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Los nuevos colonos Opinión

Los nuevos colonos

Juan Arnau
Por : Juan Arnau Filósofo, escritor y ensayista español. Licenciado en Astrofísica de la Universidad Complutense de Madrid. Especialista en filosofía y religiones orientales (Universidad Hindú de Benarés (BHU)). Doctorado en el Centro de Estudios Asiáticos en El Colegio de México. Se ha desempeñado como investigador postdoctoral en el Dpto.de Lenguas y Culturas de Asia de la Universidad de Michigan. Actualmente es académico del Departamento de Filosofía de la Universidad de Granada.
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La digitalización del mundo es un proceso histórico de importantes consecuencias en el que participamos alegremente, entretenidos, entregando nuestros datos y poniéndolos al servicio de las grandes compañías. Se nos invita a abdicar de nuestra propia soberanía. Ya lo hicimos con el sistema inmunológico, ahora es la inteligencia. La distopía ya está aquí. El poder global ya no sólo aspira a dominar nuestra biología, aspira a dominar nuestra mente. El genio ya está fuera de la lámpara. Otros poderes tomarán las decisiones por nosotros. Pero esos algoritmos, no lo olvidemos, tienen dueño.


Hay una buena ciencia, dispuesta a plantear cualquier hipótesis, y una ciencia dogmática que vive todavía en el universo-máquina que imaginó Descartes. La física cuántica abrió la mirada hacia una realidad no mecánica (el universo empezó a parecerse más a un gran pensamiento que a una gran máquina), pero la psicología conductista y la biotecnología se dejaron llevar por el éxito de la física newtoniana y siguen ancladas en ella, dando lugar a una tecnocracia que está aplastando otras formas de conocimiento.

La tecnocracia es el culto al dato. Y el dato, el alimento del algoritmo. Los tecnócratas promueven la digitalización del mundo. Quieren convencernos de que los seres vivos somos complejos algoritmos biológicos, que la libertad es una ilusión y que el cálculo algorítmico (llamado inteligencia artificial) resolverá nuestras dudas e incertidumbres. Pero, a medida que el mundo se digitaliza, se deshumaniza. Eso propone un libro audaz de Jordi Pigem, Técnica y totalitarismo. Un proceso de deshumanización que tiene una agenda oculta: hacer a los seres humanos superfluos y prescindibles.

El primer objetivo son los más jóvenes. El poder hipnótico de la pantalla absorbe su atención y, gradualmente, disuelve su voluntad y merma sus capacidades cognitivas. Al mismo tiempo, los somete a un continuo rastreo y vigilancia. Lo siguiente será pedirles que entreguen su inteligencia.

La propaganda intentará convencernos de que unos poderosos robots, con una capacidad inimaginable de cálculo, tomen las decisiones por nosotros. Como si la inteligencia fuera sólo eso, cálculo, previsión, control. Se pretende hacernos creer que los algoritmos nos conocen mejor que nosotros mismos y que ellos pueden decidir por nosotros. Un modo de arrebatarnos nuestra libertad y dignidad.

El mantra se repite hasta la saciedad y oculta una agenda de dominación: el ciervo, la berenjena o la persona son diversos métodos de procesamiento de datos. Una visión reduccionista que encaja en el modelo de negocio de los tecnócratas, los nuevos colonos. Hacernos creer que los organismos no son más que algoritmos sofisticados.

Es muy dudoso que la vida sea un mero flujo de datos, también que el cálculo sea la esencia de lo mental. Ni las emociones ni las ideas son reductibles a química o algoritmos, pero los tecnócratas insisten en que actuamos regidos por un algoritmo bioquímico que la computación de los datos podrá “resolver”. Esa es la visión dominante hoy. Una hipótesis que se intenta imponer como si fuera la verdad única y absoluta. Y no es una coincidencia que sea altamente rentable.

La ingeniería busca la utilidad, la ciencia la comprensión. El problema de hoy es que lo cognitivo está sometido a los sistemas de producción, eficacia y control. Noam Chomsky lo explica admirablemente. Los sistemas en los que se basa la IA están diseñados de modo que no pueden decirnos nada sobre el aprendizaje y la comprensión lingüística. Si se multiplican los terabytes de datos escaneados, si se añaden un billón de parámetros, el asunto de la comprensión no mejora. De hecho, estos sistemas pueden funcionar igualmente con lenguas imposibles, que un niño nunca podría aprender. Hemos regresado a la Biblioteca de Babel de Borges, donde los anaqueles están llenos de libros sin sentido.

El aprendizaje es un proceso que arranca del organismo vivo. Sin naturaleza, sin un suelo donde arraigar, no puede haber cultura ni aprendizaje. Siempre conviene observar lo que se deja fuera de un sistema. Si queremos que el sistema sea coherente, nunca será completo. Un ejemplo: la física clásica se desarrolló de forma trepidante porque dejó fuera al observador (incluirlo complicaba las ecuaciones). Dejar fuera al observador significa dejar fuera la conciencia del observador. Esto es precisamente lo que ocurre con estos nuevos loros ultrasofisticados que, sin experiencia, reformulan materiales con lo que han sido embutidos.

La digitalización del mundo es un proceso histórico de importantes consecuencias en el que participamos alegremente, entretenidos, entregando nuestros datos y poniéndolos al servicio de las grandes compañías. Se nos invita a abdicar de nuestra propia soberanía. Ya lo hicimos con el sistema inmunológico, ahora es la inteligencia. La distopía ya está aquí. El poder global ya no sólo aspira a dominar nuestra biología, aspira a dominar nuestra mente. El genio ya está fuera de la lámpara. Otros poderes tomarán las decisiones por nosotros. Pero esos algoritmos, no lo olvidemos, tienen dueño.

La consigna tecnocrática es “digitaliza y vencerás”. Una estrategia y un modelo de negocio que deshumaniza al individuo y erosiona los fundamentos de la democracia. Reducir la democracia a tecnocracia significa que la toma de decisiones, el destino del planeta, no está ya en manos de ciudadanos (a través de sus representantes políticos), sino de grandes compañías con intereses financieros, capaces de erigir y derrocar gobiernos como antes hacía el poder imperial.

Hay quienes no queremos dejar atrás la condición humana, sino ahondar en ella. Como civilización, ya hemos elegido. Como individuos, hemos de hacerlo ahora. Elegir entre ver el mundo como un sofisticado sistema de información, o verlo como un organismo vivo y palpitante, que pulsa al son del aliento vital y la conciencia. No hay conciliación posible.

Hay una idea, muy extendida e ingenua, que sostiene que los grandes avances del conocimiento científico, ya sean de la astrofísica o la biotecnología, coinciden con la visión de los sabios de la antigüedad egipcia, griega, indígena o hindú.

Nada más alejado de la realidad. Las visiones tradicionales exigen una puesta en práctica, una forma de vivir y percibir, y carecen de sentido sin la experiencia interna. Hay un abismo entre la experiencia y el experimento. La primera es interna y tiene como sistema de observación y experimentación el cuerpo vivo. La segunda es externa y se sirve del instrumento, diseñado por una teoría, que hace posible el experimento.

El experimento confirmará la teoría o, para ser más precisos, hablará el lenguaje de la teoría. Un lenguaje gestado internamente por la imaginación del científico. Un lenguaje que procede de un cuerpo vivo y perspicaz, que no sólo sabe de fórmulas matemáticas, sino también de mitos y alegorías. Un lenguaje vivo y siempre provisional, el de la buena ciencia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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