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Aquí somos todos iguales Opinión

Aquí somos todos iguales

Antonio López
Por : Antonio López Estudiante de Derecho de la Universidad de Chile
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Ya son virales las imágenes del público irrumpiendo en el escenario durante el concierto de La Polla Records. La banda española de punk tuvo que dar su espectáculo por terminado, después de que una horda de asistentes subiera a la plataforma, quitándoles el micrófono para reemplazar las consignas de la banda por las suyas propias. En su comunicado, los músicos se disculparon sin disimular la desilusión: “Lo intentamos todo, pero finalmente no pudo ser”.

Lo intentaron todo: no iban a dejarse amedrentar tan fácilmente, siendo parte de un género donde las subidas al escenario, más que comunes, son idiosincráticas. Y es que el espíritu igualitario del punk no puede sino rechazar las jerarquías injustificadas, sobre todo si ellas provienen de la maquinaria industrial de la música. De ahí la malentendida polera de Johnny Rotten: “Odio a Pink Floyd”. De ahí también los escenarios míticos puestos al nivel de la gente, sin elevaciones: aquí somos todos iguales.

Y cuando los conciertos peligraban, no eran inusuales las confrontaciones. Hay videos de Henry Rollins, de Black Flag, agarrando de la polera a quien osara acercársele, y diciéndoles a sus fanáticos que tomaran eso como lección de no interponerse en el camino del cantante. Dave Grohl salió a defender a Kurt Cobain cuando le llegó un puñetazo mientras tocaba. G.G. Allin, que llevó el punk hasta sus extremos más grotescamente irreconocibles, lo puso sin matices: “En mis conciertos, puedes desafiarme; pero vas a perder”.

Esta brutalidad tenía, en general, dos sentidos. Por un lado, resguardaba el interés común del concierto. Todos iban a ver a la banda tocar, y un buen cantante no podía permitir que un fanático descontrolado lo arruinara todo. Por otro, mantenía aquella igualdad estricta, ese culto al yo que permeaba todo el movimiento. Si querías llegar al escenario, podías hacerlo, pero tenías que ganártelo.

Totalmente distinto al panorama del otro día. Una turba no es una persona, y una invasión no es un desafío. A mí me parece que, en una fuerza cultural tan telúrica, tan política como el punk, cualquier acontecimiento importante refleja algún rasgo social. Tampoco creo que sea mera casualidad que a una banda extranjera le pasara esto en Chile, y le pasara en estas fechas.

Creo que la crisis sociopolítica que atravesamos es más grande que la caída del neoliberalismo; es el fin de la representación como la conocemos. ¿Qué más podemos creer, si ni siquiera estamos dispuestos a permitir que alguien critique al sistema en nuestro nombre? Parece que cada vez nos hace más falta ser nosotros mismos quienes estamos en la tarima.

Ya lo advertía Ortega y Gasset hace casi un siglo; él lo llamaba “rebelión de las masas”. Es la masa la que pasa a mandar, subvirtiendo los roles sociales y las jerarquías, por racionales que sean o beneficiosas que resulten. Ortega hablaba de la “invasión vertical de los bárbaros”. Es tenebroso lo literal que resulta el concepto para describir lo ocurrido el otro día.

Los años nos han dado razones de sobra para no comprarnos todas las consecuencias elitistas de estas ideas. Pero es importante plantearlas igual; porque nos hacen ver la profundidad de esta crisis que se nos revela ahora, y que no es solo nacional. Las elites injustificadas se deslegitiman y caen, como llevamos siglos esperando. Pero, de pasada, barremos con toda obra que no nos tenga como protagonistas. Los partidos políticos, tanto tradicionales como nuevos, patalean patéticamente tratando de no ahogarse en los tiempos. Los populismos abundan, porque le hablan al ciudadano de a pie. Los expertos no importan: Trump tuitea que el calentamiento global no puede ser cierto si hace frío.

Ya no es el tiempo de Ortega; es la época del Internet. El familiar desgobierno de las redes sociales nos exige sentirnos importantes constantemente: nos pone en el centro de la política, arrebatándonos la capacidad de organizarnos, y realizando así los miedos de Marx al anarquismo.

Byung-Chul Han, un agudo observador de las nuevas tecnologías, repara en cómo ellas nos han quitado la distancia, absolutamente necesaria para el respeto. Todos estamos encima constantemente y no hay líderes; lo único que queda es el enjambre, sin espíritu propio, y con él, la tormenta agobiante de opiniones inconexas. No debería sorprendernos que las frases gritadas al micrófono por quienes se lo apoderaron sean las mismas que proliferan en las redes sociales. Es ese enjambre el que se subió al escenario, el que eliminó la distancia, sin entender que respetar no es humillarse ante la superioridad del otro, sino engrandecerse ante la igualdad mutua, ante la igualdad de todos. Es reconocer la importancia del rol del otro y los intereses que compartimos, que nos hermanan.

Cuando a Ian MacKaye, el fundador de Minor Threat y Fugazi, le preguntaron qué era el punk para él, dijo con su sabiduría de leyenda: “Es el espacio libre, donde puedes crear lo que quieras”. Pero en medio del conglomerado enardecido no hay ni libertad ni espacio, y la creación es improbable. Al mismo tiempo que botamos los cimientos de la sociedad vieja, debemos pensar en lo que buscamos edificar. El narcisismo solo puede terminar en un nihilismo fácil.

Lo difícil es encontrar instancias de representación que de verdad funcionen; y quizás más difícil sea predisponernos, como sociedad, a aceptarlas. Si no, como a la banda española, solo nos esperan la derrota, la frustración, y las disculpas finales, incrédulas, a quienes esperaban más de nosotros: “Una puta pena”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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