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Jueces imparciales: cuando hay que ser y parecer

Jueces imparciales: cuando hay que ser y parecer

Alejandra Castillo Ara
Por : Alejandra Castillo Ara Doctora en Derecho Albert-Ludwig-Universität Freiburg, Alemania y Directora Departamento de Derecho Penal, Facultad de Derecho UDP
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El reciente fallo de la Corte Suprema que anula una sentencia definitiva de juicio oral, producto de la falta de imparcialidad de uno de los integrantes del tribunal colegiado, ha abierto el debate sobre la imparcialidad de las y los magistrados, un derecho consagrado tanto a nivel constitucional (artículo 19 N.º 3 inciso 6º de la Constitución Política de la República) como en diversos tratados internacionales ratificados por Chile (a modo ejemplar:  artículo 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y 14 el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos). También está presente en el Derecho comparado (artículo 6.1 del Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, por ejemplo) así como en documentos o recomendaciones del Poder Judicial (art. I del Estatuto Interamericano del Juez, que resguarda la independencia del juez).

Si bien es cierto que la legislación nacional no hace alusión de manera textual al “juez natural” o a la “imparcialidad” como tal, se trata de principios que se derivan del debido proceso y cuya vigencia irrestricta y absoluta es incuestionable. La pregunta, sin embargo, es ¿cuál es el alcance de esta imparcialidad y cómo se puede constatar la misma? ¿Existe alguna especie de prescripción de parcialidad? Es decir, una persona que en el punto A de la línea espaciotemporal militaba en un determinado partido que defendía ideas radicales en contra de ciertos grupos vulnerables, pero que luego deja dicho partido porque se revierte en el pensamiento en el punto espaciotemporal B, ¿es una persona que está manchada de parcialidad en el caso de tener que juzgar a una de esas personas de grupos vulnerables? ¿No existe acaso también el derecho a cambiar de opinión o a madurar en las posturas políticas, ideológicas o morales en la vida de cada ser humano? Una persona razonable defendería ese derecho, la pregunta es si los integrantes del órgano adjudicador son personas normales o si bien operan y gravitan con estándares de moralidad y cuidado distintos al resto.

Las y los jueces están sujetos a un estándar de probidad más alto de lo normal y eso es algo que ocurre también con otros funcionarios públicos, quienes no solo están sujetos a las leyes ordinarias, sino que se rigen por el estatuto administrativo y leyes especiales, tendiendo incluso delitos especiales. Juezas y jueces, por su parte, tienen lineamientos de ética internos e internacionales que regulan su comportamiento tanto en audiencia como fuera de esta, existe un Código Iberoamericano de Ética Judicial y diversos dictámenes que regulan la materia. Es evidente, que el deber de comportamiento de quien es llamado a ejercer la administración de justicia en un proceso no es un ciudadano normal y sí responde a estándares más exigentes de comportamiento. Para saber cuándo se es imparcial y, por cierto, y más importante, cuándo se deja de serlo, resulta determinante entender qué es imparcialidad. La dogmática procesal, ha definido a la imparcialidad en el contexto procesal desde dos puntos de vista: objetivo y subjetivo. Para determinar si existe imparcialidad objetiva, “se toma en consideración la relevancia de aquellas condiciones exteriores que pueden comprometer o perjudicar la administración (…) de la justicia”, aquí se pone especial énfasis a la forma y a la apariencia de objetividad que tengan los jueces, porque la imparcialidad es eso: garantía de objetividad y distancia suficiente frente al caso.

La imparcialidad subjetiva, por su parte, tiene que ver con “el posicionamiento personal de los jueces en los términos de las partes de una causa judicial”. Este posicionamiento se podrá constatar, evidentemente, a través de manifestaciones externas, objetivas y perceptibles que hagan dudar de su falta de vinculación con el caso o alguna de las partes.

[cita tipo=»destaque»] Es evidente que los jueces son personas y como tal tiene convicciones y sesgos, no se puede llegar al extremo de inhabilitar a juezas en casos de delitos sexuales solo por ser mujeres; o de pedirle a un vegano que se inhabilite en un juicio de maltrato animal. Existe en algún punto también el rol judicial, y es que los y las juezas aún teniendo convicciones personales, pueden y deben obviarlas al momento de decidir un caso concreto de manera racional y propia de un estado democrático de derecho.
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La imparcialidad de las y los jueces no solo es deseada, sino que es obligatoria, pues -como dice Maier- “garantiza la ecuanimidad al decidir el caso” y la correcta administración de justicia. Por eso, basta para mermar este principio, que exista un “temor de imparcialidad”, es decir, la imparcialidad debe ser un estatuto indubitado y la mera duda sobre su existencia valida el reemplazo del órgano impugnado por uno libre de dudas, o en el caso reciente del Juez de Temuco, la nulidad del proceso y de su sentencia, generando daños irreparables tanto a la familia de los intervinientes como al sistema de administración de justicia, sin considerar, por cierto los costos monetarios que ello implica. Sobre la titularidad de este derecho, en tanto considerársele un derecho fundamental del proceso, uno podría sostener que si bien tanto víctima como imputado podrían alegar un veto de imparcialidad, lo cierto es que a quien más perjudicaría la imparcialidad judicial es al imputado, bajo el supuesto de que quien está en el banquillo de los acusados se encuentra siempre en una posición desventajosa y tiene particular interés en ser juzgado por un órgano objetivo.

Es difícil de medir y de constatar cuándo la objetividad o imparcialidad existen, pero es fácil de constatar cuando no. La torpeza y falta de prudencia en el manejo de redes sociales – actos de manifiesto narcisismo-, así como actuaciones que no solo dan cuenta de falta de imparcialidad, sino que son actos que directamente atentan contra la dignidad del cargo, son situaciones que no solo magistrados, sino que todos quienes son parte del sistema de administración de justicia debieran evitar. ¿Significa esto que una borrachera universitaria tiene alguna incidencia en la labor de jurisdicción del mañana de un futuro magistrado? Por supuesto que no. En algún punto la “prueba de la blancura” y la cadena de custodia de la imparcialidad se corta y para ello, la línea temporal sí que juega un rol pero no ad infinitum. El corte, lamentablemente, es difícil de establecer de manera ex ante y deberá ser una cuestión casuística. Lo central es que la probidad e imparcialidad no solo exista, sino que parezca que exista. Es evidente que los jueces son personas y como tal tiene convicciones y sesgos, no se puede llegar al extremo de inhabilitar a juezas en casos de delitos sexuales solo por ser mujeres; o de pedirle a un vegano que se inhabilite en un juicio de maltrato animal. Existe en algún punto también el rol judicial, y es que los y las juezas aún teniendo convicciones personales, pueden y deben obviarlas al momento de decidir un caso concreto de manera racional y propia de un estado democrático de derecho. La duda permanente sobre la probidad e imparcialidad tampoco es algo que garantice la objetividad, sino podría caer en la tentación peligrosa de ser una justificación para elegir el tribunal à la carte.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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