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Las artesanas aymara que tejen su destino BRAGA

Las artesanas aymara que tejen su destino

Aurora, Mirta y Sunilda tienen una historia en común. Las tres aprendieron muy pequeñas a pastorear y esquilar llamas y alpacas, hilar y limpiar su lana, y manejar con destreza el oficio textil aymara. Sin embargo, este oficio no era suficiente para sustentar sus hogares. En busca de oportunidades de trabajo, migraron a la ciudad, embarcándose en un viaje lleno de amenazas, discriminación e incertidumbre. Todas vivieron una larga odisea que terminó en el mismo lugar: de vuelta a sus orígenes, reencontrándose años después con su verdadera pasión, la artesanía tradicional de su pueblo. 


Aurora, Mirta y Sunilda tienen una historia en común. Las tres aprendieron muy pequeñas a pastorear y esquilar llamas y alpacas, hilar y limpiar su lana, y manejar con destreza el oficio textil aymara. Sin embargo, este oficio no era suficiente para sustentar sus hogares. En busca de oportunidades de trabajo, migraron a la ciudad, embarcándose en un viaje lleno de amenazas, discriminación e incertidumbre. Todas vivieron una larga odisea que terminó en el mismo lugar: de vuelta a sus orígenes, reencontrándose años después con su verdadera pasión, la artesanía tradicional de su pueblo. 

Aurora Gutiérrez Mamani (48) recuerda que de pequeña no tenía juguetes convencionales en su casa en Turco, Bolivia. Pero sí una muñeca de trapo. Jugaba poco con ella.  Ocupaba más su tiempo en realizar la esquila de los camélidos de su campo y luego observar a su mamá y a su abuela mientras tejían con la lana que ella misma había recolectado.

Con una puska, como se dice en aymara al huso de madera, hilaban el vellón y luego usaban telares o palillos para entrelazar las hebras y transformarlas en abrigo para algún miembro de la familia. A Aurora le llamaba mucho la atención el oficio, quería aprender. Un día, su abuela le recogió unos palitos en el monte más cercano a su hogar y le dijo que hiciera su primer tejido: “Le vas a hacer la ropa a tu muñeca”.

 

Aurora Guitérrez Mamani | Foto: Juan Queirolo

 

Tenía alrededor de cinco o seis años, edad usual para empezar a tejer entre mujeres aymara. Con el tiempo, desarrolló la técnica y fue capaz de hacer otras cosas, como piezas de cama o ropa para sí misma. En esa época, recuerda, no estaba en los planes de nadie de su familia comercializar la artesanía que realizaban, a pesar de que en su tierra “se vivía mucha pobreza”.

Si bien todos en su familia practicaban el oficio, asegura que a quienes más imitaba a la hora de realizarlo era a sus ancestras: “Mi abuelita hacía el tejido mirando a los animales. ‘¿Cómo hago la chaleca abuelita?’, le preguntaba yo, y ella me decía: ‘mira al llamo’. Si el animal era de dos o tres colores, yo tenía que hacer lo mismo. Esas son cosas que me quedaron y que mantengo vivas. Yo quiero mi trabajo porque también era el trabajo de mis antepasados”.

Su relación con la artesanía se quebró a sus nueve años, cuando su papá falleció: “Mi mamá tuvo unos problemas, tuvo que irse y yo quedé al aire, no había quién me vea. Mi tío me llevó a quedarme con él en Santa Cruz de la noche a la mañana”. En ese entonces, Aurora no hablaba mucho español, ya que en su casa el aymara era la lengua materna y apenas había aprendido algo del otro idioma en sus primeros años en el colegio.

Hoy reflexiona que ese fue un momento muy difícil para ella: “Mis hermanos me decían: ‘Tú para qué vas a estudiar si eres mujer. Solo los hombres tienen que estudiar’. No me dejaron, así que apenas ingresé a segundo año básico y de ahí no estudié más”.

Lo que más le costó fue la separación con su mamá. Admite que creció con un rencor hacia ella, ya que sentía que la había abandonado. Cuando estaba por cumplir 18, Aurora fue a ver a una de sus hermanas que vivía en Cochabamba y ahí se reencontró con su madre: “Fue muy fuerte verla y volver a encontrar ese cariño. Yo siempre digo: el calor de madre es incomparable. Volví a encontrarlo y no lo quise soltar más. Quise estar con ella”, recuerda con la voz quebrantada y los ojos empañados de lágrimas.

