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18 de octubre de 2019, el cero y el infinito de la elite política chilena EDITORIAL

18 de octubre de 2019, el cero y el infinito de la elite política chilena

Más allá de lo constitucional, hoy no se advierte una perspectiva positiva para las demandas importantes o urgentes que movilizaron a buena parte del país en ese entonces: la desigualdad y el abuso, el sistema de pensiones, la garantía de derechos sociales en salud, educación y vivienda, y la disminución del bienestar experimentado en años anteriores.


¿Qué es y qué será el 18 de octubre de 2019 (y semanas posteriores) en la historia política de Chile?

¿Un momento de estallido al interior de un proceso largo de cambio social, que se aceleró y agudizó, para luego encontrar su cauce institucional?, ¿o la “visibilización” de un conflicto social desbordado de origen multicausal, que movilizó a actores sociales sin tener una base sólida de apoyo institucional democrático?

La respuesta urge, pues alumbraría a un país que lleva cuatro años en un péndulo electoral sobre algo que su elite política consideró que era la solución a la crisis: una nueva Constitución. Pero no obstante ser un largo anhelo democrático, su diseño improvisado e instrumental, sin acuerdos políticos de fondo, y la complejidad de las demandas que lo originaron, ya hicieron naufragar la primera parte del proceso constituyente, y tienen en vilo la segunda.

Y, más allá de lo constitucional, hoy no se advierte una perspectiva positiva para las demandas importantes o urgentes que movilizaron a buena parte del país durante esas semanas: más igualdad y menos abuso, un mejor sistema de pensiones, garantía de derechos sociales en salud, educación y vivienda, solución al endeudamiento agobiante de parte importante de las clases medias, y la disminución del bienestar experimentado en años anteriores. 

Con todo, absorbidos los costos directos del estallido social, el país se ha mantenido en una relativa paz y estabilidad –a excepción del denominado conflicto mapuche, que tiene múltiples derivadas, incluso hacia el crimen organizado–, pero sigue pendiente la respuesta sobre qué fue el estallido y cuáles sus causas. Los intentos de respuesta se mueven entre teorías extremas, desde el malestar democrático hasta un golpe de Estado no convencional, por la falta de estudios serios sobre el tema.

La visibilidad de la crisis de seguridad pública del país, con migración ilegal, violencia delictual, crimen organizado y narcotráfico, ha puesto en evidencia la fragilidad tanto del sistema persecutorio penal como del sistema carcelario, y la ineficiencia de las policías. Aunque estos graves fenómenos vienen produciéndose desde hace más de una década, emergieron con fuerza de forma simultánea a partir del estallido social. Tal vez la consecuencia más estructural sea el deterioro de barrios en diferentes ciudades del país, con cambios aún no estudiados de tipos delictuales, liderazgos locales y control de actividades rutinarias en los territorios, lo que genera un grave vacío para la capacidad normativa y de políticas del Estado. En este punto, la inexistencia de un organismo de inteligencia capacitado dificulta la gobernabilidad e influye en el mal manejo de crisis que persiste.

Surge la duda sobre el papel de la elite política y su responsabilidad histórica. Resulta posible interrogar el estallido como un hito de cambio social, simultáneamente, como un conflicto social, apuntando a la falta de pericia de la elite política. Estabilidad y cambio no son ideas contradictorias ni procesos incompatibles. Los une la racionalidad y la coherencia. Cualquier sistema complejo, abierto en un ambiente cambiante, debe cambiar para ser estable, y el sistema democrático lo es. Igualmente, debe aprender a crear estructuras y conductas nuevas para conseguir ser estable en condiciones también nuevas.

Lamentablemente, como señala Yuval Noah Harari, aunque los humanos evolucionaron en muchos aspectos durante millones de años, no hemos desarrollado un gen para la cooperación, más allá de la relación entre individuos de pequeñas bandas de cazadores-recolectores, por lo que la cooperación para grandes sistemas, como son los países, fue aprendida y se afianza en mitos compartidos, como las religiones, según comenta en su libro De animales a dioses.

La pregunta que surge es si la categoría de chileno tiene o podría generar un mito compartido de manera transversal, que permita diferir sin eliminar (o tratar de) al otro, aunque sea simbólicamente. Alteridad se llama.

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