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“Razón bruta” revolucionaria. Respuesta a Fernando Atria (II) Opinión

“Razón bruta” revolucionaria. Respuesta a Fernando Atria (II)

Hugo Herrera
Por : Hugo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales
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Los procesos de justificación de normas, según el libro «La razón bruta» de Fernando Atria, están orientados a mostrar que las normas son ‘nuestras’ porque toman en igual consideración los intereses de todos; los procesos de aplicación de normas miran aplicar imparcialmente a casos particulares (singulares, únicos, irrepetibles, etc.) normas ya justificadas”. Esta distinción no se hace cargo del problema que he planteado en el preciso nivel en el que él se ubica, a saber, no (sólo) en el de la “aplicación”, sino ya en el de la confección y “justificación” de normas. Al respecto debo indicar que esta distinción no puede ser absoluta: nunca hay una producción de reglas que no sea también una aplicación de otras reglas a una situación; lo que hace el legislador es intentar comprender en una regla –la ley– una situación, confeccionando un producto normativo a partir de ciertos conceptos y reglas con los que previamente cuenta y que trata de aplicar a la situación abarcada en la norma.


Deliberación pública generalizante

Atria señala que él sí habría respondido en sus textos a la observación mía respecto al potencial generalizante y excluyente de lo singular que posee la deliberación pública (cf. RB 115-117). Pero si uno lee “Razón bruta”, nota que Atria simplemente insiste en sus planteamientos anteriores, sin parecer darse cuenta del sentido de mi objeción.

1. Un sentido en el que la deliberación puede ser alienante (y que se le escapa a Atria)

Escribe Atria: “[Herrera] me reprocha que no me haga ‘ciertas preguntas exigibles a esta altura’: ‘¿No puede la forma de la deliberación en cuanto tal guardar en ella una característica que la haga incompatible con un auténtico consenso? Más allá de la mera forma de un debate común, ¿existe la comunidad de los intereses o hay un punto en el cual los intereses individuales son de verdad –y legítimamente– incompatibles, irreductibles salvo que se les haga violencia? ¿Basta, dicho de otro modo, la mera forma de la deliberación para fundar una comunidad concreta?’”

A todo lo anterior, Atria responde: “Las preguntas que él me reprocha no haberme formulado son las preguntas que están en el centro de los artículos que él está comentando” (RB 115). Y continúa: “La cuestión de si el hecho de que la deliberación no alcance el consenso es un déficit de la deliberación o no es una de las cuestiones centrales de ‘La verdad y lo político’; la pregunta de si existen intereses comunes que la deliberación presupone es también tematizada […]. Aquí la cuestión, por cierto, es si esas formas institucionales son no solo imperfectas, sino corruptas a un punto en que la idea anticipatoria es solo un autoengaño […]. Por último, lo mismo ha de decirse de la cuestión de si basta la forma de la deliberación para fundar una comunidad concreta. La deliberación supone comunidad, por lo que cuando deliberamos actuamos asumiendo que nuestras formas imperfectas de comunidad contienen en sí la posibilidad de su radicalización, es decir, tienen contenido anticipatorio” (RB 115-116).

La respuesta de Atria no repara en el sentido preciso de mis preguntas. O no se da cuenta de él o lo está esquivando.

La cuestión por la que inquiero en mis preguntas es si acaso la deliberación pública, y –repárese en esto– no por “formas institucionales” “imperfectas” o “corruptas”, sino por su misma forma o constitución, aloja en ella un potencial opresivo y alienante, de tal suerte que, aunque lograra realizarse de manera plena y bajo condiciones óptimas, ese potencial opresivo y alienante seguiría operando.

Esa pregunta no es considerada así en parte alguna de “La verdad y lo político”, ni tampoco en “Razón bruta”. La respuesta de Atria en ambos textos es la siguiente: que basta que la deliberación sea plena, o sea, no afectada por corrupción externa, para que el reconocimiento sea pleno. Mi pregunta, en cambio, se dirige, precisamente, a determinar si basta esa plenitud, o no, para tal reconocimiento. Lo que estoy poniendo en cuestión es la posibilidad de un reconocimiento pleno en una deliberación plena.

2. Generalización deliberativa

Esta pregunta es de la máxima relevancia, porque, como me parece y he intentado mostrar, la deliberación es un proceso generalizante. “Considera solo los aspectos generalmente admisibles de la existencia, aquellas creencias que resultan validables ante el público […]. [D]eja, empero, fuera de ella, facetas de la existencia indudables y significativas” (FU 136-137). Ni la “eterna imprevisibilidad de las situaciones concretas” (Plessner), ni “la singularidad de los individuos” (FU 137) son homogéneas con la generalidad de la deliberación, de tal suerte que siempre en ella ocurrirá una obliteración, se ejercerá una violencia sobre esas situaciones e individuos.

