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El nuevo populismo


Christopher Lasch, comenta que uno de los supuestos de los tecnócratas que se han erigido en «contralores de la sociedad», es que, en la medida en que aumenta la complejidad de la sociedad, el papel de la experiencia inmediata de los hechos, como elemento de información, de juicio y de opinión, va siendo desplazado por el procesamiento simbólicamente mediatizado de esos hechos.

Esto ha llevado a los medios de comunicación masiva, especialmente a la televisión, a convertirse en los supremos árbitros de la realidad. Los sucesos y personajes que aparecen en la pantalla chica, adquieren, como por arte de magia, una categoría ontológica superior a la de los simples mortales, que permanecen en esa área de sombras nunca disipadas por los focos y las cámaras.

Esta sustitución de los hechos reales y de la experiencia directa, por imágenes procesadas en distintos formatos, que van desde el noticiario a la teleserie, resulta peligrosa cuando alcanza a la política y al poder. Porque de pronto nos encontramos con que el propósito principal de los políticos es la venta a los medios de comunicación, y a través de ellos al público, de sus propias imágenes. Éstas, además, son el resultado de un trabajo profesional de asesoría de imagen, todo lo cual comienza a convertir a la política en una ficción. Y suponíamos que la política debe trabajar con instrumentos que hagan inteligible la realidad, para operar eficazmente en ella y para evaluar el resultado de esas operaciones.

Ya es un lugar común decir que en el mundo moderno la política se ha convertido en un espectáculo. El problema está en que en América la calidad de ese espectáculo ha venido descendiendo desde los grandes montajes que fueron las concentraciones públicas de los caudillos populistas -que por lo menos eran en alguna medida participativas- hasta el grotesco, no digamos de circo pobre, que tiene una condición digna y popular, sino de chabacano y millonario programa-concurso de televisión.

El procesamiento mediático de la realidad nos está vendiendo un argumento: vivimos en crisis permanente. Por lo tanto, los grandes problemas no tienen solución. Todo lo que se puede hacer es administrar la crisis, manejarla para que no se convierta en colapso. Una de las formas de este manejo es proclamar que las soluciones – al menos para algunos, peor es nada – no están en las políticas públicas sino en el mercado. Si la educación y la salud públicas son malas, recurran a las privadas. Si la delincuencia es peligrosa, contraten a una empresa de seguridad para que los cuide. Ä„ Sálvese quien pueda !

Está visto que los grandes problemas no tienen solución. Que la contaminación sigue su curso, que no hay forma de erradicar la droga, que el desempleo se hace crónico, que la pobreza sigue creciendo y ensanchándose la brecha entre pobres y ricos, que la mala calidad de la educación aparejada con el avance de la tecnología excluye a cada vez mayor número de personas del trabajo, etc.

No hay nada que hacer sino simulacros televisivos, puestas en escena que le den al espectador, al menos la ilusión de que algo se está intentando. Mientras tanto algunos presidentes, ex presidentes y candidatos a serlo, han renunciado a esa dignidad que tuvieron en otros tiempos, cuando se sintieron los elegidos para resolverlo todo. Ahora, y como una forma de aceptación de que no pueden solucionar nada, optan por la cercanía bonachona. Se mimetizan con futbolistas, modelos y humoristas. Se meten en los formatos mediáticos de cantante popular, como Bucarám, o de teleserie rosa, como Mennem.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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