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Cárceles chilenas: racionalizar y modernizar no es ablandar Opinión Agencia Uno

Cárceles chilenas: racionalizar y modernizar no es ablandar

En las condiciones actuales, las cárceles son recintos de aprendizaje criminal y de amplificación del funcionamiento de las bandas, en términos tales que a veces se constituyen en verdaderos centros de operaciones y reclutamiento.


En las últimas semanas se ha hablado mucho de la situación penitenciaria en Chile. Enhorabuena, porque no estamos debatiendo acerca de incidentes puntuales al interior de las cárceles como motines o hallazgos de armas y teléfonos, sino que estamos avanzando hacia una discusión sobre aspectos esenciales de la privación de libertad como castigo, su eficacia, sus necesidades estructurales de funcionamiento, su costo-efectividad real, las formas de erradicar la corrupción interna, etc.

Es cierto que la discusión de fondo llega al debate público algo tarde, porque la crisis de las cárceles es un problema de larga data. Fue necesario un debate en varios frentes originado en la sobreocupación, fue necesario conocer el crudo pero necesario informe del juez Fernando Guzmán sobre el precario funcionamiento de Santiago 1, fue necesario conocer dramáticos casos de mujeres presas embarazadas en pésimas condiciones sanitarias y así otros casos. Pero, finalmente, parece haber algo de espacio para una discusión constructiva y basada en la evidencia sobre esta materia.

La realidad es que, en las condiciones actuales, las cárceles son recintos de aprendizaje criminal y de amplificación del funcionamiento de las bandas, en términos tales que a veces se constituyen en verdaderos centros de operaciones y reclutamiento. Nuestro sistema, además, no cuenta con políticas robustas y efectivas de reinserción social, con resultados muy pobres en esta materia.

El resultado natural de esto es que la respuesta penal más severa del sistema no contribuye a solucionar los problemas de seguridad, sino que a la larga los agrava, devolviendo a la ciudadanía sujetos más entrenados, mejor contactados y con pertenencia afianzada a bandas. Encima de todo, la cárcel es cara: su construcción, operación y mantenimiento requieren un alto gasto por parte del Estado. Un cálculo grueso de Gendarmería situaba el valor de mantención sobre los 900 mil pesos mensuales por interno(a) el año pasado. El enorme costo de oportunidad está a la vista.

¿Es necesario construir y mejorar las cárceles? Por supuesto, no cabe ninguna duda. El aumento de delitos graves lo requiere cada vez con mayor intensidad. Necesitamos contar con recintos en que el control, la segregación y la incapacitación sean efectivos y totales. Esa condición no se está cumpliendo hoy, donde una gran parte del régimen penitenciario es manejado por los propios internos, lo que hace más urgente todavía la inversión, dado el enorme riesgo involucrado.

Pero, de la misma manera, hay que recordar que no todas las personas presas lo están por delitos graves, son multirreincidentes o están vinculadas al crimen organizado. Son muchos los casos en que la evidencia recomienda diversificar la respuesta penal teniendo el objetivo de interrumpir las trayectorias y sacar a las personas de la vida delictual utilizando formas alternativas de control y programas de reinserción social. En suma, racionalizar el uso de la privación de libertad a los casos en que esta es imperativa.

Estamos acostumbrados a escuchar que las medidas alternativas significan un sistema blando y tolerante con el delito. La percepción es comprensible: en nuestro país se ha destinado poco presupuesto y se han aplicado metodologías y programas con bajo control y escaso contenido, por lo tanto, sin capacidad significativa de reinsertar adecuadamente en la sociedad. No se pueden legitimar las sanciones alternativas en este escenario.

Pero la experiencia comparada indica que la sofisticación de estas sanciones, aplicadas a las personas correctas, tiene un alto potencial en cuanto a su impacto en la seguridad ciudadana, ya que devuelve a personas con capacidad de desenvolverse en forma prosocial: capaces de trabajar, con vínculos afectivos fortalecidos y valoración de su pertenencia a la comunidad, entre otras cosas. Hay que recordar una cuestión elemental, pero que se nos olvida: las personas que están presas van a salir algún día en libertad.

¿Es barato sofisticar las penas distintas a la cárcel? No, es caro (aunque no tanto como la cárcel). Se requiere un diseño complejo basado en la mejor evidencia disponible, se necesita capacitación intensiva de los actores que las implementan y ejecutan, son imprescindibles formas de control muy efectivas, se requiere –como en cualquier política pública– evaluación periódica y mejora continua. Es difícil, no es rápido, es especializado y requiere mucho trabajo, pero el retorno puede ser notablemente mayor y duradero.

La reflexión que ojalá se imponga es que, como en todos los aspectos de la seguridad, modernizar y sofisticar los sistemas, prácticas e instituciones no significa en ningún caso debilitarlas o ablandarlas. Muy por el contrario, significa exigir un funcionamiento de alta calidad, de probidad incuestionable, con responsabilidad y efectividad en el uso de los recursos públicos, y rendición de cuentas de su gestión.

La invitación, entonces, es a cambiar el discurso binario de lo duro o lo blando, hacia una mirada de eficacia real.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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