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Esos mocosos: sobre la pérdida del miedo y el retorno de la política Opinión

Esos mocosos: sobre la pérdida del miedo y el retorno de la política

Matías Sepúlveda Zurita
Por : Matías Sepúlveda Zurita Estudiante secundario
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Los mocosos no vivieron ni desapariciones, ni torturas, ni las balizas de la Central de Informaciones relatadas con la urgencia de Sergio Campos. No son hijos de Pinochet. A duras penas podrían ser sus nietos. ara los mocosos, todo lo anterior pareciera no tener sentido alguno, pues todo aquello carece de esa justificación que entregaba la cruda experiencia del autoritarismo. En los mocosos no hay tales limitaciones. En los mocosos no existe el miedo. Para ellos, el descontento no es algo que contener, es algo que debe plantearse. Se entiende -o se intuye, se tiene esa “certeza confusa”- que la expresión de un disenso es la esencia de una verdadera democracia. Que a las instituciones hay que hacerlas funcionar, que a los representantes no hay que dejarlos hacer simplemente. Esa es la transformación radical.


¿Acaso existe cosa más adolescente que la rebeldía?

En su ensayo El hombre rebelde (1951), Albert Camus afirma que el acto de rebeldía siempre guarda en sí mismo tanto una negación como una afirmación. La negación, nos dirá, señala un quiebre, un punto de inflexión entre una individualidad y un orden en el que esta se encuentra sumida y que le resulta insoportable. Es un divorcio entre la persona y el mundo tal y como se encuentra configurado -y la manera en la que a través de dicha configuración opera. “¿Cuál es el contenido de ese no?”, se preguntará el autor. ”Significa que las cosas han durado demasiado”. La afirmación, por su parte, es anhelo de cambio, del fin de ese estado de las cosas que no se tolera, o mejor, que no se tolera más. Es, además, reivindicación de nociones o valores, opuestos a los que se encuentran instalados los cuales sirven como fundamento y ejes del modelo de sociedad establecido y que, por tanto, sufren también de la impugnación. “Así -dirá Camus- el movimiento de rebeldía se apoya, al mismo tiempo, en la negación categórica de una intrusión considerada intolerable y en la certeza confusa de un derecho justo, más bien la impresión del hombre en rebeldía de que tiene derecho a…”. Tal sería la ontología del acto rebelde: disruptivo y temerario e incluso ineludible. La posibilidad de que dicha rebeldía se vuelva acto colectivo existiría siempre y cuando se perciban y padezcan las mismas problemáticas, y con el alcance suficiente como para poder decir que se encuentran, en efecto, generalizadas. Es solamente entonces cuando “el mal que sufría un solo hombre se hace peste colectiva”, y con ello, colectiva también la expresión de dicho malestar.

Bajo la luz de nuestra historia inmediata un hecho sería más que evidente. Precisamente, a causa de su obviedad es que se le ha dado por banal. Es la tragedia de lo que se sobreentiende. Sin embargo, debemos rescatarlo de ese destino, no ha de asumirse sin antes extraer de él sus principales implicancias. El hecho de que el estallido social de Octubre no habría sucedido de no haber sido por los mocosos.

Los mocosos, estudiantes secundarios de liceos públicos o colegios particular-subvencionados, en su mayoría, de una clase media permanentemente angustiada o derechamente pobres. Todo comenzó con ellos y sus evasiones al metro. Fue un acto rebelde. En él, la negación a la intrusión intolerable (el alza en la tarifa del pasaje, por de pronto), la reivindicación aunque confusa de lo justo. A los mocosos se les trató de delincuentes, de revolucionarios de poca monta y su capricho destructivo. Cómo no. El que hablaba era el orden con su reacción de rigor. Se les condenó por todos los flancos, su desprestigio, se creía, daría paso a su orfandad; serían, públicamente, unos parias. Que no era la forma, se les dijo, que el chileno era un ciudadano de bien y que cabros, esto no prendió y que jamás lo haría. Hoy, las cenizas de esa frase nos dan risa. Surge, no obstante, la pregunta y esta es más que pertinente: cabros, ¿por qué prendió? ¿Por qué un país en su desconcertante mayoría secundó a los secundarios más allá incluso de sus propias pretensiones y expectativas?

