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El peso de la corrupción Opinión

El peso de la corrupción

María Soledad Alonso Baeza
Por : María Soledad Alonso Baeza Abogada de la Universidad Diego Portales. Diplomada en Compliance y Buenas Prácticas Corporativas de la PUC. Consultora de cumplimiento normativo y gobiernos corporativos en RAM Abogados. Docente en diplomados de varias universidades.
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En el caso Convenios, como es costumbre arraigada en nuestras autoridades –de todos los sectores y colores políticos– cuando los hechos salen a la luz y son conocidos por la opinión pública, se hacen declaraciones morales altisonantes y la primera reacción es negar “cualquier delito mientras no se investigue y se esclarezcan las responsabilidades”, pasando por alto que la corrupción es más amplia que la tipificación de un delito.


A casi dos meses desde que estallara el escándalo del caso Convenios –en lo que parece ser una caja de Pandora–, hemos sido testigos del lamentable descenso de la probidad en nuestro país, cuestión que viene sucediendo desde hace tiempo, sin que logremos encontrar un camino de retroceso a nivel de corrupción. En efecto, de acuerdo con el último Índice de Percepción de la Corrupción 2022, publicado por Transparencia Internacional (TI), Chile se encuentra estancado en 67 puntos desde el 2017, superado en la región por Uruguay.

En el caso Convenios, como es costumbre arraigada en nuestras autoridades –de todos los sectores y colores políticos– cuando los hechos salen a la luz y son conocidos por la opinión pública, se hacen declaraciones morales altisonantes y la primera reacción es negar “cualquier delito mientras no se investigue y se esclarezcan las responsabilidades”, pasando por alto que la corrupción es más amplia que la tipificación de un delito. Así, de acuerdo con TI la corrupción en términos generales es el abuso del poder para beneficio privado. Luego, las irregularidades, las malas prácticas, los actos reñidos con la ética y los conflictos de intereses mal gestionados pueden ser tan perjudiciales como los delitos de corrupción.

En este contexto, cuando los hechos sobrepasan las declaraciones de las autoridades llamadas a rendir cuenta a la ciudadanía, comienzan las primeras renuncias, las declaraciones contradictorias, ministros que se aferran a sus cargos sabiendo que, al menos, sobre sus hombros pesan responsabilidades políticas, anuncios de comisiones de probidad y transparencia, intervenciones del contralor de la República tales como que “la corrupción va mutando en el tiempo… este es un virus que tiene nuevas variantes…”, declaraciones del ministro de Justicia –tratando de apagar incendios– admitiendo la corrupción, las primeras formalizaciones por delitos graves como lavado de activos, fraude y estafa contra el fisco, etc.

Ya van más de 30 fundaciones en la mira del ente persecutor y se culpa a la laxitud de las normas para constituir este tipo de organizaciones y a la negligencia u omisión de las autoridades a cargo de fiscalizar el uso de recursos públicos transferidos vía trato directo a estas organizaciones –que debieron ser licitados por concurso–, proponiéndose leyes para mejorar la institucionalidad. No cabe duda de que se debe revisar la legislación, pero la pregunta que aquí surge es: ¿por qué necesitamos leyes para hacer lo correcto? Una o mil leyes no cambian la cultura arraigada de opacidad, falta de transparencia y de rendición de cuentas respecto a los fondos públicos que son de todos.

Si no queremos seguir estancados en materia de percepción de la corrupción o descender en el puntaje alcanzado hasta ahora, entonces gobierno y oposición, incluyendo a los empresarios, las empresas privadas, las organizaciones civiles y el ciudadano de a pie, deben realizar un esfuerzo conjunto con mirada de largo plazo para combatir este nefasto flagelo. De lo contrario, permitiremos que el tejido social se erosione cada vez más, se ponga en jaque la democracia y las bases del Estado de Derecho y la corrupción siga anidando en nuestra sociedad con las consecuencias brutales que todos conocemos. Y será, como siempre, el sector de la población más vulnerable el primer perjudicado, puesto que cada vez que se desvían fondos públicos para fines particulares, cada vez que se abusa del poder para beneficio particular, se deja de invertir en salud, educación, vivienda y otros servicios básicos, lo que aumenta la brecha de desigualdad. Se captura al Estado en beneficio particular y les damos cabida a las organizaciones criminales, al lavado de dinero y al narcotráfico, ahuyentando inversionistas que hasta ahora nos ven como una jurisdicción seria y con certezas jurídicas razonables para invertir.

Ahí, la corrupción finalmente la pagaremos todos.

Tomémosle el peso de una vez.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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