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Paseo por Lota


Hacía años que no iba a Lota. La ciudad me recibió llena de banderas, enfiestada por el Dieciocho y con ese cielo sureño, azul con nubes blancas y veloces, y árboles.



Lota es como una boca hambrienta, como han sido las bocas de todos los hijos de los mineros -por generaciones- y ahora de los trabajadores eventuales, de los cesantes históricos, de los perplejos por la «reconversión» tras el cierre de la mina.



Por ejemplo, es visible desde cualquier ángulo el dinero que ha puesto y sigue poniendo el Estado. Murales con mensajes «optimistas» (y, mejor, después escribiremos de esa fijación concertacionista por el optimismo, por ejemplo en Televisión Nacional, que a veces significa rehuir la realidad y dejar la exploración de lo que verdaderamente ocurre a la competencia; y, en política, dejar el campo del trabajo con los pobres a la UDI) y, en general, mucha pintura: en postes, barandas, basureros, fachadas, etcétera. Pero, al mismo tiempo, es evidente que ese despliegue es insuficiente.



Tal vez la zona es incapaz de superar el golpe mortífero del cierre de los minerales y, con ellos, de una forma de vida, de una identidad cultural y, sobre todo, de un orgullo de ser minero. Habrá, entonces, que esperar a otras generaciones. En realidad, a los que se queden de las otras generaciones, porque la emigración es masiva.



Quedarse en Lota es mirar pasar los camiones cargados de troncos de árboles. Ver pasar la riqueza ajena de la tierra propia, de esa cordillera de Nahuelbuta que ya no tiene selva y que fue invadida, previos incendios para terminar con el bosque nativo, por pinos e incluso eucaliptos.



A lo lejos, en la ribera de ese abrazo gigantesco que es el Golfo de Arauco, nítidas las chimeneas y humos de la planta de celulosa. En la bahía, las lanchas pesqueras. Pocas, porque la pesca ha menguado. Recuerdo, hace unos años, cuando se debió decretar la veda del jurel porque los que salían en las redes tenían como promedio el tamaño de un lápiz y peligraba la especie.



En la playa, a escasas tres cuadras de la plaza, construcciones gigantescas y feas. Son galpones de empresas pesqueras que se instalaron allí -donde en ninguna ciudad preocupada por sus ciudadanos se les dejaría instalarse y, quizás, donde legalmente ninguna empresa debiera instalarse-, invadiendo esa playa, que se recostaba sobre la línea del tren y que era, finalmente, paseo de todos.



Chile es así. Más pobre de lo que pensamos. Alejado y olvidado de la palabrería de esos personajes que se han apropiado del tema de «lo público» y que, en vergonzosa proporción, fruncirían el morro y torcerían la tarasca ante el espectáculo de esa humildad quieta, como de condenados, con niños glotones pero por causa del hambre.



Dudo que la solución para esos conciudadanos sea el incentivar la competencia a través del discurso de la superación personal y el hacerse a sí mismo. Los lotinos, a lo largo de un siglo, buscaron la superación a través de sus organizaciones y, en general, recibieron palos en la cabeza, calabozo y calumnias.



La distancia que separa, en cuanto a oportunidades, a los niños de allí con los de cualquier colegio privado es tan grande, que venderles la pomada del «sueño americano» en la elitista y segmentada sociedad chilena es casi un chiste de mal gusto. Es en parajes así cuando uno siente que el futuro del país no puede pensarse a partir de puras aventuras individuales. Y que, probablemente, lo que Chile más ha perdido -tal vez, lo más valioso- es esa capacidad o ingenuidad de mirarse como un colectivo. Por cierto, lo más lejos posible de cierto patrioterismo y de la inevitable pretensión de algunos de imponer, a través de los medios que sea, su idea de lo que es correcto para ese colectivo. Incluso en Lota.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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