Si algo se sabía desde las últimas tres décadas hasta ahora era que la sociedad chilena toda estaba transida de malestar. Este no es ni un desacuerdo puntual ni un berrinche de masas. El malestar es una reacción social conjunta a un orden entero que oprime. Dicha opresión se daría aquí en forma de contradicción: mientras algunos declaraban que el país estaba sano y bien encaminado hacia el desarrollo, el grueso de la población, entretanto, percibía justamente todo lo contrario en los dos sentidos. Con los años, la constancia de aquello se iba haciendo cada vez más clara –“el mal que sufría un solo hombre se vuelve peste colectiva”-, la contradicción, en efecto, no hacía más que crecer en intensidad. Así pues, pareciera que el malestar habría alcanzado un grado tal que devino en una súbita – y esperable- insurrección: el estallido. Sin embargo, aun cuando aquello suene convincente, no es así como funciona. No es la gota la que rebalsa el vaso, lo que rebalsa el vaso es la reacción de su contenido. Aun cuando la peste se haga colectiva, aquello no implica una consiguiente e inmediata rebeldía. El malestar es una fuerza que subyace. Para volverse insurrección requiere necesariamente de algo que logre reconvertirlo en un hacer concreto que impida siga acumulándose sin más y que de esta forma le permita liberarse. De ahí lo fundamental de los mocosos: brindaron la oportunidad -o simplemente su atisbo- por la cual se canalizaría el malestar social en cada una de sus dimensiones. La chance fue aprovechada. Una rebeldía dio paso a otra mayor y el resultado fue proporcional al descontento y al sentimiento de opresión acumulados. Y si todo intento de procesamiento del malestar había fracasado, o si nunca había existido intento alguno, ahora, pues, solamente quedaba la violencia, desquite, liberación salvaje. La violencia y su despliegue impetuoso es aquí y sobre todas las cosas una consecuencia lógica. Dar cuenta de ella en términos de consecuencia lógica no implica ser o no partidario de ella.

Artífices del desahogo de una sociedad sin nunca habérselo propuesto, la relevancia de los mocosos no se limita allí. Ellos mismos con su acto dan cuenta, además, de una transformación radical. Parte de la esencia del acto de rebeldía es la afirmación de que este es un acto político. A su vez, la política es, en esencia, un conflicto continuo, por no decir muchos. El acto de rebeldía crea un conflicto antes inexistente, por consiguiente, el acto de rebeldía crea política. La respuesta a por qué el estallido no ocurrió antes, y la importancia última, por lo demás, de los mocosos, se halla tanto en estas premisas como en nuestro pasado reciente.

Si algo se le reconoce de manera transversal a la dictadura de Pinochet Ugarte, aquello es su brutalidad. En ella, fueron diversos los mecanismos utilizados con tal de exterminar a los opositores políticos. Secuestrando, torturando, asesinando y desapareciendo, así se fue eliminando a toda disidencia. Es entonces que la política y la muerte se entrelazaron como nunca antes. Fue el gran triunfo de la Dictadura: el trauma de un país entero hacía la política, a su relación casi instintiva con el terror y sus figuras. En un nuevo y escabroso sentido común, esta se convirtió en algo peligroso, en un asunto fatal. Involucrarse en ella era calamidad segura, y ante eso mejor mantener las distancias, resguardarse, delegar a terceros. Eso, exactamente, fue lo que sucedió.

Llegada formalmente la democracia se consagró la idea de que el espacio de la política se le debía dejar exclusivamente a los representantes. Ellos dispondrían por nosotros. Serían delegados de nuestros propios miedos. A las instituciones había que dejarlas funcionar. Era una solución confortable para una sociedad aún conmocionada. Aquello, sin embargo, tenía un costo: la obediencia hacia el orden existente, y si este era demasiado detestable, la resignación era un excelente sucedáneo. El desacuerdo con el orden -con el modelo de sociedad- se tradujo en malestar social y no en acto rebelde porque la política, en tanto espacio en el cual se habrían de manifestar y desarrollar los conflictos de la sociedad, era restringida solo para algunos pocos -los políticos- que disponían a voluntad y rehuyendo de toda disputa (era la democracia de los acuerdos y su espíritu de consenso). Pero especialmente porque manifestar algún tipo de disenso invocaba los viejos y terribles fantasmas de la Dictadura. Impedida de expresarse al carecer de un espacio en donde hacerlo y presa de sus propios miedos, la sociedad vio su disconformidad devenir en rabia acorde se acrecentaban los abusos -en particular, los de aquella misma clase política que había pedido de su confianza y que ahora, era evidente, la había traicionado- y la rabia devenir en impotencia al no poder detenerlos. El malestar es eso en gran medida, una impotencia que se vuelve prolongada.

Pero ese no es el caso de los mocosos. Los mocosos no vivieron ni desapariciones, ni torturas, ni las balizas de la Central de Informaciones relatadas con la urgencia de Sergio Campos. No son hijos de Pinochet. A duras penas podrían ser sus nietos (-¿alguien sabe quién es Sergio Campos?-), y el abuelo es un recuerdo elaborado con los traumas de aquellos cercanos que sí vivieron las miserias del régimen. Para los mocosos, todo lo anterior pareciera no tener sentido alguno, pues todo aquello carece de esa justificación que entregaba la cruda experiencia del autoritarismo. En los mocosos no hay tales limitaciones. En los mocosos no existe el miedo. Para ellos, el descontento no es algo que contener, es algo que debe plantearse. Se entiende -o se intuye, se tiene esa “certeza confusa”- que la expresión de un disenso es la esencia de una verdadera democracia. Que a las instituciones hay que hacerlas funcionar, que a los representantes no hay que dejarlos hacer simplemente. Esa es la transformación radical, la importancia última de los mocosos: traer de vuelta el conflicto a una sociedad, el retorno, pues, de la política. La política, con sus disputas y crisis inherentes; el consenso sin sometimiento, sin la imposición de concesiones; la reivindicación permanente del derecho a negarse, el derecho a la rebeldía, ineludible, temeraria y sin duda disruptiva ¿Acaso existe cosa más adolescente?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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