Reparar en esa heterogeneidad y esta violencia es condición de una política y un derecho que, en la precisa medida en que son conscientes de su potencial obliterante y manipulativo, puedan aminorar la violencia. Atenuar la violencia y la obliteración de toda deliberación requiere tematizarlas con detención; justo lo que Atria no hace.

3. Sólo una respuesta al problema del desacuerdo

Ante el hecho del desacuerdo, el cual puede deberse, precisamente, a esa heterogeneidad detectada, Atria sólo se representa como posible una opción explicativa, a saber: que “las condiciones en que debemos deliberar son tales que hacen improbable encontrar razones comunes, y esa improbabilidad no puede ser totalmente compensada institucionalmente. En este sentido la deliberación supone comunidad de intereses, pero debe ocurrir en un contexto en que nuestros intereses se nos aparecen como en contradicción” (RB 117).

No es tematizada, en cambio, la otra posibilidad, a saber, que aun bajo condiciones óptimas sí ocurra que la heterogeneidad entre la singularidad de los individuos y la generalización de la racionalidad deliberativa hagan imposible un auténtico consenso, y éste sólo sea alcanzable en el modo del sometimiento de lo singular y concreto.

4. Parece que sí estamos ante un problema

Atria esgrime un argumento que importa que él supone implícitamente que aquí sí estamos ante un problema. El argumento se dirige, empero, más que a tematizar el problema, a esquivarlo. Atria luce creer que es posible esquivar la cuestión por la vía de distinguir entre la “justificación” y la “aplicación” de las normas. “Los procesos de justificación de normas están orientados a mostrar que las normas son ‘nuestras’ porque toman en igual consideración los intereses de todos; los procesos de aplicación de normas miran aplicar imparcialmente a casos particulares (singulares, únicos, irrepetibles, etc.) normas ya justificadas” (RB 122).

Esta distinción no se hace cargo del problema que he planteado en el preciso nivel en el que él se ubica, a saber, no (sólo) en el de la “aplicación”, sino ya en el de la confección y “justificación” de normas (debo indicar que esta distinción no puede ser absoluta: nunca hay una producción de reglas que no sea también una aplicación de otras reglas a una situación; lo que hace el legislador es intentar comprender en una regla –la ley– una situación, confeccionando un producto normativo a partir de ciertos conceptos y reglas con los que previamente cuenta y que trata de aplicar a la situación abarcada en la norma). Antes de cualquier “aplicación” de normas (en el sentido de Atria), el proceso deliberativo, por su propia lógica, tiende a reconocer sólo lo generalizable. Es, precisamente por eso, que ni aún en condiciones de deliberación perfecta se supera su heterogeneidad con la imprevisibilidad de las situaciones y la singularidad de los otros.

De este reconocimiento no se sigue que deba abolirse la deliberación pública y reemplazársela, por ejemplo, por la decisión de una autoridad unipersonal o por el abandono. Pero sí se sigue, por de pronto, la exigencia de la división del poder social. Atria repara correctamente en la división del poder de legislar y el de aplicar las leyes. Y, ciertamente, en la aplicación que realiza el juez pueden subsanarse las injusticias a las que conduce una deliberación generalizante. Yo reparo también en que ese remedio no basta, sino que se requiere todavía limitar el campo de la deliberación generalizante por la vía de dividir el poder social, además, entre una esfera deliberativa y una esfera privada dotada de fuerzas y recursos propios.

Más aún, y en sentido amplio: dado que tanto el mercado cuanto la deliberación pública son generalizantes, es menester tener una clara lucidez sobre el potencial obliterante y violentante del mercado y de la deliberación. Sólo entonces resulta posible llevar adelante con pertinencia el “complejo arte de diseño” y las “permanentes adecuaciones y correcciones” dirigidos a facilitar “la suspensión de los dispositivos generalizantes cuando ellos dañen el espontáneo despliegue de las situaciones y los individuos, de la realidad concreta popular y social” (FU 145). La extensión de esa lucidez entre los participantes en el proceso deliberativo permite esperar que ellos mismos reparen en los alcances y límites de dicho proceso y aboguen por moderar, al interior ya de él, sus pretensiones menos matizadas.

5. La actitud de duda o escéptica o emotivista es “inaceptable”

La concepción que Atria tiene de la deliberación importa asumir que la actitud escéptica o emotivista queda radicalmente excluida de tal proceso (Atria identifica ambas actitudes; cf. VP I 46; ahora busca dar, con MacIntyre, una definición estricta del emotivismo; cf. RB 122). “[E]l emotivista no participa de la deliberación, no puede participar en la medida en que es emotivista. Por consiguiente, no es un igual a los demás en la deliberación […]. Y yo no soy el que lo excluye, él se ha excluido a sí mismo” (RB 124).

