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La nueva fronda conservadora chilena Opinión www.memoriachilena.gob.cl

La nueva fronda conservadora chilena

Daniel Chernilo
Por : Daniel Chernilo Profesor Titular de Sociología en la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez en Santiago y Director del Doctorado en Procesos e Instituciones Políticas.
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No hay nada nuevo en este pensamiento conservador y con esto no me refiero a la falta de originalidad de sus ideas. Si fuese por ellos, Chile no se habría educado, sus mujeres no habrían dicho “basta”, y su Estado garantizaría aún menos derechos que los actuales.


En tiempos difíciles como los actuales, la tentación de recurrir a explicaciones simples para temas complejos es enorme. Buena parte del actual éxito mediático del pensamiento conservador, en Chile y en el mundo, radica justamente en ofrecer explicaciones simples frente a los desafíos de una sociedad compleja, diversa y que ya no se ajusta a los esquemas del pasado.

En eso, el pensamiento conservador comparte bastante con las teorías conspirativas: puesto que no hay una explicación clara y sucinta para un asunto tan complicado como el COVID, entonces suena plausible echar la culpa a algún actor poderoso de intereses inconfesables, para quien un evento tan trágico solo habría de traer beneficios. A su manera, los intelectuales conservadores locales vienen desde hace algunos años rearmando su fronda.

Fiel a su estilo, Hugo Herrera este año nos regaló la idea de que un pensador nacionalista extremo como Mario Góngora, por períodos partidario incluso de los nazis, es en realidad un adalid de la democracia en su preocupación “existencial” por el pueblo. Daniel Mansuy trabajó sobre la figura de Allende para dejar en claro que la izquierda sigue siendo la misma de antes (incapaz de aprender siquiera de la experiencia traumática de su líder más importante). Josefina Araos nos recuerda casi semanalmente que el pueblo tiene una bondad y sabiduría propia y profunda que las elites ilustradas no solo son incapaces de comprender, sino que apunta permanente a destruirla. Finalmente, Pablo Ortúzar ha venido recientemente a explicarnos que los pobres eran felices cuando eran ignorantes, pero que ahora están frustrados porque la izquierda les traspasó su resentimiento a través de la falsa promesa de la educación superior. La lista podría ser aún más larga, pero el punto general está hecho: estamos frente a un tipo autóctono de pensamiento conservador que tiene algunas características comunes.

La primera es que, de forma análoga a la izquierda más extrema y a la que detesta con toda el alma, el pensamiento conservador tiene una obsesión por el pueblo. Ambos buscan adivinar cuál es, dónde está, la identidad esencial de ese pueblo y, en ambos casos, se trataría de un actor elusivo y bondades absolutas: si en un caso en el pueblo hay siempre un potencial revolucionario esperando despuntar, nada es más importante para el intelectual conservador que mantener a salvo la pureza de las intenciones y formas de vida populares. Si el pueblo se moviliza enojado, el problema es la rabia y no las injusticias que causan del enojo; si el pueblo recibe educación, el problema es que en el proceso pierde sus virtudes naturales y hereda el resentimiento de las nuevas capas medias; si el pueblo obtiene derechos, abandona su lado altruista y transforma todo en mera transacción. Nada más noble en el intelectual conservador que su intento por evitarle al pueblo el sufrimiento que viene siempre de la mano de las ideologías alienantes, el resentimiento de los intelectuales progresistas y la burocracia del estado.

La segunda característica de este pensamiento conservador es acusar de ideológico y moralizante todo aquello a lo que se oponen –el (neo)liberalismo, el comunismo, los derechos humanos, el género, lo que sea– pero no reconocer dimensión ideológica alguna como parte de su propio pensamiento. Abanderados acérrimos del “sentido común”, la incapacidad de ver la realidad tal y como es siempre un defecto del oponente. Siguiendo, paradójicamente, la versión más clásica de la “crítica de la ideología” (de ¡Marx!), argumentan siempre sus opositores comprenden la realidad de manera “invertida” y que su rol es “meramente” poner de vuelta las cosas en su lugar.

Son solo las elites quienes ven xenofobia y chovinismo en el nacionalismo, puesto que para el pueblo es un sentimiento telúrico esencial. Solo la izquierda no comprende aun que puso a su propio líder en una posición que hizo del golpe algo inevitable, solo las nuevas ideologías progresistas buscan trastocar la simpleza y pureza de las formas vivas de la vida popular, y por ello la educación (o, peor aun, ¡el derecho a la educación!)  es en realidad una forma de destruir esa pureza y reproducir el resentimiento.

La característica final de este pensamiento es su también paradójico “anti-intelectualismo”: si sus argumentos son refutados por la investigación científica, se excusan con que se trata de meros pruritos académicos que impiden comprender sus ideas en su dimensión fundamental. Si sus argumentos son criticados en la esfera pública,  afirman que se trata de debates ociosos que interesan solo a la elite y dejan al pueblo frío; si sus argumentos se enfrentan políticamente, se declaran ofendidos, degradados casi, porque lejos de tener intereses políticos, a ellos únicamente les convoca el aportar al debate de ideas.

No hay nada nuevo en este pensamiento conservador y con esto no me refiero a la falta de originalidad de sus ideas. Si fuese por ellos, Chile no se habría educado, sus mujeres no habrían dicho “basta”, y su Estado garantizaría aún menos derechos que los actuales. Seguiríamos viviendo en una fronda de propietarios, de hombres de letras en salones literarios, atendidos por peones y agobiados por los dramas de los rotos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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