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Editorial: El Senado y la Presidencia de la República


El espacio de maniobra política del gobierno de Michelle Bachelet se ha reducido de manera ostensible, pese a los efectos positivos del cambio de gabinete. En lo inmediato, se agota en las demandas ciudadanas en torno al Transantiago, en el desorden político de su coalición y en los magros consensos con la oposición en ciertas materias, especialmente en lo referido a la reforma del sistema binominal. Hacia el futuro, se estrechará aún más, por las dificultades de llevar adelante su agenda de cambios convenciendo a los poderes económicos que se sienten afectados por ellos y al patriciado político senatorial, subproducto de los remiendos a la Constitución de 1980.



La llegada de José Antonio Viera-Gallo a la Segpres significó una mayor capacidad de iniciativa política para La Moneda, que se reflejó de inmediato en la designación del nuevo contralor, entrampada por más de nueve meses, y en la apertura de diálogo hacia la iglesia Católica y la oposición de derecha.



Pero pasado el alivio inicial y recuperada la normalidad del día a día, la acción del nuevo ministro por sí sola no alcanza para acuerdos más trascendentales, pues sus posiciones y maneras indican más bien un giro conservador del gobierno. En un estilo más parlamentario que ejecutivo.



Ello confirma que la Presidenta está consciente de que sus recursos políticos son escasos. Ni su estilo de gobierno ciudadano ni los sectores políticos más cercanos a ella fueron capaces de crear una masa crítica de gobierno que estabilizara adecuadamente su gestión y la condujera con cierta pericia. Por ello, su paso atrás es entendible, como también que privilegie una conducción menos personalizada, y la estabilidad y el orden macroeconómico.



Sin embargo, en tales circunstancias no será extraño que se acentúe el desorden interno en la coalición gobernante. No sólo por las disputas en torno a proyectos emblemáticos, como la reforma del sistema previsional y de la educación, sino porque el nuevo estilo llevará a que muchos de sus miembros piensen que el gobierno entró en una fase de mera administración, asociativa con la derecha, sin opción real de hacer cambios en profundidad. Para muchos dirigentes concertacionistas, la crisis del Transantiago -transformada en crisis social- drenó parte importante de la credibilidad y confianza que la ciudadanía tenía en el Gobierno, principalmente al achicarse frente el desafío.



El tono de insatisfacción presidencial que rodea el proyecto que reforma el sistema político binominal parece confirmar lo anterior. No existe ninguna razón de peso para introducir el principio de la representación de minorías sólo en la Cámara de Diputados y dejar fuera de la iniciativa al Senado, sobre todo porque si existe una concentración exacerbada de poder y exclusión de minorías en el sistema electoral, ello ocurre también en la cámara alta. La última reforma constitucional dejó concentrado en 38 senadores un inmenso poder de veto y cogobierno, al no reemplazar los cargos vitalicios y designados que se eliminaron.



Todo indica que el Ejecutivo ha constatado que deberá apoyar su agenda -y, por lo mismo, las realizaciones que podrá mostrar hacia el final- en su relación con los senadores y sus comisiones, y, especialmente, con la Sala del Senado. Y, por lo tanto, no desea ni puede incomodarla.

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