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Editorial: El juego de la inestabilidad


Resulta paradójico que en Chile, en medio de uno de sus períodos de mayor crecimiento y prosperidad económica de su historia, la actividad política presenta, de manera persistente, una tendencia hacia el juego de la inestabilidad y la amenaza, como la manera en que los actores tratan de romper su esterilidad y sacar ventajas sobre el adversario. Un juego que muchas veces no es el producto directo de circunstancias o tensiones sociales objetivas, sino que de una cultura política, en la cual el espíritu de fronda y la tendencia oligárquica que la dominan, transforma a los miembros de la elite en conspiradores contumaces en contra de las reglas de la transparencia.



En editoriales anteriores hemos señalado que la mayor parte de las crisis que experimenta el país tienen su origen en problemas institucionales inducidos por el juego político antes que en tensiones sociales. A ello habría que agregar ahora también la visión instrumental extrema que los actores tienen de las instituciones de la democracia.



Esta es la atmósfera que predomina en torno a un conjunto de temas de muy diferente índole, que -en la coyuntura- se encuentran hilvanados por el interés electoral. Es el caso del vínculo dinero/política, la probidad en materia de gestión gubernamental, la intangibilidad de la seguridad interior, y los derechos civiles.



La opaca relación entre dinero y política es una deuda en la transparencia del sistema político chileno. Pero no por la reciente reaparición de Piñera como candidato, sino porque, tal como está diseñado, el sistema deja abierta la puerta para que el poder económico sin control distorsione la voluntad democrática. El propio Piñera ya lo ha experimentado con anterioridad. El tema ya era una deuda cuando los gobernantes del país salieron a exhibir nuestro modelo económico por el mundo. Lo era cuando se firmaron los acuerdos gasíferos con Argentina, se dictó la ley de pesca, se privatizó la seguridad social, se crearon las Isapre o se licuó la deuda subordinada.



Las tasas de desigualdad que el país exhibe, pese a su crecimiento, y la falta de instrumentos para combatirla efectivamente, tienen que ver con el poder del dinero en la política. Pero el tema debe regularse en serio y con voluntad democrática.



La presión sobre los contratos de consultoría de un pariente del Presidente es también un tema enrarecido por el oportunismo. Hace más de cuatro años que resulta evidente que no corresponde que un consultor activo en temas ambientales ostente la representación presidencial en el Consejo Consultivo de la Conama. Menos aún si es pariente del Presidente. Porque el peso reverencial que esta figura tiene en los ámbitos burocráticos es demasiado grande. Por lo tanto, lo ocurrido es a lo menos una estúpida imprudencia.



El asunto toma vigencia como parte de una acción política destinada a minar la alta popularidad presidencial, principal activo de la candidatura concertacionista. El mismo hecho, o similar, ocurre con las notarías y el Poder Judicial, con los proveedores de las fuerzas armadas, con algunos abogados y lobbystas. ¿Acaso no fue notorio en meses pasados el hecho que un pariente de un juez traficaba con información de un juicio que llevaba su cónyuge? El uso ladino de los símbolos del poder lleva a la conclusión que un tema -aparente o real- importa solo cuando y en la parte en que puede dañar al adversario.



Otro hecho notorio del momento es el vínculo de un ex alto jefe de la policía civil con narcotraficantes. A raíz de la investigación policial respectiva, se generó el conocimiento de que él prestaba servicios a un comando presidencial, donde también trabajaba su pareja, y que existían indicios de que habría diseñado una operación sucia para dañar a la candidata de la Concertación.



El error mayor que podría cometer nuestra democracia sería transformar a un policía corrupto en un testigo o prueba de cargo de acciones que, de existir, corresponden a un sistema político en problemas y no a una democracia sana. Porque la situación soñada del crimen organizado o del narcotráfico es confundir, engañar y manipular el poder político. Fragmentarlo de tal manera que su capacidad de inteligencia estratégica sobre los temas de la seguridad esté empañada por la desconfianza y la falta de acuerdo sobre los principios que deben regir las políticas respectivas. La desorientación que muestra la elite política y gubernamental en este aspecto es grave, y demuestra que sólo está mirando la coyuntura política.



Siempre se asegura que el éxito actual del país se basa en tres pilares fundamentales: la intangibilidad de las reglas del juego económico, el consenso político y la paz social. El primero y el último de los puntos señalados no parecen tener reparos. En cuanto al consenso político, la actuación de los actores hacen dudar que efectivamente esté vigente. A lo mejor estamos entrando a una etapa de luchas encarnizadas, creadas desde la percepción de la impotencia de las propias capacidades políticas, y el uso indiscriminado de instrumentos depredadores de la democracia.

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