Atria no acepta que, en cierto momento de la deliberación, una parte pueda llegar de buena fe a la conclusión de que respecto de una cuestión no es posible superar el disenso (e, insisto, aun cuando el contexto sea el óptimo). Debido, precisamente, a la heterogeneidad entre lo peculiar de la situación y lo singular del otro, y el carácter generalizante de la deliberación, no es descartable que efectivamente esté resultando imposible superar el disenso, porque no asoman argumentos que logren extinguir la duda. En ese momento, lo correcto no es desconocer a la parte que en tal asunto ha devenido escéptica o emotivista, sino o bien insistir en la argumentación, mas admitiéndose con sobriedad los límites de la fuerza persuasiva de los propios argumentos, en último término, los límites de la razón y el lenguaje en la comprensión de lo real, o bien, reconociéndose esos límites y las altas exigencias de la paz, acudir a la votación.

En el modelo autocontenido o abstracto de deliberación de Atria ese otro no cabe. El emotivismo o el escepticismo tiñe a quien lo adopta en una cuestión de manera tan irremediable, que queda excluido de su concepción de la deliberación.

No repara Atria en que la posición que termina siendo escéptica puede fundarse también en argumentos, en virtud de los cuales quien la sostiene muestra, precisamente, la insuficiencia de los argumentos contrarios para producir convencimiento. Vale decir, puede ocurrir que el escéptico o emotivista no se esté excluyendo de una deliberación según argumentos, en el modo de un simple “aquí estoy yo y no me quiero dejar persuadir por los otros a quienes desconozco”, sino argumentando sobre por qué la decisión no se puede alcanzar en un caso determinado a partir de un convencimiento general.

La disfuncionalidad de ese otro llega a ser irritante para Atria, quien lo descalifica. Así, hace posible que nos percatemos hasta dónde llega la “paciencia” que consigue en su afán político-moralizante o la sobriedad a la que llega con su intención de alterar la interioridad de las consciencias: “La postura del emotivista, en nuestras situaciones concretas, es la de quien tiene poder fáctico (económico, comunicacional, etc.) suficiente para confiar en que logrará salirse con la suya […]. [El emotivista] es quien finge estar discutiendo, cuando lo que en verdad está haciendo es comportarse como un free rider de la deliberación […], el que no ofrece argumentos, y quiere hacer que nosotros decidamos como él quiere solo porque él lo quiere, sin siquiera molestarse en ofrecernos una razón que muestre que eso es lo correcto o lo que va en el interés de todos” (RB 124).

Atria descalifica la intención tras la acción del emotivista o escéptico. Él no puede ser alguien que, sin intención aviesa, sino luego de una reflexión ponderada y hecha con buena consciencia, crea que “respecto de alguna cuestión” “hemos llegado al punto en el cual solo puede decirse ‘esa es su opinión, yo tengo la mía’” (N 209). No se detiene, Atria, a pensar en que tras esa posición pueda haber argumentos que muestren plausiblemente la dificultad de los otros argumentos, los que pretenden conducir a cierta decisión. Tampoco repara en que el reconocimiento escéptico o emotivista de la imposibilidad de alcanzar el consenso en algún asunto puede ir, precisamente, a favorecer el interés de la comunidad política, en la medida en que se dirige, en el momento de la discordia, con consciencia sobre los límites de la deliberación, a llamar a la votación como la manera pacífica que queda aún de zanjar las diferencias.

Si se atiende a lo que he indicado, respecto a que la heterogeneidad entre la operación generalizante de la deliberación y el carácter singular y concreto de las situaciones y los otros en ellas es insuperable, entonces la actitud escéptica o emotivista ante ciertas cuestiones no depende simplemente de condiciones sociales contingentes. Ella es una actitud cuya irrupción es tan insuperable como aquella heterogeneidad. La mera presencia de esta actitud disfuncional irrita al revolucionario. Por eso no es ocioso preguntarse ahora por los riesgos para lo heterogéneo y disfuncional del otro que tiene la posición de quien cree que por la vía de la radicalización de la operación deliberativo-generalizante se alcanzará el “reconocimiento radical”; por los peligros de esa posición para aquello –recordémoslo– a lo que ya Atria ha declarado “inaceptable”.

Puesta esa heterogeneidad entre lo deliberativo-generalizante y la singularidad y excepcionalidad de lo concreto, el fin que, según Atria, se anticipa en la deliberación es, en último trámite, inalcanzable. Esto es lo mismo que decir que aquello que en el individuo es disfuncional a dicho fin radical no remite, o que el aspecto emotivista o escéptico del ser humano es insuprimible, salvo, por supuesto, de un modo violento. En consecuencia, la irritación de ese revolucionario que tiene a la vista como su telos el “reconocimiento recíproco universal” no puede ser superada sino en la forma de una imposición o del abandono de tal radical fin.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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