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Intersticio: el agotamiento interpretativo de las izquierdas chilenas Opinión

Intersticio: el agotamiento interpretativo de las izquierdas chilenas

Javier Molina Johannes
Por : Javier Molina Johannes Investigador. Doctorando en Estudios Latinoamericanos
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Vamos rumbo a conmemorar los 50 años del Golpe de Estado, y las izquierdas aparentamos tener un agotamiento interpretativo. A pesar de la derrota electoral del cuatro de septiembre recién pasado, dicho momento no es un acabo de mundo, dado que la votación de izquierdas fue importante y, claramente, no todo el rechazo se identifica de derechas –sin lugar a dudas, muy por debajo del porcentaje obtenido–. Probablemente, los análisis al respecto todavía dan para un buen rato. Lo que no cabe duda es que todavía hay batallas –muchas– por disputar, la guerra parece infinita e infinitesimal. Encauzar las banderas de las izquierdas, y no perder los horizontes para crear un bloque fortalecido.

¿Acaso Jaime Guzmán habría sido el último intelectual de la política chilena? No se puede seguir viviendo en/de sus ruinas y disputando la conducción del proyecto chicago-gremialista, ahora condimentado con la revitalización de los valores tradicionalistas. El último plebiscito no puede marcar un antes y un después tan brutal, a pesar de su importancia, no podemos empantanarnos ahí. En ese sentido, acaso solamente podemos recurrir a los escapes populistas. No será, quizás, que aún añoramos la batalla por el sentido común, la disputa directa por nuestras almas.

Parece que todavía estamos a la espera de que el barómetro de la moralización izquierdizante se autodestruya para poder producir un nuevo pensamiento, una nueva táctica, un nuevo horizonte estratégico. Y no es que no existan iniciativas; claramente, las hay. Pero todavía escasean y, lamentablemente, al Enemigo le cae dinero directo del cielo para sus producciones. Acá todavía no tenemos mecenas y, probablemente, jamás tendremos. Se construye a pulso, como las tomas de terreno –no las vip, obviamente–. Esas mismas que después, misteriosamente, son quemadas, al menos hasta que el Partido del Orden, de verdad, quiera resolverlo con políticas de vivienda digna y mejoramiento de las condiciones laborales –y vitales en su conjunto– de los sectores populares.

En fin, la problemática sería cómo un sujeto nefasto, como A. K., es inventado por el Enemigo para escribir y, desde una Fundación de poca monta, vociferar un discurso añejo, que todos/as/es pensamos que se estaba por terminar. Como un milagro viene a comentar lo mismo que otros en su propio sector habían sepultado, tratando de reconstruir un horizonte de sentido divergente, o al menos maquilladamente distinto. En cualquier caso, funciona, gracias a la apasionada promoción que desde la editorial del periódico con nombre de planeta repite lo mismo que dicen algunos cuantos en Estados Unidos, en Italia, en Argentina, en Paraguay, y ahora también en Ecuador y El Salvador; esperamos que no sigan diciendo lo mismo. Por último que tengan la dignidad de territorializar un poquito el cuento. Sin embargo, la gente compra, los libros se venden, se piratean, circulan por las distintas calles de nuestros centros neurálgicos. Desde la megalópolis hasta las capitales regionales y, posiblemente, también lo veamos descargado en computadores periféricos. En muchos de esos hogares que el cuatro de septiembre salieron a rechazar la innovadora propuesta que producía un otro pueblo. Ese discurso, el del sr. K., se presenta como novedoso, pero defiende lo existente, lo que estaba por extinguirse: ¿y qué? –preguntarán muchos–. Que las mayorías siguen siendo postergadas, porque el pepito paga doble jamás resulta. Quizás en otras ciudades funcionaba, aunque lo dudo. Que el capitalismo popular fue, es y será una farsa: no somos dueños/as del lugar que habitamos, menos vamos a serlo de alguna empresa donde invierten nuestros escasos fondos de pensiones. Señoras, señores, la propuesta neoliberal nos ha llevado directo al fracaso existencial.

Nuestra intelectualidad parece haberse agotado, el proyecto noventero se acabó. Y bien está eso, no lo negaremos. Todavía está por emerger nuestra nueva organicidad, ese pueblo que tanto se ha manoseado desde la revuelta de octubre 2019. Ese pueblo todavía –no, no busca dirección– está a la espera de su propia producción intelectual. No requiere cabeza más que sus propios brazos pensantes. Y como nos interpelan desde las derechas, si no apuramos la marcha nos quitarán nuestras posibilidades y nos convertirán en extremistas –como ya lo hicieron otras veces– y se autoproclamarán como salvadores de la catástrofe. Esa, que, precisamente, esos sectores procuran producir para emerger como salvíficos de un horizonte sin sentido. Ese mismo que su queridísimo Jaime propició hace medio siglo. Jaime que siempre vivió entre cemento no podía crear otra cosa: una democracia acorralada, sin horizonte, sin pasado. Un mundo que aparenta ser atemporal, sin mar, sin montañas, sin bosques, sin desierto; en fin, sin perspectiva, sin paisaje. Ahí sobrevivimos, dentro de una democracia contra-revolucionaria, sin pasiones, desafectada.

Ahora bien, desde las izquierdas requerimos seguir cultivando la disputa, el conflicto profundamente ideológico, algo que sabemos hacer desde nuestros inicios. Enfrentar al Enemigo es crear, necesariamente, un nosotros/as/es, producir pueblo. Los pueblos no provienen del más allá, se hacen acá y ahora, como bien enseñan las revueltas. Ellas son momentos propicios para que se produzca. Por eso, muy alejada de las perspectivas hegemónicas de que el pueblo se manifestó, no. El pueblo se produce. Chile nunca despertó, porque no podemos salir de la somnolencia mientras no exista: ¿qué es (un) Chile? ¿En qué medida podemos desvanecer nuestra subjetivación neoliberalizante? ¿De qué forma romper micropolíticamente las estructuras del neoliberalismo a la chilena? ¿Cómo producir un pueblo sepulturero de sí mismo? Uno que autoconstruya –como bien sabe hacerlo– su nuevo sentido común, la música urbana está dando una buena lección.

El agotamiento intelectual de las izquierdas, la precariedad hermenéutica de nuestro bloque. No puede ser –aunque es– que hasta el día de hoy el anticomunismo sea aglutinador de las clases dominantes. No puede ser –aunque también sucede– que no aprendamos suficiente historia(s) política(s), para aprehender que la masividad tiene que también volverse cualitativa. No sirve la mera cantidad –y ha quedado demostrado–, porque la potencia revoltosa es apropiable, siempre lo ha sido, y ya lo sabíamos desde cuando se expuso la importancia del mito político. Brasil, con el proceso de asunción de Bolsonaro y su (des)gobierno, nuevamente, tiene mucho que exhibir y enrostrarnos. De ahí en más, es estupidez nuestra no percatarnos: cumplimos con recordarlo.

El momento populista está abierto, viene cultivándose hace un rato, un buen rato. Muchos y muchas lo intuyen, pero poca gente lo quiere señalar. Es como la crisis económico-política, está latente y se profundiza, hasta que, como si no quiere la cosa, estalla. Así le pasó a Hungría, así sucedió en Brasil, y en tantos otros lugares. No somos pesimistas, tampoco esperanzadas. Los flujos y reflujos son así, hay que aprender de esta pequeña derrota electoral y recomponerse rápidamente, seguir construyendo como un encarcelado sardo. En fin, hacer política materialista, construir pueblo, devenir-común, aprehender y recomponer el alma popular.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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