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Septiembre y la sombra de la primavera Opinión

Septiembre y la sombra de la primavera

Gabriel Gaspar
Por : Gabriel Gaspar Cientista político, exembajador de Chile en Cuba y ex subsecretario de Defensa
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En este cuadro, el Gobierno no tiene mayor injerencia en el proceso. Lo mismo puede decirse de la mayoría de la sociedad, amén del proceso de enmiendas que concluyó con una hemorragia de iniciativas que perturba el propósito consensual cautelado por los expertos. Al final, la responsabilidad del texto que se le proponga a la ciudadanía recaerá en el propio Consejo Constitucional.


Desconfianza generalizada en las instituciones, crispación del debate, predominio del atrincheramiento en los partidos, Gobierno debilitado, estancamiento económico, grave deterioro de la seguridad interior, son, entre otros, los rasgos de la actual coyuntura.

Este es el clima en el cual el país inicia su segundo intento de debate constitucional. Si entendemos a la Constitución como una formalización del pacto social, donde se definen las normas para elegir a las autoridades, cómo se ejerce el poder y, sobre todo, donde se explicitan los derechos y deberes de los chilenos, nace la interrogante respecto del animus que hoy domina a nuestra sociedad.

Si sumamos a lo anterior lo que denominamos “fatiga constitucional”, que impregna a buena parte del electorado, el diagnóstico es reservado. El cuadro clínico de Chile muestra síntomas de alerta. ¿Sanaremos en primavera?, una primavera que se inicia con septiembre y el recuerdo de medio siglo de la tragedia, con heridas que no cierran y con versiones opuestas que vuelven a enfrentarse: más aún, recobran nuevos bríos, produciéndose retrocesos respecto a los avances de reencuentro construidos en el pasado reciente.

Asumamos dos hechos inevitables: no estamos en el mejor momento para debatir cuál debe ser la organización institucional del país para las próximas décadas. Poco se ve en los primeros aprontes el sueño de una casa común, a diferencia de la transversalidad que apoyó el proyecto elaborado por los expertos, pero si bien no estamos en el mejor momento, no hay otro y será en estas condiciones en las cuales se desplegará el segundo esfuerzo constituyente.

En este cuadro, el Gobierno no tiene mayor injerencia en el proceso. Lo mismo puede decirse de la mayoría de la sociedad, amén del proceso de enmiendas que concluyó con una hemorragia de iniciativas que perturba el propósito consensual cautelado por los expertos. Al final, la responsabilidad del texto que se le proponga a la ciudadanía recaerá en el propio Consejo Constitucional.

La redacción de una nueva Carta Fundamental es, indudablemente, una tarea de corte estatal. No es una barricada para reafirmar posiciones de solo un sector de la sociedad, como desgraciadamente ocurrió en el fallido primer intento. Se trata de diseñar la arquitectura básica del Chile que queremos para las próximas décadas. Como todo acto estatal, sus protagonistas deben tener como brújula el Bien Común Nacional, que, por cierto, se base en nuestra historia, busque resolver las dificultades y carencias del sistema y garantice, a la vez, el mejor bienestar para la población.

No serán momentos fáciles los que nos esperan en los meses siguientes. Es probable –todo indica que así será– que el debate nacional se torne más ríspido y cada vez más vinculado al día a día.  En ese clima, la brecha entre representantes y representados puede ahondarse y, con ello, deteriorarse la legitimidad del sistema en su conjunto, no de cualquier sistema, sino de la democracia republicana que hemos construido los chilenos, superando momentos más difíciles de nuestra historia reciente.

Mayor aún será entonces la responsabilidad del Consejo Constitucional, no solo en cuanto a su producto sino también en su proceso. De lo contrario, la sombra de un nuevo rechazo, ahora de diverso contenido del primero, puede volver a demostrar que las elites no sintonizan con la mayoría de la población.

Se equivocan quienes piensan que con ello se resiente la legitimidad de un sector, porque todo indica que la brecha entre elites y ciudadanía se ahondará. Sin lugar a dudas seguirá existiendo legalidad, pero con una adhesión muy baja de parte de la población. Un sistema donde los ciudadanos solo ven querellas interminables en las cúpulas, lo empuja al descreimiento y al escepticismo, base propicia para la emergencia de todo tipo de populismos, amén de un ya conocido individualismo desafecto de la cosa pública.

La responsabilidad de Estado plantea una vieja disyuntiva de la política: ¿se gobierna para los partidarios o para toda la ciudadanía? En un sistema democrático compiten los partidos por interpretar a la ciudadanía, le ofrecen legítimamente programas de gobierno que orientarán su quehacer durante su delimitado mandato. Es perfectamente natural que en su gestión intente llevar adelante su programa y deba, para ello, obtener la aprobación del Congreso y respetar celosamente el cumplimiento de la Constitución.

Un Gobierno, cualquiera sea su ideología, debe ajustarse a la norma constitucional. Todo Gobierno está acotado también por el tiempo concreto de su duración y tiene normas claras para el ejercicio de su responsabilidad. Una Constitución no tiene plazos y solo se puede modificar en la forma que ella misma establece. De allí, la necesaria visión estatal que deben tener los responsables de su redacción.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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