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El fin de la segunda república oligárquica Opinión Intervención en Costanera Center, diciembre 2019

El fin de la segunda república oligárquica

Juan Ignacio Pérez Eyzaguirre
Por : Juan Ignacio Pérez Eyzaguirre Doctor en Historia y docente en la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile
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El viernes 18 de octubre de 2019 ardió el metro de Santiago, y con él ardieron también los cimientos de la segunda república oligárquica, que tan bien habían sido custodiados durante cuarenta y siete años, al punto que se creían inamovibles en el imaginario de buena parte de los chilenos.

Durante la Revuelta de Octubre, la furia popular se ensañó tanto con los símbolos del Estado como los de la élite política y económica. Los límites entre ambos eran difusos, y no siempre se sabía bien donde terminaba el primero y comenzaba la segunda; por esa razón, en las primeras semanas de noviembre las protestas se extendieron cada vez con mayor insistencia hacia el cono nororiente de la capital, el lugar físico donde habita precisamente el poder económico.

Quizás por esa misma razón, fue sólo cuando la revuelta tocó las puertas de sus barrios que una élite temerosa accedió a negociar in extremis una salida institucional. La relación de identidad entre el Estado y las clases altas quedaba expuesta ante el país, desnudando así el carácter profundamente oligárquico de la república.

No era la primera vez que quedaba en evidencia la estrecha identidad entre el Estado y las clases dominantes. A decir verdad, toda la historia de la república ha estado marcada por la existencia de dos fenómenos paralelos: por un lado, un Estado relativamente eficiente y que desde mediados del siglo XIX ha logrado extender e imponer sus términos en todo el territorio, y por el otro, la existencia de una oligarquía que ha utilizado a dicho Estado como mecanismo de dominación, con mayor o menor éxito según el período histórico al que se haga referencia. Desde una perspectiva histórica, denominaremos república oligárquica a los períodos en que esa simbiosis entre Estado y élite ha sido más fuerte, en contraposición a los momentos en que otros grupos sociales han intentado reordenar el aparato estatal y repartir cuotas de poder hacia el resto de la sociedad.

Existe cierto consenso en la historiografía en que el Estado chileno se configuró de manera relativamente temprana para los parámetros de América Latina, y ello le imprimió un sello muy particular a la política chilena durante toda la era republicana, ya que visto desde una perspectiva comparada, las capacidades estatales han sido históricamente mayores que en otros países vecinos. Ello no dice relación tanto con el tamaño del Estado y con los atributos formales que cada época le ha asignado a éste, sino con la capacidad para desplegar sus agentes por el territorio, hacer cumplir las normas legales y hacer funcionar de una manera relativamente eficaz al aparato burocrático.

Y paralelamente a ello, una segunda característica de la primera república oligárquica (1830-1925) que se proyecta hasta nuestros días es, precisamente, que se proyecta hasta nuestros días es, precisamente, la relación simbiótica entre dicho Estado y una oligarquía que lo utiliza para proyectar su poder sobre el resto de la sociedad. De hecho, el Estado decimonónico era altamente eficaz justamente porque estaba arraigado a la sociedad a través de los estratos dominantes de ésta, tanto a nivel nacional como -en particular- a escala local. Tal era así, que hasta la segunda década del siglo XX parte importante de los agentes estatales que se desplegaban a lo largo y ancho del territorio no eran funcionarios pagados sino notables locales que representaban ad honorem al Estado en los rincones más remotos de la república. Por ello, antes que hablar de un fenómeno de captura del Estado es mejor entenderlo como un proceso de desarrollo recíproco, en el que tanto la oligarquía como el aparato estatal tienden a reforzarse mutuamente en una relación simbiótica.

Tras el lento declive de la primera república oligárquica a partir de la década de 1920, el aparato estatal se fue convirtiendo gradualmente en un campo de lucha entre distintos grupos sociales, en una lucha por la democratización del mismo que se prolongó por casi medio siglo y que dio origen a lo que se ha denominado como “Estado de compromiso”, que era un reflejo de la correlación de fuerzas predominantes a mediados del siglo XX. Si bien la relación de identidad élite/Estado fue cuestionada radicalmente durante el gobierno de la Unidad Popular, lo cierto es que a partir de la dictadura militar y de los gobiernos civiles que la siguieron se produce una reformulación del viejo estado oligárquico bajo una forma distinta, pero que en esencia recuperaba la identidad histórica entre Estado y las clases dominantes.

El carácter destituyente de la Revuelta de Octubre, por tanto, no lo fue sólo en relación con la forma histórica que adoptó el Estado bajo el modelo social, político y económico del neoliberalismo sino, de manera más profunda, en relación con el carácter oligárquico de la república que reinstauraron la dictadura militar y los gobiernos que la sucedieron. Visto así, las prioridades frente al proceso constituyente se orientan no tanto a asegurar derechos sociales a toda la ciudadanía, ya que éstos serán letra muerta en el futuro si es que la estructura del poder político sigue siendo oligárquica. Más bien, el esfuerzo principal debe orientarse a desmontar lo máximo posible la institucionalidad oligárquica y construir una nueva estructura democrática que acabe de una vez con el poder de veto de las élites y establezca contrapesos al accionar de los tecnócratas que han sostenido desde el Estado el poder de las clases dominantes.

En definitiva, no es (solamente) la búsqueda de derechos sociales garantizados sino, más importante aún, la estructura y carácter del Estado lo que está en juego en este proceso constituyente. O dicho de otra manera el entierro de la segunda república oligárquica y su reemplazo por una nueva de carácter democrático, social y plurinacional.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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