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La cuestión de la fiesta: la Unidad Popular, las revueltas y la pregunta por el después Opinión

La cuestión de la fiesta: la Unidad Popular, las revueltas y la pregunta por el después

Sergio Villalobos-Ruminott
Por : Sergio Villalobos-Ruminott Profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Michigan, Estados Unidos
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La Unidad Popular no es solo el gobierno de Salvador Allende, ni se reduce a las acrobacias políticas de los partidos de izquierda, es también el momento de una irrupción demótica asentada en la posibilidad de una experiencia colectiva del goce, posible solo por la suspensión temporal de la estructura culpógena del contrato social.


En un artículo reciente, publicado el 13 de septiembre en El Mostrador, Mauro Basaure desarrolla una lectura crítica del libro de Rodrigo Karmy titulado Nuestra confianza en nosotros (El fantasma portaliano 2). En dicha lectura Basaure remite la interpretación de Karmy, relativa a la Unidad Popular como fiesta del pueblo, a una larga y soterrada tradición de interpretaciones que habrían visto al gobierno de Salvador Allende como un periodo de catarsis y felicidad colectiva, inédito en la historia nacional.

Pero Basaure no solo inscribe la interpretación de Karmy en este contexto general en el que la complejidad histórica de la Unidad Popular es leída más bien desde el punto de vista de la fiesta y no desde la tragedia, sino que sugiere que la interpretación de Karmy no solo es poco novedosa (salvo su inclinación anarquista) sino que evita además pensar el problema complejo de la responsabilidad política, tanto en el contexto de la Unidad Popular como en el contexto de las recientes revueltas sociales.

El segundo elemento importante en la lectura de Basaure consiste, por lo tanto, en lo que él mismo insinúa bajo esta inclinación filoanarquista. En efecto, esta inclinación le impediría a Karmy salir del momento de autosatisfacción festivo, relativo tanto a la Unidad Popular como a las recientes revueltas, y asumir el momento del “después”, esto es, el momento en que las revueltas deberían dar paso a un proceso político y racional de articulación de una propuesta constitucional e institucional que pudiese capitalizar las aspiraciones de las mismas revueltas.

En otras palabras, junto con su deriva anarquizante, Karmy sería culpable de una falta de responsabilidad política, al ser incapaz de pensar en procesos de consolidación institucional de las mismas luchas sociales. Para usar una figura rancièriana, diríamos que Karmy parece quedar atrapado en el momento del desacuerdo, resistiéndose a confrontar la tarea de encontrar formas institucionales y de gobierno que lograsen perpetuar avances sociales y profundizar nuestra precaria democracia neoliberal. Basaure de hecho lo dice así:

“El libro es trasgresor, inteligente, brillante, plantea una nueva vuelta a un tema conocido, pero de qué sirve eso si al final no ayuda más que a mirar con buenos ojos, como herencia, la revuelta por venir hasta que se esfume y deje, tras de sí, no solo muertos y heridos, sino además una nueva restauración conservadora. El libro de Karmy es, sin duda, filoanarquista. De acuerdo, no es deseable que líderes y partidos de izquierda se monten sobre masas movilizadas para luego, una vez en el poder, las desmovilicen y pongan bajo control; fórmula conocida de procesos revolucionarios. Pero tampoco lo es que la fiesta no logre devenir institución y perdurar, y arriesgue solo repetir el drama”.

Se podrían contestar estas objeciones mediante argumentos puntuales: el primero tendría que reparar en la condición singular de la fiesta que opera como criterio de interpretación de la Unidad Popular, precisamente porque no se trata de una fiesta en un sentido convencional o fenoménico, sino de la fiesta entendida como una experiencia epifánica que interrumpe el círculo mítico que organiza nuestro saber.

La referencia de Karmy no radica entonces en la tradición de estudios históricos, políticos y sociológicos que piensan la Unidad Popular como momento de felicidad colectiva y de total identificación entre el gobierno y el pueblo; sino que su tematización de la fiesta como experiencia de epifanía se dirige contra la configuración de la mitología como operación de tecnificación del mito, tal cual es desarrollada por Károly Kerényi y por Furio Jesi. 

Pero ¿qué significa entender la fiesta ya no como proceso de identificación entre el pueblo y el líder sino como interrupción de la máquina mitológica del Estado moderno? En este punto se podría sostener que la larga y soterrada tradición a la que alude Basaure sigue pensando la condición festiva de la Unidad Popular alojada al interior del teatro soberano moderno, un teatro sostenido por la máquina mitológica del contrato social y sus formas jurídicas e institucionales; mientras que, para Karmy, la festividad inherente a la Unidad Popular refiere precisamente al momento en que esta desborda el escenario del teatro soberano y capitaliza la debilidad puntual del aparato gubernamental que el mismo Karmy ha tematizado bajo la figura del fantasma portaliano.

