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Piñera y Mariano Ignacio Prado: la maldición del dinero Opinión

Piñera y Mariano Ignacio Prado: la maldición del dinero

Los negocios del señor Prado han cobrado vida propia y traen al Perú la desgracia de la guerra, como parte de un conflicto en el que no tenía ningún interés propio comprometido. Ni siquiera teníamos fronteras comunes. Chile nunca tuvo disputa territorial con Perú, pero la victoria militar dejó al porcino en estado de reposo, por eso Iquique y Arica se incorporan a perpetuidad al territorio chileno como compensación de guerra y no como delimitación limítrofe. Son un pago, no un reconocimiento de un derecho preexistente, situación muy distinta a la acordada con Bolivia.


Sebastián Piñera ha proclamado su candidatura presidencial. En lo formal ejerce un derecho de todo ciudadano. Pero, en lo concreto, su avidez por el dinero y su incapacidad de separar esto del ejercicio del poder público exponen a Chile y a él mismo a las peores desventuras.

Un dirigente político que mantiene intereses económicos significativos y activos y que, por ende, tienen su propia lógica de acción y acumulación, asume los riesgos que significa que estos cobren vida propia y terminen arrastrando a su propietario a las peores tragedias, cual maleficio mitológico.

Desconozco si el comportamiento financiero de Piñera fue legal o no al invertir en una pesquera peruana mientras Chile, que él presidía, perdía un litigio internacional por las aguas donde opera esa empresa. El Presidente de Chile fue el único que ganó cuando su país perdió. Eso se ve muy mal. Arturo Prat disputó nuestros derechos marítimos en esas aguas con un criterio distinto.

Ya que estamos hablando de Perú, hagamos referencia, como explicación a nuestra tesis, al dos veces Presidente (1865-1868 / 1876-1880) de ese país, don Mariano Ignacio Prado.

Era un militar de origen modesto, don Mariano. Fue militar de carrera y un valiente patriota, pero su relación con el dinero, que escurre como veneno maléfico en las esferas del poder, le trajeron a su patria y a él mismo las peores desgracias. Hoy está en el cubo de los desechos de la historia peruana donde pudo quedar entre laureles.

En 1864 una poderosa escuadra española, surta en el Callao, cometió una serie de estropicios contra el Perú; en realidad, era una forma encubierta de tantear una restauración colonial. El Presidente Juan Antonio Pezet no respondió con la energía que las circunstancias aconsejaban y se produjo una insurrección militar que llevó al gobierno a don Mariano.

Se desató la guerra contra los españoles y tras Perú reconocieron solidaria fila Chile, Bolivia y Ecuador. Chile al costo de ver a Valparaíso bombardeado. Al final la escuadra española derrotada volvió a su península. El veneno había llegado a don Mariano, que compró para el Perú dos buques de guerra en EE.UU. al triple de su valor real. Recibió el delicioso veneno de mezclar política y negocios; por ahora, sentiría solo el primero de los sabores.

[cita tipo=»destaque»]Luego de la batalla de Tacna, en que el ejército peruano-boliviano es destruido, el Presidente Prado, al cual el honor le exige defender Lima hasta la muerte, recoge el dinero de una generosa colecta pública de joyas de las damas de la sociedad limeña, y huye del país bajo pretexto de ir a comprar armas. Esto es desastroso para la moral peruana; uno de los vicepresidentes está en Europa y el otro gravemente enfermo. Otro Gobierno debe asumir.[/cita]

Por los avatares propios de la política, Prado se vino a Chile, donde tenía muchos amigos. La oligarquía chilena, que percibía la importancia de «hacerse» de una persona que podía volver a ser Presidente del Perú, le colmó de atenciones. Don Guillermo Gibson Délano le arrendó una enorme estancia en Carampangue a una renta de bagatela y, cuando murió, sus herederos se la vendieron a un precio de regalo.