Por esa época, su mamá vivía con su pareja cerca de Colchane, en la Región de Tarapacá. Le dijo que se fuera con ella como trabajadora de hogar, que era su trabajo en ese momento, porque tendría más oportunidades y podrían estar juntas. “Tampoco me quería soltar”, asegura Aurora. Así que apenas cumplió los 19 años, tomó sus cosas y viajó Bolivia hacia nuestro país a probar suerte laboral.

Al principio trabajó en Iquique en una casa puertas adentro. Cuando terminaba su semana, iba a ayudar a una amiga al terminal de Iquique para vender ropa americana. Ahí conoció a su esposo, que también es aymara.

Fue allí, hace alrededor de 14 años, que a Aurora comenzó a picarle el bichito por retomar la artesanía. “Necesitaba traer ingresos, porque una como mujer quiere valerse y trabajar”, dice. Una conocida de ella tenía un taller donde realizaba y vendía sus tejidos. Aurora le ofreció su ayuda porque le llamaba la atención y quería aprender otras técnicas diferentes a las que ella había aprendido cuando pequeña.

Luego de estar una semana completa con ella aprendiendo, comenzó a recibir pedidos más exigentes. Era tanta su pasión que Aurora incluso se compró un telar para tejer desde su casa. Unos meses después decidió formar su propio taller. Sus primeros tejidos fueron con lana que su mamá le trajo de la frontera: “Mi mamá cada vez que me veía, lloraba y me decía que se sentía muy orgullosa. Y eso me daba más fuerza todavía”, recuerda entre lágrimas.

En varias ocasiones, Aurora ha dicho que su pasión por el oficio también viene por retomar el saber de sus ancestras. Eso, sumado al sustento económico que implica para ella y su familia, la ha llevado a un reconocimiento personal muy importante: “Recordar el trabajo que fue de mi mamá y de mis abuelitos, la vestimenta de mis abuelos, y vivirlo día a día, para mí es un orgullo. Traer ingresos y poder pagar los estudios de mis hijos. No esperar del hombre, sino que poder una también aportar…”.

Comenzó a tomar clases para seguir aprendiendo y mejorando en el oficio. No fue fácil. En varios momentos se sintió discriminada por ser extranjera y querer dedicarse a la textilería tradicional de su pueblo: “Me decían: ‘Tú no eres indígena, tú no eres chilena, tú no puedes’. Salía y me ponía a llorar”.

Por otro lado, rescata que su perseverancia, su humildad y el apoyo de su familia la han ayudado a sobrepasar esas experiencias e incluso a compartir conocimiento con aquellas personas que alguna vez la juzgaron.

Hoy se considera una apasionada de su oficio y espera que sus hijos puedan disfrutarlo tanto como ella. Por eso, cada vez que puede les enseña alguna técnica, para que esta tradición que tanto ha marcado su vida no se pierda: “Trabajo, duermo, y pienso en mis tejidos. Me relaja, porque siento que soy útil, que estoy viviendo el tiempo y que sigo en el tiempo de atrás cuando veo mi lana. Soy feliz con mi vivencia”.

 

Del altiplano hasta la capital

Así como Aurora, hay otras mujeres aymara que han debido migrar para reencontrarse con su oficio. Cariquima es un pueblo del altiplano chileno, en la Región de Tarapacá, a casi cuatro mil metros de altura. La vida ahí es hostil. La mayor parte del tiempo el viento sopla tan fuerte que genera un sonido fantasmal, el frío extremo no suelta la noche ni la mañana, y respirar se vuelve difícil. Sin embargo, eso no detiene a las mujeres aymara en realizar sus rutinas diarias como el pastoreo de llamas, la siembra y el cuidado de los cultivos familiares, o también dedicarse a la textilería.

Ahí creció Mirta Mamani (64), quien, como Aurora, también aprendió a tejer a sus seis años, como era tradición en su pueblo, gracias a su abuela.  Tal como en el caso de Aurora, el oficio era un quehacer del día a día y su dedicación no se traducía en ingresos. Mirta también tuvo que salir de Cariquima en búsqueda de nuevas oportunidades hacia Iquique, donde encontró empleo como trabajadora de casa particular. Pero no se quedó ahí.  Se casó y decidió partir a Santiago. Llegó a la capital en 1982 con dos hijos y otro en camino. Se dedicó a ellos por completo y sólo cuando crecieron retomó el tejido. “En esos años, cuando la gente me hablaba de artesanía, yo decía: ‘qué es eso’. Yo solo sabía hilar y tejer”.

