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La educación positiva no tiene por qué excluir los castigos Niñez

La educación positiva no tiene por qué excluir los castigos

Prohibir la violencia en la educación no significa condenar el principio mismo de autoridad. La historia ha demostrado que la educación sin sanciones puede conducir a un callejón sin salida.


¿Cómo afrontar las rabietas y los actos de desobediencia de un niño pequeño? ¿Mandarlo a su cuarto castigado es demasiado estricto, o hay que poner los límites necesarios? Esta cuestión todavía divide a psicólogos y familias, reavivando el debate sobre la educación sin coacción ni castigo, o “positiva”. Un ideal que podría esconder ilusiones tan dulces como peligrosas.

Nadie negará que el proceso educativo debería librarse de toda violencia física y psicológica. La brutalidad educativa de siglos pasados es escalofriante. Del ponerse de rodillas a las orejas de asno, del “rincón de pensar” al cuarto oscuro, la lista de prácticas punitivas utilizadas es a menudo terrible y casi infinita.

Sin embargo, prohibir toda forma de violencia no equivale a condenar la autoridad. La coerción tiene sus virtudes, al igual que el castigo. En este debate resulta sorprendente ver cómo a menudo se falsifica la historia de la educación o simplemente se olvida.

Escuelas utópicas

Conviene recordar que una escuela sin coacciones ni castigos ya existía, gracias a la experiencia de los maestros de Hamburgo, en los años veinte. “Desde los primeros días, los maestros dijeron a sus alumnos que ya no habría castigos ni sanciones, que ya no se trataría de prohibiciones ni de ninguna norma que pudiera obstaculizarles en el uso de su plena libertad”, escribe Jakob Robert Schmid, que relata esta asombrosa experiencia en El maestro compañero y la pedagogía libertaria.

Los maestros de Hamburgo creían que sólo la libertad, entendida como ausencia de coacción, podía hacer aflorar los tesoros de la infancia. Los maestros ya no querían ser maestros:

“Queremos empezar a vivir fraternalmente con los escolares. Queremos vivir con ellos como verdaderos camaradas.”

Litografía de Honoré Daumier en la que un alumno ocupa el lugar del maestro de escuela
‘Espera… te daré un poco… del maestro de escuela’, Honoré Daumier, litografía, 1846.
National Gallery of Art, CC0, via Wikimedia

En su forma más radical, este experimento encarnaba la utopía de un espacio educativo libre de toda forma de coacción. Se saldó con un estrepitoso fracaso, tanto más amargo cuanto que durante más de diez años estos maestros innovadores habían dado muestras de un entusiasmo poco común. Zeidler, uno de los inspiradores, tuvo que admitir no sin tristeza:

“Allí donde la gente se dejó guiar por una confianza sin límites en el tacto de los niños, en su fuerza de voluntad, en su perseverancia, en la seguridad de sus instintos y en la tolerancia de los individuos para formar una comunidad (…) vimos formarse pandillas de niños indisciplinados”.

No nos equivoquemos. Los niños necesitan ser guiados y a veces coaccionados. Freud lo dice muy claramente en sus Nuevas conferencias:

“Es imposible dar a los niños la libertad de seguir todos sus impulsos. Sería un experimento muy instructivo para los psicólogos, pero los padres serían incapaces de soportarlo y los propios niños sufrirían graves daños…”.

La labor educativa requiere sobre todo estímulo, apoyo y aprecio, pero no puede prescindir de la prohibición.

Modelos que no son tales

Los partidarios de la ideología ni–ni (ni coacción ni castigo) se refieren a menudo a experiencias educativas que, contrariamente a lo que puedan decir, nunca han prohibido el castigo. La escuela de Iasnaya Poliana, abierta por Tolstói en 1859 durante unos pocos años, y que a menudo se cita como modelo, recurría de hecho a la exclusión y la privación.

Otro ejemplo citado es Maria Montessori. Sin embargo, la Casa dei Bambini, que reunía a niños muy pequeños, menciona en su reglamento interno de 1913 que los “indisciplinado” y los niños “descuidados y sucios” serían expulsados de la escuela.

También había sanciones en Summerhill, la escuela fundada en 1921 por el pedagogo escocés Alexander Neill, que pretendía ser un lugar gratuito. Sanciones como multas, amonestaciones y trabajos forzados eran impuestas… por otros niños constituidos en tribunal. El progresismo no siempre está donde uno cree.

