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La polarización extrema y la “grieta” chilena Opinión

La polarización extrema y la “grieta” chilena

Gabriel Gaspar
Por : Gabriel Gaspar Cientista político, exembajador de Chile en Cuba y ex subsecretario de Defensa
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En los años de la transición coincidimos en que, si bien no teníamos acuerdo sobre el pasado, sí lo teníamos para el presente: queríamos un país democrático, inclusivo, donde el sistema político y económico incorporase a toda la sociedad. En los momentos más lúcidos, nuestras élites vislumbraron un futuro consensuado: alcanzar el desarrollo.  


En el debate argentino, desde hace algún tiempo, se ha instalado la noción de “la grieta”, especialmente en el presente siglo, aunque algunos lo remontan a la emergencia del peronismo y su impacto en la política argentina.

Aunque la grieta trasandina se expresa principalmente en el ámbito político, no se queda solo allí.  Según un destacado periodista de ese país, se trata de una tensión sociocultural –incluso puede asumir rasgos étnicos–, que se refleja en una polarización político-partidaria. Siguiendo a otra importante politóloga, la grieta irrumpe a plenitud cuando un grupo se asume como la única y verdadera idea de país y la antepone a otra. En Argentina, hasta hace poco, la grieta se expresaba entre el peronismo (Frente de Todos) y la oposición radical-derechista de Juntos por el Cambio.

En otras palabras, es una situación de polarización, ausencia de diálogo y confrontación, una guerra de trincheras que se traslada a los medios, a las redes sociales, donde predomina y se retroalimenta la descalificación del otro. Una peculiaridad del caso argentino es que la grieta agota a buena parte de la ciudadanía que ve elites políticas enfrascadas día a día en agrios y prescindibles debates, sin asumir los temas más urgentes para la población. Esa mezcla de desconfianza en las elites y de agotamiento del debate, sin enfrentar a fondo la crisis económica y la violencia, serían factores de la bronca por donde emergen liderazgos que cuestionan el presente.

Hasta allí con la situación argentina, pero el lector comprenderá que el cuadro descrito no resulta tan ajeno a Chile, como tampoco a la situación imperante en varios países de la región latinoamericana.

Los 50 años

Chile vivió hace medio siglo la más feroz polarización del siglo XX, comparable a la guerra civil de 1891. Podrán esgrimirse argumentos de historia, de contexto, de la Guerra Fría, pero nadie puede desconocer la profunda herida que se abrió en la sociedad. Quizás no haya otro hecho político más estudiado en los últimos años en las ciencias sociales que la experiencia de los mil días de la Unidad Popular. Todo esto se desplegó en el examen de cientistas sociales de todo el planeta, especialmente en Occidente.

Esa reflexión politológica, histórica y sociológica tan fecunda en las ciencias sociales de los años 70 y 80 no se desarrolló en Chile, por obvias razones. Quizás por ello ahora asomen varios ensayos al respecto. Asimismo, quienes vivimos el quiebre de hace 50 años somos cada vez más una minoría, y probablemente estamos involucrados en la lectura de la Historia y, nos duela o no, los chilenos no tenemos un consenso respecto de nuestra historia reciente.

Pero en los años de la transición coincidimos en que, si bien no teníamos acuerdo sobre el pasado, sí lo teníamos para el presente: queríamos un país democrático, inclusivo, donde el sistema político y económico incorporase a toda la sociedad. En los momentos más lúcidos, nuestras élites vislumbraron un futuro consensuado: alcanzar el desarrollo.

Lo peor que nos puede pasar, al cumplirse medio siglo de la tragedia, es que repitamos la polarización. Al respecto, algunas reflexiones para enfrentar la coyuntura:

1. Asumir que grandes cambios requieren de grandes mayorías que los respalden. Eso se opone a gobernar solo para la “tribu” y entender que, por sobre todo, la responsabilidad de la ciudadanía y, en especial de las autoridades, es velar por el país en su conjunto, con su diversidad social y cultural, pero junto a su férrea unidad institucional.

2. Interiorizar a todos los actores de que los problemas políticos se resuelven políticamente y no por la fuerza. En los años 70 las fuerzas políticas no fueron capaces de detener la violencia en la política. Algunas, por el contrario, la incentivaron, incluso antes del ascenso del Presidente Allende, como lo demuestra el cobarde asesinato del general René Schneider.

3. Asumir que el país requiere estabilidad, gobierne quien gobierne, y sobre todo una estabilidad basada en el derecho y en las leyes. Comprensiblemente, los debates constitucionales abren periodos de una relativa incertidumbre respecto del futuro, peor aún cuando esos debates se prolongan y qué decir de cuando la “grieta” se instala entre los constituyentes. Por ello, si los diversos estudios muestran que el país sufre de “fatiga constitucional”, ante un probable segundo rechazo a fin de año, sería altamente conveniente congelar por un tiempo prudente eventuales reformas a la Carta Magna.

4. Colocar en el primer lugar del acontecer político las necesidades de la población. Los chilenos sufrimos la incertidumbre de salir a la calle por la violencia, en especial en las grandes ciudades y, por cierto, la mayoría necesita llegar económicamente a fin de mes sin endeudarse más. Las comisiones investigadoras, las acusaciones en el Congreso, las querellas por los medios son, entre otras, prácticas que han agotado a la población. Redundan en una pérdida de legitimidad del sistema, asumiendo contornos de lo que hemos denominado “una peruanización de la política”, en la cual más del 80% de la población reprueba al Ejecutivo y al Legislativo.

¿Es posible evitar la “grieta” versión chilena? Es del todo deseable y la historia de estos años muestra ejemplos exitosos. Cuando en medio del estallido social, en un imprudente acto el Mandatario de turno nos dijo que estábamos en guerra, olvidando entre otras cosas que la declaración de guerra requiere la aprobación del Congreso, al día siguiente todos escuchamos que los profesionales de la guerra nos aclaraban que ellos no estaban en guerra con nadie.

Hace medio siglo, en la misma línea, es útil recordar que, ante los intentos de forzar a las FF.AA. a romper la institucionalidad, René Schneider, el comandante en Jefe del Ejército de entonces, junto a su Alto Mando, se negaron sistemáticamente a esos cantos de sirena, algunos de los cuales provenían del extranjero, y por ello fue víctima de un cobarde atentado. Mis respetos a su memoria, así como a todos los que han sido fieles a su juramento de dar la vida si fuese necesario en defensa de Chile, los chilenos y su institucionalidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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