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Libre Comercio con EE.UU. o el placer de bailar con la niña bonita


Estas negociaciones, cuyo afán es incrementar el comercio mundial, se inscriben en un escenario global de incremento de las disparidades de ingreso y estilos de vida entre «ricos» y «pobres».



Por ejemplo, en París una familia de clase media gana más de 100 veces lo que percibe un hogar rural en el Sudeste Asiático. En Filipinas un campesino debe trabajar dos años para obtener lo que gana un abogado de New York en una hora. Los norteamericanos gastan en Pepsi y Coca-Cola cada año el doble del Producto Interno Bruto de Bangladesh. Cinco de los seis mil millones de personas que hoy habitan el planeta viven en los países pobres. Las naciones ricas -15% de la población mundial- controlan el 80% del ingreso mundial, mientras una masa de 3 mil millones de seres humanos dispone apenas del 4,9% del ingreso mundial -menos que el PIB de Francia y sus territorios de ultramar-.



En consecuencia, la prosperidad y la economía del alto consumo están confinados a los países ricos y a las pequeñas élites urbanas de los países pobres.



La disminución del nivel de vida del Tercer Mundo ha significado una baja del costo de la fuerza de trabajo, lo que ha implicado la transferencia de ciertas actividades económicas desde los países ricos a los pobres, puesto que los salarios reales en el Tercer Mundo son entre 20 y 50 veces menos que aquellos de los Estados Unidos, Europa Occidental y Japón.



Este fenómeno de mundialización de la pobreza, a través de mundializar las bajas remuneraciones, ha favorecido una economía planetaria orientada a la exportación y fundada sobre una gran masa de mano de obra barata.



Otro contrasentido es que la miseria en el tercer mundo no permite el crecimiento de la demanda global. Borjas, Freeman y Katz (1992) sostienen que el incremento en los flujos de comercio en el periodo 1980/90 explica hasta el 15% de las desigualdades salariales entre trabajadores educados y no educados en USA. Leamer sostiene que es el 20%. Asimismo, Wood (1994) plantea que el comercio no necesariamente mejora el nivel de salarios en los países pobres, puesto que la mano de obra no calificada es tan abundante que una mayor demanda proveniente del incremento en el comercio difícilmente aumentará los salarios.



En cuanto a los beneficios del TLC mismo, habría que evaluar el costo de detener la incorporación de Chile al MERCOSUR, el consecuente deterioro en las relaciones políticas con nuestros vecinos y la rebaja de aranceles que esto envuelve para nuestro país. Chile le impone un 8% a los productos norteamericanos que ingresan a nuestros mercados, mientras que Estados Unidos tendrá que reducir su arancel desde el 1% con el cual ingresan los productos chilenos, lo que obviamente hace difícil pensar que se incrementen las exportaciones chilenas a Estados Unidos, sino muy por el contrario.



En lo que respecta al tema agrícola, mientras los negociadores norteamericanos exijan la eliminación de las bandas de precios, nuestros negociadores recibirán un rotundo no a nuestra solicitud de desmantelar los más de 25 mil millones de dólares en subsidios que Estados Unidos otorga a la agricultura.



Lo que también es grave son los costos potenciales asociados al acuerdo. La relación comercial entre Chile y Estados Unidos se sustenta en nuestras exportaciones de productos basados en el procesamiento de recursos naturales -principalmente minería, pesca y forestal- y en nuestras importaciones de productos manufacturados desde Estados Unidos, así como de nueva tecnología, a través de las cuantiosas inversiones que se realizan a los sectores de recursos naturales.



Al respecto cabe señalar que Chile tiene graves problemas de sustentabilidad en la explotación de sus recursos naturales, como consecuencia del tipo de modelo exportador y su débil marco regulatorio. El caso pesquero, el sector forestal, la acuicultura y la minería, son todos sectores cuyo mercado principal es el norteamericano, los que sufren de graves problemas de sobre explotación y degradación ambiental. Por lo tanto, es muy dudoso pensar en eventuales beneficios al promover sectores que ya están desarrollados, que son competitivos en el mercado norteamericano y que, además, poseen los mayores problemas ambientales.



Un acuerdo de libre comercio compromete la política económica del país, reafirmándose la estrategia de desarrollo basada en la sobre-explotación de sus recursos naturales, la contaminación ambiental, la concentración económica en unos pocos grupos económicos y la distribución desigual de los beneficios del crecimiento económico.



La evidente falta de consenso en torno a las verdaderas y reales consecuencias del incremento en los flujos comerciales, tanto desde el punto de vista social como ambiental, obligan a una mirada responsable y seria de estas negociaciones, sobre todo cuando es tanto lo que se compromete y son tantos los costos que los chilenos deberemos sufrir, que no es aceptable esta aparente modernidad de bailar con la niña bonita.



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Marcel Claude es economista y director ejecutivo de la Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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