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La ilusión de la orilla izquierda Opinión

La ilusión de la orilla izquierda

«El Sena nos defiende. Delinea la última frontera de nuestro confort. Nos mentimos. No engañamos. Porque ya no son extraños los muertos. No son policías ni hebreos. No son viñetistas iconoclastas. Somos nosotros. Que podíamos estar cenando en un restaurante camboyano. Y que podíamos haber ido al fútbol, con nuestros hijos», escribe el periodista Rubén Amón del diario El País


Esta columna publica hoy el diario español El País sobre los atentados en París:

El río es la última superstición, la precaria ilusión con que los vecinos de la rive gauche se aferran -nos aferramos- a la extrañeza de los atentados. Todos se produjeron en la orilla derecha del Sena, aunque la evidencia representa un mecanismo de defensa infantil. Con más razón cuando los quioscos de este lado no venden periódicos esta mañana. Amontonan esquelas y titulares de catafalco, incluido el enfoque patibulario de L’ Equipe en una edición más especial que nunca: «L’horreur».

El río es la última ilusión, como antes lo fueron -ilusiones- el símbolo capitalista de las torres gemelas o los trenes proletarios de Madrid. No podían sucederle estas cosas a los parisinos de bien ni a nosotros, los adoptivos. O podían sucederles si sodomizaban a Mahoma en unas viñetas o si eran judíos. Se trataba de garantías excluyentes, amenazas que aspirábamos a exorcizar poniéndonos una camiseta, «Je suis Charlie», como nos habíamos puesto, unas horas acaso, las de las niñas de Boko Haram.

Problemas ajenos, exóticos, incluso cuando se producían en París. O en Lyon, pues fue allí donde los bárbaros decapitaron a un empresario y exhibieron su cabeza como un trofeo de guerra en el umbral de la fábrica donde «tiranizaba» a sus operarios.

[cita tipo=»destaque»] Un fusilamiento en el Bataclan equivale a los crímenes de masa cometidos en Palmira. Tanto cuentan los cadáveres como los escombros. Representan, amalgamados, la abolición de nuestra cultura, como todas esas cosas que hacemos los bo-bos -bourgeois-bohemian- en la rive gauche, comprando libros en L’écume de pages, viendo una función de teatro lituano en el Odeón, jugando a los espejos en la brasserie de Lipp por si aparece Bernard-Henri Levy o Roman Polanski[/cita]

No iba a sucedernos a nosotros, los vecinos de la rive gauche. Por inocencia. Por comodidad. Y por amnesia, pues fue aquí, en el hotel Lutetia, donde la Gestapo instaló su cuartel general. Y donde conocí a Juliette Greco. Frecuentaba el café la musa del existencialismo y acariciaba los butacones de terciopelo porque necesitaba recordar el día en que deportaron a su madre. Cosas de judíos. Problemas suyos.

El río es la última superstición. La barbarie ha ocurrido al otro lado. El Sena nos defiende. Delinea la última frontera de nuestro confort. Nos mentimos. No engañamos. Porque ya no son extraños los muertos. No son policías ni hebreos. No son viñetistas iconoclastas. Somos nosotros. Que podíamos estar cenando en un restaurante camboyano. Y que podíamos haber ido al fútbol, con nuestros hijos, fíjate Daniel, Alemania contra Francia en el Stade de France. Y que podíamos haber ido a un concierto en el Bataclan, como hicimos alguna vez, cruzando el río, evocando la opereta delirante de Jacques Offenbach -«Ba-ta-clan»-, una alegoría exótica, oriental, entre personas que bailan y cantan porque no aciertan a comprenderse con las palabras.

Guerra, atentado, palabras. Masacre, carnicería. Incredulidad. Hemos disimulado hasta cuando y hasta donde hemos podido. Hemos observado con gélido distanciamiento la implosión terrorista de un avión de pasajeros en el Sinaí. Eran rusos. Parecidos a nosotros, es verdad, pero rehenes, decíamos, de la geopolítica de Putin.

El río es la última superstición. Nos agarramos como náufragos a la insensata diferencia. Y pretendemos, esta mañana, recrearnos en una vida normal. Aunque nos tiemblen las piernas. Y aunque nos conciencien de lo contrario las tanquetas y los militares. Y aunque Michel Houellebecq, acusado de clarividencia en su ¿distopía? de La sumisión, no pueda salir de casa porque lo han condenado a muerte los mismos terroristas que ayer desollaron la civilización en su embrión mismo.

Un fusilamiento en el Bataclan equivale a los crímenes de masa cometidos en Palmira. Tanto cuentan los cadáveres como los escombros. Representan, amalgamados, la abolición de nuestra cultura, como todas esas cosas que hacemos los bo-bos -bourgeois-bohemian- en la rive gauche, comprando libros en L’écume de pages, viendo una función de teatro lituano en el Odeón, jugando a los espejos en la brasserie de Lipp por si aparece Bernard-Henri Levy o Roman Polanski.

Nos ha hipnotizado el péndulo de Foucault. Me refiero al tótem del progreso que cuelga del Panteón de París -orilla izquierda- y que demuestra en su coreografía de metrónomo el movimiento de la Tierra. Se diría que hacia delante, si no fuera porque la salvajada del viernes 13 sobrentiende un retroceso, una regresión, una descomunal brutalidad, una demostración opulenta de la ubicuidad e impunidad del terrorismo.

Y el río sería una ilusión, sería una superstición también si no fuera porque nos amenaza y nos intimida manchado de sangre. Y nos sorprende entre el buenismo y la islamofobia, entre la candidez y la xenofobia, corrompiendo la sociedad del bienestar en un cambio de época que desdibuja no ya las orillas del Sena en su clasisimo, sino las fronteras entre los parisinos y los sirios en la hégira del terror.

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