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Ciudadanía en colas


Esperar tiene distintos modos. Ojalá es uno de ellos, ojalá. Tiene que ver con promesa, con azar. Tiene mucho que ver con deseo, ojalá. También con un salario: la paga de un trabajo -que no es azar-, el precio, la recompensa (el salario del miedo), la retribución. Se espera de esperanza y se espera como abertura, como hueco abierto a la sorpresa. También cerradamente, se espera: una equivalencia.

El tiempo (como siempre, el tiempo) ofrece su manera de conjugar este verbo, lo anima, lo desanima, lo engaña. Aguarda el pasajero de la locomoción colectiva, la cita amorosa espera, el reloj del ejecutivo, el bolso de la viajera en el andén, las contracciones en la sala de parto, la mano sobre el teléfono, los mozos tendiendo los manteles a mediodía en la Fuente de Soda, los crujidos del correo electrónico.

Poseen las ciudades un modo particular de habitar la espera, y este hombre y esta mujer despliegan estelas inconfundibles en el modo en que se hacen esperar: se mueven una y otra vez en la anticipación, lo hacen, según cada cual, alborotada o llanamente; para un otro el lapso de su no llegada los va precisando o bien deshilachando, los desgasta la pequeña lima del tiempo éste de la espera o acerca, al gastarla, su piel a nosotros que esperamos. (Y escribir tal vez sea el diferimiento de aquella piel, que se toca y huye a la vez. Escribir podría ser retardar, ensanchar el trecho en que vemos, aturdidos por la espera, aquello que va a suceder y que rara vez es tal: escribir es hablar de esta distancia que construye el deseo, de este destiempo que antecede a los acontecimientos).

De cómo los cuerpos atienden y se hacen esperar está compuesta una cultura. La leemos entrelíneas en los manuales de historia (la espera de Penélope, sí, mas también la espera de Lautaro ensillando el caballo de Pedro de Valdivia), en la novela familiar y en otras narrativas que conforman nuestra educación sentimental. La vemos en recintos y calles: hay un texto que enseña a quién y cómo esperar, a quién se puede, a quién se debe hacer esperar. Y cómo hacerlo. Hay coreografías amorosas (sea ésta el periplo de Tan Lejos Tan Cerca, o sea ésta la Cueca, aquella forma circular de diferir) y protocolos de poder (adivino que las distancias que introduce el tiempo fabrica en ambos antesalas disímiles).

El reciente instructivo gubernamental de suprimir las colas en los Policlínicos pone ante los ojos las largas filas sobre las cuales reposa el orden social en nuestras ciudades. En las instituciones de salud pública son mujeres las que esperan: ellas las portadoras de número, las demandantes de horas, las pacientes acompañadoras de pacientes. Ellas subsidian con su tiempo (con su trabajo) el sueldo, los honorarios y el tiempo-oro de otros. De ahí que desordenar la fila provoque estragos. Conmueve una disposición que parecía inamovible: aquellos que no tienen (dinero, posición, prestigio, nombre, en la forma en que cada uno de estos términos se entiende en la lengua dominante de este país) deben pagar con su persona, con la nonedad del tiempo que es suyo. Otras colas, que rebalsan una meta ministerial, aguardan ser suprimidas: aquellas del ninguno, de la ninguna, del NN y del S/N, de las ciudadanas y ciudadanos que avizoran tener lugar por derecho y no por posición. Tal desorden -tal acariciada igualdad-, distante de libretos y personajes entregados a las repeticiones de su representación, multiplicaría en estas nuestras ciudades, muchas veces previsibles, las citas inesperadas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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