Detrás del negocio estaba don Agustín Edwards Ossandón, del que el difunto Gibson era importante deudor, por lo que tuvo que aceptar estos precios de liquidación. De paso, el Sr. Edwards le prestó a Prado enormes sumas de dinero que nunca le cobró; su generosidad se entiende mejor si consideramos que tenía muchos y enormes intereses en las salitreras. No eran regalos sino inversión. Luego, el Estado de Chile le concedió pertenencias mineras de carbón que le enriquecieron rápidamente. Por si esto fuera poco, el Gobierno le dio el grado de general del Ejército chileno, con pago de remuneración equivalente a cinco años.

Quizás Prado creyó en la generosidad desinteresada del ser humano o bien pensó que podría desentenderse de esos compromisos más tarde. Pero no sería posible, estaba atrapado.

En 1876 volvió a la Presidencia del Perú y obtuvo que Bolivia le concediera también pertenencias mineras de estaño. Había aprendido la primera parte.

Todo iba muy bien hasta que, en 1879, un incumplimiento de un tratado por parte de Bolivia la pone en conflicto con Chile. El Presidente tiene compromisos con ambos. Trata de mediar. Bolivia le manda como enviado a un vicepresidente –el mismo al que ha dado la concesión minera– a que reconozca filas con los altiplánicos. Chile le exige neutralidad y este se excusa y les da a conocer que hay un pacto secreto de ayuda militar con Bolivia. Este acto de solidaridad forzada enfurece al Gobierno chileno, el soborno no cumplido siempre trae las peores consecuencias. Chile le declara la guerra al Perú.

Los negocios del señor Prado han cobrado vida propia y traen al Perú la desgracia de la guerra, como parte de un conflicto en el que no tenía ningún interés propio comprometido. Ni siquiera teníamos fronteras comunes. Chile nunca tuvo disputa territorial con Perú, pero la victoria militar dejó al porcino en estado de reposo, por eso Iquique y Arica se incorporan a perpetuidad al territorio chileno como compensación de guerra y no como delimitación limítrofe. Son un pago, no un reconocimiento de un derecho preexistente, situación muy distinta a la acordada con Bolivia.

Luego de la batalla de Tacna, en que el ejército peruano-boliviano es destruido, el Presidente Prado, al cual el honor le exige defender Lima hasta la muerte, recoge el dinero de una generosa colecta pública de joyas de las damas de la sociedad limeña, y huye del país bajo pretexto de ir a comprar armas. Esto es desastroso para la moral peruana; uno de los vicepresidentes está en Europa y el otro gravemente enfermo. Otro Gobierno debe asumir.

Los ciudadanos peruanos combaten con valor, pero no pueden evitar la entrada a Lima de las tropas chilenas al son de la marcha triunfal. Chile le reconoce a Prado todas sus propiedades y acciones empresariales, Edwards nunca le cobra la deuda. La pregunta es obvia: ¿huyó Prado por temor a las tropas chilenas o por temor a la confiscación de sus enormes intereses en Chile?

Prado muere exiliado en París 1901. No se pone a resguardo de una dictadura sino de la repulsa de sus compatriotas. Hoy su familia es de las más poderosas, pero el estigma está ahí.

Uno de sus hijos, Leoncio Prado, fue un patriota ejemplar. Siendo un niño participó como marinero en la guerra contra España, fue voluntario en las tropas independentistas cubanas de Antonio Maceo en la Guerra Grande contra España (1868-1878) y defendió Arica como un león desde el barco Manco Capac. Finalmente fue fusilado por tropas chilenas, luego de la batalla de Huamachuco, pena que se le aplicó por ser oficial regular del Ejército peruano y no acatar la rendición de su Gobierno y haberse incorporado a las guerrillas de Andrés Avelino Cáceres. Enfrentó su hora definitiva con una dignidad y coraje que estremecen. Muchos peruanos, cuando se les menciona a este héroe, lo evocan como «el hijo del traidor», baldón más que inmerecido, pero está ahí.

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