse y propende a adoptar modelos de gestión gerenciales, que concentran la toma de decisiones en autoridades unipersonales. Evidentemente, se trata de patrones ideales que – en la práctica – proyectan el desarrollo e implementación de modelos mixtos.

Otro nudo crítico en esta relación es el alcance de la autonomía universitaria. Berdahl distingue entre autonomía substantiva y procedimental. Mientras una se entiende como el poder de las universidades para decidir corporativamente sobre sus objetivos y líneas de trabajo, la otra se refiere a la facultad que estas instituciones poseen para determinar los medios que serán utilizados para el logro de tales objetivos. Usualmente, la autonomía procedimental también conlleva la potestad de determinar si esos objetivos han sido alcanzados.

Es interesante constatar que los gobiernos que adoptan la filosofía de la Nueva Gestión Pública propender a expandir la autonomía procedimental de las universidades, afectando con ello su autonomía sustancial. Frecuentemente, los gobiernos encomiendan a las agencias públicas que implementen instrumentos de política e incentivos que priorizan particulares demandas, visiones, intereses o valores dentro de las universidades. Es usual que eso afecte sus agendas estratégicas y sus prioridades de corto plazo. Este estado de cosas ha sido determinante para que la autonomía vaya siendo observada también como la libertad de emprender que asiste a las universidades que operan en contextos competitivos.

Con estas ideas en mente, vale la pena volver a las proposiciones del profesor Atria. Sospecha, con razón, que autonomía institucional – en el sentido especial que él mismo le atribuye – y gobierno universitario están estrechamente vinculados. Eso le sirve para proponer un régimen de lo público organizado en base a dos criterios: ausencia de control propietario y un estatuto del académico que le asegure libertad. Impuesta la distancia del propietario y garantizado el derecho de los profesores, Atria apuesta por una reconfiguración de la autónomía universitaria para el caso chileno.

La fórmula, sin embargo, presenta flancos abiertos. Aún necesita establecer los alcances de la libertad que se garantiza a los académicos. ¿Cubre la libertad de cátedra, la definición de la agenda investigativa, la asignación del presupuesto y el ejercicio de derechos político-institucionales, o sólo parte de ellos? Se trata de una ecuación compleja que admite varias soluciones. Desde ya, es complicado discernir una sola formula capaz de subsumir tradiciones universitarias diversas y que, en ocasiones, presentan aspectos conflictivos. Particularmente, en el régimen de gobierno, la distribución del poder de toma de decisiones y los niveles de participación política de los académicos.

A su vez, el profesor Atria necesita determinar la función y rango de operación que poseerán los líderes y gestores universitarios en este nuevo régimen. Situada entre los profesores y los propietarios, la administración puede reconfigurar progresivamente el gobierno universitario, concentrando cuotas significativas de poder de decisión en desmedro de otros actores relevantes de la comunidad y atenuando el régimen de gobernanza compartida que Atria parece preferir. El modelo de la universidad emprendedora se orienta en esta dirección, a medida que refuerza la autonomía institucional pero sin una mayor protección de la libertad académica. ¿Será que Atria necesita las nociones de autonomía procedimental y sustantiva para avanzar hacia un modelo más complejo que sitúe el rol de los gestores y se haga cargo de la realidad de la universidad chilena contemporánea?

Atria plantea que, en su régimen de lo público, la autonomía ha de ejercerse fundamentalmente contra el propietario de la universidad. Aunque asume que ese propietario es privado, es difícil no tener en cuenta que existe una relación análoga entre el estado y sus universidades. Es importante recordar que la autonomía de las universidades tiende a ser reconocida en la ley. Ese reconocimiento, sin embargo, tiene un alcance limitado: no asegura que el estado deba poner a disposición de las universidades todos los recursos que ellas necesitan para actualizar la autonomía que se les reconoce. La ley chilena provee un ejemplo de lo anterior. Asegura que las universidades cuentan con plena autonomía en materias de académicas, administrativas y financieras. Procede de esa forma al modo de una enunciación, sin asociar a ella consecuencias concretas.

Finalmente, la propuesta del profesor Atria sitúa la autonomía como un atributo binario. Se goza de ella, o no, en cuanto se adscribe al régimen de lo público. Si no se garantiza esa autonomía, el régimen de lo público se desvanece. Ese carácter binario entra en conflicto con la noción de autonomía universitaria que asume la IAU. En esa mirada, la autonomía no se distribuye homogéneamente en todas las esferas del quehacer de las universidades. Al revés, se despliega en distinto grado a través de diferentes dimensiones. Como sintetizan Anderson y Johnson, eso explica que las universidades deban tolerar niveles variables de intromisión.

Si las universidades dependen del financiamiento público, la magnitud de los recursos asignados, la forma de su distribución y el tipo de instrumento de financiamiento configuran un escenario impuesto para las universidades, de que no pueden escapar. El nivel de autonomía suele ser mayor cuando se trata de la dimensión relativa a organización interna y la estructura de gobierno, pues los gobiernos no han encontrado una solución para acomodar estructuralmente la masificación de la matrícula dentro de las universidades.

Esa autonomía decae significativamente a la hora de definir el currículo, pues la normativa asociada a las profesiones reguladas y la influencia residual de gremios y las asociaciones disciplinarias son claves para la configuración de los planes de estudio de la mayoría de los programas de pregrado. Quizás la contratación de personal académico y profesional es la dimensión donde la autonomía se ejerce más plenamente. Con la excepción de las exigencias asociadas al estatuto de los funcionarios de las universidades estatales, este es un campo donde ha prevalecido la autodeterminación de las universidades ante la ausencia de directrices sobre las certificaciones académicas superiores.

Sería bueno que la propuesta del profesor Atria fuera revisada a la luz de estas consideraciones. Otros líderes de opinión también podrían apreciar que la autonomía universitaria no equivale a completa independencia y que su contenido específico siempre está siendo renegociado a propósito del debate acerca de implementación de las políticas públicas sectoriales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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