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Corazón de jazzista ocasional Opinión

Corazón de jazzista ocasional

Juan Guillermo Tejeda
Por : Juan Guillermo Tejeda Escritor, artista visual y Premio Nacional "Sello de excelencia en Diseño" (2013).
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Yo pienso por ejemplo en Fats Waller, pianistas tipo showman, o en unos que había en Budapest, unos viejos resecos con las manos maravillosas y ágiles en un ambiente de cerveza, vino, señoritas de pechos imponentes sirviendo las mesas y grupos alegres. Un piano es como una orquesta, lo tiene todo, puede ser tremendo, sutil, emotivo, rítmico, lo que le echen. Bueno, el tecladista talentoso se llama Santiago Monroy.


Hago un breve vuelo rasante por las noches del jazz, es que el jazz ha sido para mí siempre un empeño lateral aunque persistente, muy de aficionado esporádico, desde que mi padre, tendría yo unos ocho años, me llevó una tarde a un club de jazz que quedaba por la calle Agustinas poco más al oriente del Teatro Municipal si mal no recuerdo, lo dirigía el baterista Lucho Córdova, que no era el actor del mismo nombre, y tengo grabada en algún lugar de mi mente la foto o el clip de cuando nos sentamos en el suelo, había alfombra de pared a pared, y empezaron los músicos a armar al sonido y luego a improvisar en solos, lo que me dejó muy impresionado, mi padre se reía un poco burlón de la gente que llevaba el ritmo con los dedos, y desde entonces empecé a entender y a explorar en casa su colección de vinilos, ahí estaban Fats Waller, Louis Armstrong, Duke Ellington, Count Basie, los primeros blues… en fin, un mundo al que entré entonces, y sigo dentro ahora con mi propia colección de vinilos tantas veces escuchados.
El club Zócalo, en la calle Merced, es un subterráneo al que se llega por unas escalitas dark, y tiene algo del ambiente de tugurios jazzísticos, los últimos que frecuenté fueron dos en el barrio de Gràcia en Barcelona, salitas ocultas para unas cien personas donde se sigue practicando el ceremonial jazzístico. En el Zócalo hay un anfitrión que se llama Pancho López, él es ahí un factótum que canta canciones melódicas, hace de presentador, ordena las mesas, hay también en el local una barra en modo botellas retroiluminadas al blue y un breve escenario, el público está compuesto de jóvenes jazzistas que esperan su turno para participar en la jam session. Está bien de este Zócalo que no tratan de embutirte comida. El primer segmento estuvo a cargo de la cantante Andrea d’Arriarán, que parece que fuera un nombre artístico, ella canta cosas tradicionales y usa el scat con mucha armonía o voz argentina que le llaman y que puede ser un poco enervante, es el problema de quienes siendo hispanoparlantes apoyan el jazz con la voz y deben cantar en inglés, o sea no en lo propio, haciendo gala todo el rato de ser muy espontáneos que sería el toque jazzístico, nunca funciona del todo. Supongo que Andrea aportó algo al problema de la perspectiva de género que es compleja en el caso del jazz, es que los jazzistas fueron históricamente chicos rudos de origen modesto, afroamericano casi siempre, en ambientes de tugurio y whisky ilegal en tiempos de la prohibición en los Estados Unidos, por ejemplo Earl Hines ha confesado que tocaba música para jefes de la mafia o de los gansters, y a veces había balazos o matanzas pero que él no preguntaba, estaba a cargo del piano, y en situación parecida se encontraron a veces Louis Armstrong o Duke Ellington. Había chicas, sí, normalmente cantantes.
Otro tema es el cigarrillo, cuya humareda era parte de un buen club de jazz y hoy eso no se considera saludable ni legal. Bueno, los jazzistas que me tocó ver en esta breve incursión nocturna son sobre todo buenos chicos que desayunan cereales, a veces se ponían un poco no sé como decirlo, dodecafónicos o atonales o insistentes en la tocata, son cosas modernas, me llamó la atención por su energía, inventiva y talento un tecladista que se dice ahora, porque tal como las guitarras han pasado a ser eléctricas ya nadie toca el piano, es más portátil un teclado… una pena ya que soy muy sensible a las notas del piano y si no hubiese sido tan torpe y de tan mal oído me hubiese dedicado, me hubiera gustado ser pianista de bar, de esos que tocan de todo un poco, como los que van al bar Don Rodrigo, o sea un pianista no de concierto sino un amenizador, esos de las antiguas películas del Oeste que dejaban de tocar cuando entraban los chicos malos y se ponían a repartir balazos, y cuando sacaban los cadáveres volvían animosamente al teclado.
Yo pienso por ejemplo en Fats Waller, pianistas tipo showman, o en unos que había en Budapest, unos viejos resecos con las manos maravillosas y ágiles en un ambiente de cerveza, vino, señoritas de pechos imponentes sirviendo las mesas y grupos alegres. Un piano es como una orquesta, lo tiene todo, puede ser tremendo, sutil, emotivo, rítmico, lo que le echen. Bueno, el tecladista talentoso se llama Santiago Monroy.
Pero bueno, mi corazón de jazzista ocasional y disperso no se entendería sin lo que me mostró y me regaló durante muchos años mi brother Jaime, que hoy vive en Amsterdam junto al Prinsegracht, un canal donde se fue a suicidar Chet Baker en 1988. Jaime lo sabía todo de jazz, se movía con naturalidad por los pasadizos y laberintos del sentimiento, del vacío, de la plenitud, además me regaló joyas en vinilos dobles, a él y sólo a él le debo las felicidades que he experimentado tantas veces con Charlie Mingus, el Modern Jazz Quartet, Bill Evans, Gerry Mulligan, Sonny Rollins, Miles Davies, Keith Jarret y tantos otros, así como la prohibición de escuchar por ejemplo a Santana: ¡Santana no! Yo voy haciendo lo que puedo. ¡Vamos ya, Plata!
* Esta columna de opinión fue originalmente publicada en el Facebook de Juan Guillermo Tejeda. Ver AQUÍ 
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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