Subsumir la interpretación de Karmy a la tradición festiva y todavía representacional que lee la Unidad Popular como intensificación del proyecto nacional-popular es ignorar el estatuto crítico de la fiesta en su trabajo. Siempre que la fiesta está vinculada con el momento en que la lógica soberana del orden jurídico e institucional es interrumpida por una práctica de resistencia y de suspensión del consentimiento espontáneo (o de la transferencia de autoridad), que suspende a su vez el tiempo histórico en el que se inscribe la política convencional. 

En este sentido, la Unidad Popular no es solo el gobierno de Salvador Allende, ni se reduce a las acrobacias políticas de los partidos de izquierda, es también el momento de una irrupción demótica asentada en la posibilidad de una experiencia colectiva del goce, posible solo por la suspensión temporal de la estructura culpógena del contrato social.

De la misma manera, las revueltas sociales recientemente acaecidas en el país –las que, habría que decirlo, repiten la lógica de la irrupción demótica que caracterizó tanto las luchas contra la dictadura de los años 80 como las sucesivas luchas estudiantiles y sectoriales de los últimos años—, no son simples actos irresponsables orientados a alterar el orden democrático y la gubernamentalidad ejemplar del excepcionalismo chileno, sino manifestaciones de una práctica de desujeción y de insubordinación que tiene como contenido fundamental la afirmación de la vida más allá de las restricciones e imposiciones sacrificiales del régimen neoliberal. Desatender este complejo entramado y acusar a Karmy de irresponsabilidad no es sino una clásica transferencia de culpa.

De igual modo, la falta o ausencia de una reflexión sostenida sobre el momento del después, no tiene que ver tanto con la irresponsabilidad o el filoanarquismo de Karmy, sino con el hecho de que el libro no tematiza este problema en particular, o, mejor aún, al libro no le interesa pensar en cómo consolidar institucionalmente las demandas sociales, pues prefiere concentrarse en una disputa interpretativa en torno a la temporalidad de la fiesta, esto es, en torno a los vínculos imaginales de la Unidad Popular con las recientes revueltas.

En última instancia, lo que vincula a la fiesta de la Unidad Popular con las revueltas no es sino una experiencia de desujeción respecto al aparato jurídico-mitológico de la gubernamentalidad moderna, siempre orientada a contener, normalizar y optimizar a los pueblos, convirtiéndolos en poblaciones y en capital electoral. El llamado filoanarquismo de Karmy, lejos del anarquismo histórico y de sus programas de resistencia y sublevación, tendría que ver, cuestión que Basaure parece desapercibir, con la sustracción de la imaginación desde el horizonte de la política articulada por la lógica del fundamento y por la estructura sacrificial derivada de la noción convencional de responsabilidad.

En otras palabras, se requiere ser absolutamente responsable para poder escribir con este grado de irresponsabilidad respecto a la imaginación, la revuelta y la festividad.

Sin embargo, esto no significa que el problema planteado por Basaure sea irrelevante o artificial. Por el contrario, la pregunta relativa a cómo avanzar desde el momento de la irrupción demótica, de la fiesta o de la revuelta, hacia una práctica de institucionalización capaz de consolidar y defender las mínimas conquistas de las luchas sociales, demanda una reflexión sostenida que debe poner atención a, por lo menos, dos elementos fundamentales:

Por un lado, necesitamos una comprensión histórica y genealógica del contrato social y de su funcionamiento, en términos nacionales y continentales, para comprender los límites efectivos del reformismo jurídico y las similitudes y diferencias entre la política liberal y su rearticulación neoliberal. Por otro lado, necesitamos una concepción crítica tanto de las instituciones como de las formas constitucionales; una concepción que nos permita desplazar su articulación mítica y transhistórica para establecer una relación pragmática y funcional con la ley y las instituciones, entendidas ahora ya no como mojones soberanos e inalterables, sino como instancias imperfectas o defectivas (como indica Jacques Lezra) y como prótesis al servicio de la felicidad (como señala Deleuze).

En este sentido, si bien es cierto que la pregunta de Basaure permite pensar la problemática inescapable relativa a una teoría de la ley y de las instituciones abierta a las prácticas destituyentes y a las formas históricas de imaginación; también es cierto que sus inquietudes cierran esta problemática desde el punto de vista de la razonabilidad política y de su supuesta responsabilidad, volviendo a sacrificar el potencial imaginal y destituyente de las prácticas sociales de resistencia, a las transacciones juristocráticas propias del capitalismo parlamentario contemporáneo.

Quizá esta sea una buena excusa para pensar las mutaciones históricas de la soberanía, de la política y de las instituciones; y en este sentido, la contribución de Karmy se muestra no solo como pertinente sino también como una intervención absolutamente responsable y comprometida con la radicalidad del problema que confrontamos en la actualidad. 

 

 

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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