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A puertas cerradas

La supuesta armonía en el interior de un conglomerado que reúne a participantes provenientes de diversas culturas políticas y, por lo tanto, con diferencias perceptibles entre sí, resulta sospechosa.


El reciente desacuerdo entre Marco Colodro y Faride Zerán, a propósito de las directrices de TVN, excede a sus protagonistas para abrir una interrogante en torno a la figura del intelectual, la diversidad y el pluralismo en el interior de los sistemas oficiales.



Uno de los problemas culturales más agudos que debe enfrentar la Concertación es el aumento alarmante de una apatía (curiosamente transformada en una política de autorelegación) que ha restado a casi un millón y medio de jóvenes de los registros electorales. Esta ausencia, inevitablemente, va a traer resultados impredecibles para el conjunto de la sociedad. Quizás sea pertinente señalar que esta no creencia en el sistema puede tener su origen en el escaso ejercicio de un pensamiento crítico emanado desde el interior de las propias instituciones.



La uniformidad y el agotador consenso generan una legítima desconfianza hacia el sistema, especialmente si pensamos que las instituciones requieren de reformulación constante para conservar la vigencia de su representatividad en los imaginarios sociales.



Desde esta perspectiva, esta sincronía que ha buscado imponer la Concertación -a mi juicio de manera excesiva e irreal- no puede dejar de ser vista por un sector de la ciudadanía como una mera oportunidad para acceder y conservar cuotas de poder. Es decir, la supuesta armonía en el interior de un conglomerado que reúne a participantes provenientes de diversas culturas políticas y, por lo tanto, con diferencias perceptibles entre sí, resulta sospechosa.



En este sentido, la posición cultural de Faride Zerán y su discurso público emanado a partir del ejercicio responsable de un cargo público en TVN, aparece como un hecho revestido de alto interés. Zerán manifiesta sus diferencias con partes del proyecto en el que participa. Pero su desacuerdo genera una respuesta absolutamente desproporcionada por parte del representante más poderoso de su entidad. Una respuesta que, en último término, empuja a la confrontación y a la oclusión de un debate posible.
Entonces, ¿la participación pública en un proyecto cultural del gobierno implica una forma de subordinación y domesticación automática a través de la anulación de toda forma de disidencia discursiva?



Zerán pone sobre el mapa público uno de los dilemas más candentes, la relación entre el intelectual y el Estado. Ella construyó su lugar social a partir de la filiación a un proyecto político sin renunciar a su necesaria independencia de opinión. Desde ese espacio, que ella misma propició, fue citada a integrar el directorio de TVN. No obstante, en el momento de manifestar las premisas que la llevaron hasta ese sitio resultó cuestionada duramente por la propia institución a la que fue convocada.



Esta paradoja constituye una falla en la medida que marca precisamente un límite entre el afuera y el adentro del sistema. Como si el pensamiento crítico sólo pudiese transcurrir en un afuera, porque cualquier otra posibilidad es leída más que como una aportación o fructífera zona de debate, como «deslealtad».



En medio de este escenario, no resulta extraña la despertenencia de los jóvenes al proyecto Concertación, pues la erradicación del debate, el monótono consenso y la intención abiertamente cooptadora promueve sujetos dóciles que reconvertidos por el aparato gubernamental en máquinas funcionarias y burocráticas, deben renunciar a lo mejor de sí mismos: su capacidad reflexiva y refractaria.



El gesto de apertura y convicción de Faride Zerán constituye una relevante excepción, que quizás colabore a emplazar esta desprestigiada regla.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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