En general, las escuelas que han afirmado estar libres de toda sanción suelen ser escuelas que han acogido a un número reducido, o incluso selecto, de alumnos, contraviniendo así el principio de hospitalidad. También son escuelas que han ocultado sus prácticas punitivas tras sanciones supuestamente “naturales”.

Por último, son –algo difícilmente admisible– escuelas en las que los adultos se han despojado del derecho a castigar y se lo han legado a los niños, como ocurrió en Summerhill.

El impacto educativo del castigo

Las perspectivas más innovadoras no son las que han intentado desterrar el castigo, sino las que se han centrado en darle un alcance educativo. En concreto, han demostrado que una sanción educativa tiene siempre una triple finalidad: reafirmar una norma compartida, concienciar a un joven que está creciendo sobre sus responsabilidades y mostrarle un límite. También han demostrado que una sanción educativa puede ser privativa.

La sanción educativa suspende momentáneamente un derecho, un poder. Estrecha, por un momento, el campo de posibilidades y oportunidades. En una frase, reduce momentáneamente el poder del sujeto. “No voy a volver a hablarte porque llevas toda la tarde diciendo cosas desagradables”. “Voy a dejar de ayudarte porque no estás haciendo lo que debes, no estás respetando el trato”. “Vuelve a tu sitio, puedes unirte a nosotros cuando realmente quieras trabajar e implicarte”.

Dejemos de pensar en el castigo como una condena, ya no está a la orden del día, se ha pasado página. Las penas no están ahí para hacer daño, sino para tener sentido. En determinadas circunstancias, la sanción también puede ser reparadora. “Has ensuciado esta pared, ahora vas a lavarla”; “Siempre estás molestando al pequeño Paul, vas a enseñarle lo que es ser mayor, y vas a ayudarle con los deberes hasta el final de la semana”. Reparar es sin duda reparar algo, pero también, y sobre todo, reparar para alguien.

La norma, restricción y garantía de derechos

La ideología del “no” está resurgiendo con la educación positiva. Como ha visto claramente Denis Jeffrey, profesor de educación en la Universidad Laval, empezamos por silenciar y renombrar. Jugamos con las palabras: “El profesor se convierte en un entrenador o facilitador, la regla en una expectativa, el castigo en una consecuencia”.

Pero un profesor enseña, una norma es una norma. Quizá merezca la pena recordar que hay tres líneas de significado en la idea de regla:

  1. Regla significa regularidad. Una regla es algo que se repite de forma regular, en este sentido es predecible.
  2. Derivado del latín regere (dirigir), la regla constriñe.
  3. Y por último, pero no por ello menos importante, garantiza los derechos.

Educar no es idear estratagemas para ocultar las reglas sociales bajo coacciones supuestamente naturales, como sugiere Rousseau en Emilio o la educación. Educar es hacer pasar al niño de una concepción religiosa de la regla a una concepción jurídica, de Thémis a Nomos.

La primera noción que se tiene de la norma es siempre religiosa. El niño la percibe inevitablemente como una autoridad trascendente (externa) e inmutable, como un límite a sus planes, deseos y anhelos. Impresionante e intimidatoria, fomenta, por paradójico que parezca, el juego y la transgresión.

La norma como vínculo

Crecer significa abrirse a un concepto jurídico que engloba tres características muy diferentes. Los niños entienden que pueden participar en la construcción de la norma. Es cierto que, una vez elaborada, la norma adquiere una forma de trascendencia, pero esta trascendencia es secundaria.

También puede modificarse: puede cambiarse, mejorarse o adaptarse. La norma se vive menos como un límite que como un vínculo. Nos conecta exigiendo los mismos deberes y garantizando los mismos derechos. El núcleo de la labor educativa consiste precisamente en llevar a cada niño a esta relación pacífica e inteligente con las normas.

Pero sobre todo, ¿cómo no ver que la coacción debe existir en el proceso educativo? Dejemos claro desde el principio que la coerción no es violencia. De primeras parece algo negativo, pero es positivo porque es una invitación a convertirse en otra cosa. Cuando se convierte en autocoacción, la norma se mantiene y se supera al mismo tiempo: es una restricción que, como la asumo voluntariamente, ya no me constriñe, me libera. Porque “la verdadera libertad”, como decía Montaigne, “es poder controlarse”.

Eirick Prairat, Professeur de Philosophie de l’éducation, membre de l’Institut universitaire de France (IUF), Université de Lorraine

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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