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¿Cuál debate necesario? Opinión

¿Cuál debate necesario?

Con todo el respeto que le tengo a Alfredo Sepúlveda, parece mucho más urgente preguntarnos qué pasó con esas reflexiones que interpelar por imaginarios, porque de la agenda social anunciada poco y nada vio la ciudadanía, y el malestar acumulado hasta el 2019 solo se agudizó con la pandemia. En vez de inquietarnos por las conmemoraciones cada cinco años o de un lejano 2069, invito a preocuparnos por el hoy y los años que vienen. Si ese malestar no se ha resuelto, qué manifestaciones está tomando, cómo se hará sentir. No vaya a ser que, por estar divagando sobre supuestos o imaginarios, nuevamente digamos que no lo vimos venir.


En su carta titulada Un debate necesario, publicada en El Mercurio, Alfredo Sepúlveda cuestiona a la izquierda sobre los hechos acontecidos y otros que pudieron acontecer durante el estallido social, y la interpela a reflexionar sobre su papel en ese período con miras a próximas y lejanas conmemoraciones. Ante la omisión de datos que sustenten sus premisas y emplazamientos, me parece necesario contrapreguntar por ello. Sin embargo, esta respuesta tiene como objetivo principal plantear la preocupación que me genera el que se hayan borrado del debate público reflexiones importantísimas hechas ese 2019, para reemplazarlas por otras que enmarcan y alteran el recuerdo de los acontecimientos, sus análisis y compromisos.

Parto señalando lo difícil que es dejar pasar algo que, si bien el autor no establece, sugiere: la analogía entre la dictadura instalada mediante el golpe de Estado de 1973 con el estallido social del 2019; este último como un momento en el que, según el periodista y escritor, la democracia “parecía que iba a morir”.

El golpe que incluyó tempranamente la decisión de aniquilar a militantes y simpatizantes del pensamiento opositor es, desde la perspectiva fáctica, incomparable con el quimérico escenario a partir del cual el autor realiza su emplazamiento, salvo por un hecho documentado que los vincula: el estallido social es “la más grave” o “la peor crisis de DD.HH.” desde el fin de la dictadura según reporte de diversos organismos internacionales. Esto, poco o nada está en el debate público ni en el texto de Sepúlveda, y si nos importa por qué tras 50 años el país no cierra heridas o, en sus palabras, enfrentamos un aniversario “ponzoñoso”, urge que evaluemos los mecanismos de reparación a las víctimas, también de las de ese 2019: a quienes vieron injustamente dañados o destruidos sus espacios laborales y especialmente a las víctimas de la violencia estatal. Esa debiera ser una preocupación con miras a la “conmemoración” del 2024 que Sepúlveda nos llama a atender (aprovecho de mencionar que cuatro de las víctimas de trauma ocular se han suicidado).

Aquella crisis denunciada local e internacionalmente desencadenó la decisión de once parlamentarios de impulsar una acusación constitucional, que a diferencia de un golpe de Estado a propósito de supuestos y analogías es un mecanismo institucional, contemplado en nuestra Carta Fundamental, para hacer efectiva la responsabilidad del Presidente de la República por grave infracción a la Constitución y las leyes; en este caso, por las graves violaciones a los derechos humanos cometidas bajo su mandato. Con fundamentos o no, la acusación no consiguió siquiera pasar la cuestión previa en la Cámara de Diputadas y Diputados.

Poniendo sobre la mesa estos hechos, vuelvo a la carta de Sepúlveda para preguntar qué antecedentes tiene para decir que “la democracia chilena” le pareció que “iba a morir” y morir “bajo las llamas de las turbas enajenadas” que clamaban la destitución ilegal del Presidente y, a su vez, saqueaban “televisores de más pulgadas”. ¿Eran los mismos? ¿Cuántos eran? ¿Estaban organizados para derrocar al Gobierno? ¿Tenían los recursos para imponer otro de carácter autoritario? ¿Hay evidencia de apoyo nacional o internacional decisivo, como el que reconoció Estados Unidos, para impulsar un golpe de Estado? Finalmente, ¿se puede homologar un grupúsculo de personas clamando por la salida del Presidente de turno con instituciones organizadas, financiadas y con poder de fuego suficiente para derrocar un Gobierno, imponer una dictadura y doblegar al opositor político?

 No me detendré más en esta u otras imprecisiones, pues, como señalé, lo que realmente me motiva a escribir esta respuesta es que se inste a pensar con autocrítica a la izquierda sobre la “conmemoración” del estallido social en “2069” escenarios imaginados de por medio sin cuestionar cómo desapareció de la esfera pública una reflexión que sí existió y no solo en la izquierda, prácticamente en toda la clase política, intelectual y empresarial.

Del llamado a “meternos las manos al bolsillo y que duela”. del expresidente de la CPC, Alfonso Swett; del “ayudemos a pagar la cuenta”, del empresario Andrónico Luksic; del “nuevo equilibrio político, económico y social”, impulsado por el exlíder de la Sofofa, Bernardo Larraín; del mea culpa del dirigente de la Sociedad Nacional de Agricultura, Ricardo Ariztía. De los “aprendizajes” y apelaciones a “asumir responsabilidades” que en público se hicieron las élites económicas; mientras en privado la ex primera dama hablaba de “disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”. De un paquete de medidas económicas y sociales anunciada por el Presidente, que había que entender como “punto de partida, no de llegada”, según palabras del entonces académico Ignacio Briones. De una agenda social paralela al proceso constituyente apoyada por políticos de izquierda y derecha sorprendidos con la magnitud de la manifestación de un malestar ciudadano extendido, que investigaciones que siguen ahí venían anunciando sin ser suficientemente atendidas. De todo eso no se oye, padre. Más aún, pareciera haber un intento por deslegitimar esa revuelta social al empalmarla solo con acciones “delincuenciales” (que se aprovechan de las crisis, incluso de las sísmicas) o de hacernos olvidar las deliberaciones sobre lo que nos llevó a ese punto.

Con todo el respeto que le tengo a Alfredo Sepúlveda, parece mucho más urgente preguntarnos qué pasó con esas reflexiones que interpelar por imaginarios, porque de la agenda social anunciada poco y nada vio la ciudadanía, y el malestar acumulado hasta el 2019 solo se agudizó con la pandemia. En vez de inquietarnos por las conmemoraciones cada cinco años o de un lejano 2069, invito a preocuparnos por el hoy y los años que vienen. Si ese malestar no se ha resuelto, qué manifestaciones está tomando, cómo se hará sentir. No vaya a ser que, por estar divagando sobre supuestos o imaginarios, nuevamente digamos que no lo vimos venir.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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