«A la larga, hay dos cosas que funcionan mejor que estos cinco consejos juntos. La primera es la experiencia. Mientras más charlas des, menos nerviosismo vas a sentir, en parte porque irás mejorando, pero principalmente porque te darás cuenta de que el mundo no se va a acabar si las cosas no van como esperabas», escribe en este artículo la periodista de FT Lucy Kellaway.
Por Lucy Kellaway
Hasta hace poco, lo que más me asustaba — aún más que mi terror infantil a que los murciélagos construyeran un nido en mi cabello — era pararme en frente de un grupo de personas benignas y abrir la boca.
Mi miedo de hablar en público era irracional y extremo. Era tanto que pasé las primeras dos décadas de mi vida laboral haciendo lo imposible para asegurar que nunca tuviera que hacerlo. Entonces, cuando cumplí cuarenta años de edad, decidí que esto no sólo estaba limitando mi carrera sino que además era patético. Por eso, comencé a obligarme a mí misma a aceptar invitaciones.
La noche antes de mi primer gran discurso estaba tan nerviosa que no pude dormir, y en la mañana me puse unos brillantes zapatos rosados en la esperanza de que mis pies alegres engañarían al público a pensar que su dueña se sentía igualmente feliz. Quince años más tarde he prescindido de los zapatos rosados y hablo sin casi miedo alguno. Mi cuerpo produce la suficiente adrenalina para poderme enfocar en lo que se supone que esté haciendo, pero eso es todo.
Mi historial — y mi simpatía por los millones similarmente afligidos — hace que me enoje cada vez que veo consejos falsos. Harvard Business Review recientemente publicó un artículo sobre el tema que sugería que el truco es “apalancar nuestros cuerpos físicos para estar más presentes”. No tengo idea de cómo se apalanca el cuerpo, pero no suena muy agradable. En todo caso, estar “presente” antes de un discurso es una mala idea. Lo que uno quiere hacer es ausentarse lo más posible, en la esperanza de calmarse un poco.
El “consejo” de dormir bien antes de dar un discurso es aún más risible. Exactamente cómo debes de hacer eso — ya que la esencia del nerviosismo es que es incompatible con el sueño — nunca se aclara. La pregunta más interesante es qué es peor: ¿drogarse con pastillas para dormir y estar mareado por la mañana, o estar desvelado y por lo tanto ser un manojo de nervios?
Con el pasar de los años he hallado la respuesta a esta pregunta y he desarrollado un enfoque de cinco pasos para dominar el pánico de las presentaciones.
Primero, con respecto a las sustancias, he descubierto que el problema con las pastillas para dormir es que no sólo quitan el nerviosismo sino que eliminan todos los sentimientos. Estar destrozado es mejor que ser un zombi.
Los betabloqueadores, en casos extremos, funcionan mejor para calmar los nervios. También una pequeña dosis de alcohol. Para un discurso matutino, un traguito de un frasco de bolsillo podría ser inapropiado, pero cuando se trata de discursos nocturnos una (o dos) copas de vino calman los nervios.
El siguiente consejo es compensar el miedo de hablar con uno mayor y más racional. Una vez, al trasladarme en bicicleta al lugar donde tenía que hablar, apenas escapé ser aplastada por una mezcladora de cemento. El hecho de no haber sentido miedo ante el auténtico riesgo de morir, y todo tipo de miedo ante el riesgo de dar una charla poco importante, me avergonzó tanto que perdí el miedo.
Mi tercer consejo es recordar cuán poco capaces son los líderes empresariales cuando se trata de hablar en público. La típica advertencia de asegurar que puedas hablar antes de los demás sólo sirve si los demás son excepcionalmente buenos. Si no, es mejor hablar más tarde y calmarte observando sus presentaciones mediocres y notando el aburrimiento del público. Cuando los estándares son bajos es fácil sobrepasarlos.
El cuarto consejo no habría ni que decirlo: llegar invariablemente temprano y reducir a cero el riesgo de que el nerviosismo de hablar en público se multiplique por el de llegar tarde.
Mi último consejo es el más difícil, pero también el más eficaz. Practicar en frente del público más implacable del mundo: un adolescente que bosteza, nunca se ríe ante ninguno de los chistes, y no deja de preguntar: “¿Cuánto va a durar esto?” Penoso ensayo, exitosa actuación.
A la larga, hay dos cosas que funcionan mejor que estos cinco consejos juntos. La primera es la experiencia. Mientras más charlas des, menos nerviosismo vas a sentir, en parte porque irás mejorando, pero principalmente porque te darás cuenta de que el mundo no se va a acabar si las cosas no van como esperabas.
Aún mejor es envejecer. Una de las ventajas de tener más de 50 años es que entras en la fase “post-medio”, por lo menos en el trabajo. Todavía siento miedo por lo que está pasando en el mundo. Todavía siento miedo por mis hijos. Pero ya no tengo miedo por mi misma.
En cuanto a pararme en frente de un público amable y hablar de algo que conozco, casi no recuerdo por qué me parecía tan aterrador.