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Editorial: Cediendo las banderas a la Iglesia Católica


Buena movida de ficha la del obispo Alejandro Goic. Buen tanto que se ha anotado la Iglesia Católica. La intervención de su jerarquía para sacar de punto muerto un conflicto envenenado entre Codelco y los subcontratistas obtuvo un éxito rápido y aseado. Llámese el rol que desempeñó Goic el de facilitador, mediador, puente o aval, lo cierto es que ha puesto nuevamente a la institución eclesiástica católica en el centro de la plaza pública. Y esta vez de modo positivo.



El clero católico había suministrado en los últimos años algunas noticias no muy edificantes. El affaire de los curas pedófilos y su ocultamiento por parte de algunos prelados produjo irritación y desconfianza no sólo en las víctimas, sino en la ciudadanía en general. En estas circunstancias la elección del aperturista monseñor Goic para la presidencia de la Conferencia Episcopal, con la venia del cardenal Errázuriz, abrigaba un deliberado propósito apaciguador.



El obispo de Rancagua es el último eslabón de una ilustre generación de jerarcas opositores a la dictadura, con gran sensibilidad social. Después de haber salido de escena los viejos próceres batalladores, como Silva Henríquez, Santos, González, Contreras, Camus o Ariztía, el ala más conservadora ha estado dominando totalmente la Conferencia. Pero ante la crisis fue elegido como presidente un personaje como Goic, con talante idóneo para sanear la imagen de la Iglesia Católica severamente menoscabada por los escándalos.



Goic se ha alineado con la tradición pastoral dialogante de la jerarquía católica chilena de los años 60 y 70 e incluso de los 80. Ha bajado el perfil a las prédicas sobre el sexo y ha insistido más bien en las denuncias en torno a los problemas sociales. Así, el atasco del conflicto de Codelco fue su oportunidad para intervenir en las negociaciones y criticar de paso los graves desajustes socioeconómicos que sufre el país y el tipo de desarrollo vigente.



El prelado ha sugerido un paralelo que resulta bochornoso para las autoridades democráticas. Declaró a un medio de comunicación: "Tal como la Iglesia intervino en momentos difíciles, cuando se violaba la dignidad humana, ahora queremos defender y valorar el derecho de los trabajadores".



Estas palabras ponen en entredicho el proyecto democrático de la transición en su dimensión social. Después de diecisiete años de gobiernos concertacionistas, el resultado es tan precario que la Iglesia Católica no sólo actúa ante un relevante conflicto laboral, sino que prácticamente es solicitada para que lo haga. Chile se encuentra, así, a la altura de algunas repúblicas de baja gobernabilidad que necesitan de operadores externos para resolver sus más esenciales problemas. El orgullo chileno de que aquí las instituciones funcionan es desmentido largamente por los hechos, en capítulos tan básicos, por ejemplo, como el cumplimiento de las leyes laborales.



Pero lo más triste es que las críticas de la Conferencia Episcopal católica y del mismo Goic apuntan a temas muy obvios: la inequidad del reparto de la riqueza, los salarios mínimos que no son éticos, el trato laboral indigno. Todo un paquete inobjetable de problemas que son seguro semillero de futuros conflictos. Es penoso que, ante este panorama, los restauradores de la democracia, los cultores de la doctrina social de la Iglesia Católica y los mismísimos socialistas se vayan dejando arrebatar las banderas y aparezcan sumergidos en evaluaciones autocomplacientes que buscan restar dramatismo a una situación que en poco tiempo puede resultar explosiva. Mientras tanto, la Iglesia Católica puede aparecer más representativa de ciertos sectores de la población que sus propios representantes electos.



No hay que olvidar un último aspecto, muy delicado: la Iglesia Católica cobra sus favores. Si en los 90, e incluso durante el gobierno de Lagos, se vivió en una especie de semiconfesionalismo vergonzante, fue el precio que impuso la jerarquía católica por su valiente defensa de los derechos humanos durante la dictadura. La crónica incapacidad de la Concertación, y del mundo político en general, para resolver en profundidad los conflictos sociales desde las propias instituciones, supone legar una pesada hipoteca a la construcción libre y republicana del futuro de Chile.



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