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Renoir: la película premiada en el Festival de Cine UC Esta cinta es dirigida por el galo Gilles Bourdos

Renoir: la película premiada en el Festival de Cine UC

Renoir (2012) es uno de los grandes filmes que se han exhibido en el 38º Festival de Cine UC, que concluye el próximo domingo 9 de febrero. La película aborda la vida del célebre pintor impresionista y de cómo la visita de una mujer cambiará el curso de su existencia, bajo el misterio de cómo un acto casual puede volverse trascendente y señalar un camino o evento hasta ese momento ignorado en la vida.


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“El amor le había hecho olvidar por completo que existía la muerte. Durante casi dos años no había pensado en ella ni una sola vez siquiera, le parecía una fábula, precisamente a él que había tenido siempre aquella obsesión en la sangre. ¡Tan grande era la fuerza del amor! Dentro estaban la inocencia, la juventud, la fatalidad, el pecado, el tiempo que pasa y que devora”.

Dino Buzzati, en Un amor

Cruzarse con una persona determinada y llegar a conocerla puede cambiar el curso de una existencia. Dicho acto casual puede señalar un camino o evento hasta ese momento ignorados. Sobre esta temática gira el eje dramático de Renoir (2012), uno de los grandes filmes que se han exhibido en el 38º Festival de Cine UC, que concluye el próximo domingo 9 de febrero. Ambientada en la Rivière francesa, que resplandecía igual a un remanso durante la I Guerra Mundial, esta película aborda los años finales de Pierre-Auguste Renoir, el último pintor impresionista de fama inmortal.

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Dirigida por el director galo Gilles Bourdos (1963), la cinta también afronta el reencuentro afectivo que el autor del óleo Baile en el campo tuvo con su hijo Jean, el notable cineasta del siglo pasado, y de cómo este, a causa de la pasión sentida por una de las modelos de su padre, descubre la vocación artística que le haría famoso. Eso, después  de la convalescencia del muchacho, debido a las heridas recibidas en las trincheras, y las costras sembradas en su actuar por las indecisiones de su carácter.

Los pasajes de la biografía de Renoir, a los cuales aludimos, describen a un maestro aquejado por el reuma, la artritis en sus extremidades, y la honda angustia que provocó en su espíritu el deceso de su esposa Aline, madre de sus tres hijos, y quien personificó el apoyo emocional que rescató al creador cuando tenía 40 años y creía que estaba absolutamente acabado. Ella le otorgó un sentido a sus días: al interior de su alma y en el quehacer exquisito que lo ocupaba.

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Lo anterior se corresponde con lo que escribió Albert Camus, en sus íntimos Carnets, la jornada del 16 de noviembre de 1937, justo dos décadas antes de que le otorgasen el Premio Nobel de Literatura.“Hay que tener un amor —un gran amor en la vida—, porque sirve de coartada a las desesperaciones que nos abaten sin razón”.  El ensayista de El hombre rebelde, a un centenario de su nacimiento, lo sabemos, se sentía triste y nostálgico por la pobreza de su cotidianidad argelina, en ese exordio vivencial, previo a surcar el antiguo Mediterráneo.

Alrededor del secreto de ese consuelo y pilar, en la irrupción de ese faro en la más dominante de las tinieblas, en ese apego trascendente esbozado por el “puro” Camus, es que medita el largometraje de Bourdos, cuyos estelares son Michel Bouquet (el anciano retratista), la hermosa Christa Theret (que interpreta a la fundamental Andrée Heuschling) y Vincent Rottiers (el veinteañero Jean Renoir). Un celuloide, igualmente, donde las luces y sombras de la fotografía disputan con la belleza de los lienzos firmados por Pierre-Auguste, si cabe y se me permite, la desmesurada comparación.

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El inválido pintor, entonces, recibe la visita de esta deslumbrante mujer —pelo castaño y miel, enlazado por el viento humanizado de la Provenza, cuerpo esbelto—, la que dice ser actriz, cantante, y que señala ser enviada al hogar de los Renoir por un aviso de la desaparecida compañera del dibujante, la ausente Aline, a través de sueños espectrales. Agobiado por ese reciente desgajo de sus sentimientos, y la partida de los descendientes mayores al frente de las metralletas en el noreste, Auguste acoge a la joven, en tanto que misteriosa señal proveniente de una incógnita realidad.

Las perfectas medidas femeninas de Andrée y la gracia de su aura revitalizan el itinerario artístico de Renoir. Significan para él un impulso trascendental, brindándole un vigor inaudito a su temperamento, al tiempo que contribuye a su fijación por los desnudos al estilo de un Tiziano, en su temática pictórica. Vuelve a trabajar en jornadas exhaustivas, y a pensar y a darle vueltas en la imaginación a lo que sería una de sus obras cumbres y más perdurables: su serie de Las bañistas.

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Encontrándose en ese estado de exaltación productiva aparece, para descansar, para reponerse de una perforación en su pierna a causa del plomo de una bala, el melancólico Jean, quien trae ensombrecido y cabizbajo el rostro por el dolor y la destrucción, propios de un combate mortal. Abatido por la profunda desesperanza que conlleva presenciar una matanza de esas magnitudes, y rengo por el proyectil absorbido, el segundo en la progenie de Pierre-Auguste vislumbra en la armonía de las formas y en la personalidad de Andrée el bálsamo necesario con el fin de suavizar sus pesares y las llagas que le propinaron el conflicto bélico a su maltrecho ánimo.

En una conversación inserta en el todavía balbuceante romance, y confesando su penuria de ambiciones, falta de perspectivas a raíz de la experiencia en la dura infantería, y luego de una sesión posando a la vista perpleja de Renoir padre, la atractiva mujer reprende a Jean y casualmente le enseña su camino, el de la gloriosa consagración, la que vendría luego de las batallas sobre el fango y los resbalones en las dudas: “Después de la guerra, hagamos películas juntos”, invita la seductora maniquí al hijo favorito del “patrón”.

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Así parecen gestarse los anclajes del destino, de un modo aparentemente fortuito, casual, inesperado, sin avisos, pero bajo un factor continuo e ineludible: el amor que guía nuestras aspiraciones y envalentona hasta al más débil de los hombres. Jean —el realizador que en su futuro soñado, según Martin Scorsese, filmaría una de las historias mayores y sublimes del cine, El río—,  transitaba, a sus 21 años, extraviado, confundido en la vía de un túnel, cerrado y frío, que le impedía contemplar, y erguirse, fuera de los márgenes de la tragedia global en la que se había sumido, voluntaria y torpemente, tal vez, persiguiendo una muerte absurda.

Patriarca y vástago terminan, de esa manera, instruidos acerca de su sendero definitivo por el cariño que despierta en ellos Andrée, la despreciada bailarina de cabaret, la que se presentaba en el pueblo cercano a la mansión familiar; y aunque varados en diferentes paradas de su trayecto individual, se hallan unidos, no obstante, por un piso común que los hermana, el que rompe el conjunto de las barreras generacionales: un vacío de objetivos que los mantenía estáticos, inmóviles, en una pavorosa instantánea, esperando el segundo cronométrico en que los colores se apagan.

Antes del desenlace, señalar otra admirable película, que también aprovecha el sol, el viento, el mar, las rocas, la poesía escénica de la Costa Azul con el propósito de pensar y tirar líneas acerca del amor, la única vibración terrestre que evade la finitud de las cosas: La fille du puisatier (2011), la ópera prima, tras las cámaras, del actor Daniel Auteuil, en una adaptación homónima, de la célebre novela de Marcel Pagnol.

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