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¿Crisis de masculinidad? FT Weekend

¿Crisis de masculinidad?

La uniformidad del sufrimiento o la solidaridad basada en el sexo no existe. El clasismo es el factor clave.


Por Janan Ganesh

Después de pasar algunos días en Nueva York, la proporción hombre-mujer me impulsó a revisar las noticias del día para verificar si acaso me había perdido otra guerra mundial. Muchas mujeres inteligentes, moldeadas por el feminismo, sin tomar en cuenta su compromiso con dicha doctrina, se dirigen hacia las grandes ciudades a buscar empleo. Este hecho les proporciona muchas oportunidades románticas a los hombres metropolitanos, los cuales por ende sienten menos presión para proveer.

Así que cuando busco en los ojos de estos hombres, las señales de esta famosa Crisis de Masculinidad — que supuestamente padece la mitad de mi especie — no las encuentro. Lo mismo sucede con sus homólogos en Londres, los cuales conozco un poco mejor. Los nuevos roles sexuales funcionan muy bien para ellos; al igual que la nueva economía que proporciona grandes beneficios a la educación y a los buenos modales y no a los empleos que requieren fuerza muscular que solían tener sus padres. La crisis de masculinidad ha crecido de ser un recóndito tropo del programa de Estudios de Género a un hecho de la vida real sin haber pasado por siquiera una inconveniente prueba de su existencia. No es que intente negar su existencia. La crisis existe, en el Cinturón de Óxido, en las estadísticas de suicidios y la epidemiología del abuso de drogas, y en la obsolescencia económica de los votantes que nos trajeron el Brexit y el Presidente Donald Trump. Lo que sucede es que estos hombres asediados coexisten con lo que probablemente sea el séquito de hombres más mimados de la historia. Lo sé porque yo soy uno de ellos.

Cuando se reúne mi afortunado grupo, no se trata de Fight Club (el club de la pelea). No compartimos nuestra tristeza por la pérdida de nuestra masculinidad, ni la vergüenza que sentimos con respecto a nuestros empleos, ni hay un intento de conectar con nuestro ego a través de la violencia semidesnuda. No se percibe un ambiente de crisis. En realidad nos fijamos para ver si alguien se ha dado cuenta de las cómodas vidas de las que disfrutamos y que estamos atemorizados de que nos las quiten. Ninguno de nosotros es el principal sostén de nuestras familias. Ninguno ha servido al Estado en la guerra. Ninguno se siente mal por estas omisiones.

Es probable que sí exista una “crisis de masculinidad” pero no es tan extensa como sugieren algunos. Agrupa a todos los hombres dentro de una neurosis que sólo afecta a algunos. El último medio siglo fue cruel hacia un tipo de hombre y generoso hacia otro. Por una parte sofocó algunos impulsos masculinos (trabajar, proteger, proveer); por otra parte liberó otros (explorar, complacernos, viajar libremente). Un hombre con tendencias vocacionales y hábitos conservadores, que nació en la región industrial del norte de Inglaterra o el medio oeste de EEUU, ha perdido la dignidad del trabajo manual y a menudo la posibilidad de encontrar una esposa. Un hombre educado, que creció o ha vivido en áreas metropolitanas, ahora tiene acceso a un enorme menú de carreras y estilos de vida.

Desde el choque electoral de 2016, cuando los medios juraron que nunca más se equivocarían de esa manera, la publicación del primer tipo de historias ha superado a la investigación del segundo. Por eso estamos abrumados con esta absurda discusión sobre un sexo completo que está bajo ataque. Grayson Perry ha retomado el tema de su arte para crear un libro didáctico y un documental sobre la “declinación del hombre”. David Bowie, en el aniversario de su muerte, fue celebrado como el modelo a seguir en un mundo feminizado. Aún antes de las revelaciones populistas del año pasado, la literatura sobre la crisis masculina ya se había expandido con “¿Quién se robó mi lanza?” de Tim Samuels. Las voces varían pero todas advierten que la masculinidad anticuada causa miseria personal conforme provoca agitación pública.

Lo que se ha perdido en esta discusión es la verdad cotidiana: hay millones de hombres que se han adaptado a los roles sexuales modernos sin fanfarrias o resentimiento; quienes, de hecho, se sienten totalmente afortunados de haber obtenido estas nuevas libertades que la historia les negó a sus padres y abuelos.

El reconocimiento de esa suerte generacional se orienta en ambas direcciones. Martin Amis ha afirmado que la revolución sexual provocó la envidia de los padres quienes nunca tuvieron la oportunidad de tener relaciones sexuales antes del matrimonio como lo pudieron hacer sus hijos. Su error fue sólo analizar el aspecto sexual. La mayoría de los padres de mediados del siglo XX nunca tuvieron la oportunidad de casarse con una mujer con su propia carrera profesional y por lo tanto, alguien más estimulante que una “Esposa Stepford”, o de compartir un momento de fragilidad emocional sin ser objeto de burlas, o de vivir solo sin ser objeto de chismes. La envidia padre-hijo debe haberse multiplicado conforme el mundo se fue adaptando a estas cosas. Y si es así, la envidia era justificada. La liberación de las mujeres fue igualmente liberadora para los hombres, pero sólo si llegaste en el momento apropiado.

Yo voy a cumplir 35 años de edad este fin de semana. En el pasado esta edad era considerada el Edén de la masculinidad: mi único propósito hubiera sido trabajar para proveer un sostén para mi esposa y algunos hijos. Yo prefiero las numerosas opciones que tengo ahora. Agrupar a todos los hombres en el mismo séquito por el solo hecho de que compartimos el cromosoma Y, trivializa la experiencia de los hombres que realmente están sufriendo. No existe una uniformidad del sufrimiento basada en sexo. El clasismo es el problema. Los hombres de la clase trabajadora se merecen la retórica de crisis, la cobertura de los medios, los simposios académicos y hasta la asistencia del gobierno.

Es un desperdicio enfocar esta atención en aquellos a quienes la modernidad ha ofrecido una prolongada anticrisis.

 

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