 

Mirta Mamani | Foto: Juan Queirolo

Mirta Mamani | Foto: Lydia González

Le costó llegar a Santiago, ya que eran culturas y formas de vivir muy distintas: “Yo vine de las chacras, de pastorear a los llamos todos los días”. Además, recuerda que en ese entonces había mucho desconocimiento y discriminación al pueblo Aymara, y aunque por los años 90 en Chile se empezó a reconocer a los pueblos indígenas, en un inicio era solo al pueblo Mapuche: “Cuando mi hijo estaba en básica se ganó una beca indígena y yo estaba contenta, porque estaba bien mal la situación. Pero cuando fui a cobrar me dijeron: ‘¿De dónde es usted? ¿Del norte? Ah no, esto es solo para mapuche’”.

En 1995, en busca de reunirse nuevamente con sus orígenes, Mirta se sumó a un grupo aymara que estaba organizándose. Ahí se dio cuenta de que había olvidado muchas cosas, como por ejemplo el hablar su lengua materna. Volvió a practicarla y se reencontró con sus tejidos, descubriendo que podía ser una vía de sustento. “Al inicio no había un lugar donde vender mis piezas. Tenía que buscar la forma. Se hacían ferias en el cerro Santa Lucía y empecé a tejer más, hasta que pude entrar al Centro de Exposición de Arte Indígena”.

Según recuerda Mirta, la Conadi obtuvo la gestión de este centro en los años 90. Hizo una remodelación e invitó a organizaciones artesanas indígenas aymara, rapa nui y mapuche a vender sus piezas. Ella intentó ingresar en esos años y le dijeron que no, porque no participaba de una organización de artesanía.

No fue hasta 2007 cuando se le dio la posibilidad de entrar de manera individual. “Ha sido difícil, pero hay que seguir adelante enseñando, mostrando lo que uno sabe hacer: hablando aymara y siendo artesana”.

Un viaje hacia la enseñanza

Así como Mirta, Sunilda Mamani (47) también creció en Cariquima y aprendió desde muy niña el oficio. Fue en las vacaciones de verano de sus 10 años cuando su mamá la pilló intruseando sus tejidos y decidió enseñarle.

Lo primero que aprendió fue a hilar y después con el tiempo, a los 17 años, logró tejer su propio axo, que es el traje tradicional de las mujeres aymara. Debía agregarle la salda, que son las figuras que acompañan estos tejidos tradicionales. “Cuando está bien lograda”, dice Sunilda, “demuestra que la niña ya aprendió, y es una buena mujer aymara”.

Fue un hito muy importante. Una vez que tejió su propio axo, bajó a la ciudad de Arica en busca de oportunidades con su oficio, tal como lo había hecho su hermana mayor. Ahí se convirtió en una de las fundadoras más jóvenes de la primera cooperativa de artesanas de la ciudad.

Sunilda recuerda que iba con altas expectativas, ya que sólo había estudiado hasta séptimo básico y lo único que sabía hacer era tejer.Quería aprender más, pero admite que este viaje iba cargado de miedo e incertidumbre. “Una mujer aymara que baja a una edad adolescente le cuesta abrirse al mundo. En la ciudad tienen una personalidad muy abierta. Nosotros no, teníamos miedo, yo era muy nerviosa”, admite.

Sin embargo, poco a poco logró soltarse y, gracias al grupo y a los programas de formación a los que se integraron, pudo aprender más sobre el oficio, cómo vender sus creaciones, cómo presentarse y explicar el oficio a diferentes tipos de clientes, participar en ferias y enseñar a otros.  Esto último le llamó mucho la atención.

La primera vez que a ella le tocó hacer clases fue en Arica, a niñas aymara de entre 6 y 12 años. Quedó tan entusiasmada con esa experiencia que quiso seguir haciéndolo. Así, llegó a enseñar sobre teñido y telares a otras artesanas que, tal como ella en sus inicios, querían perfeccionarse en el oficio.

Esa pasión por enseñar la heredó de su papá, quien también practicaba con alta destreza el oficio. Siempre le decía que él no se iba a ir de esta tierra sin haber traspasado su conocimiento en la artesanía. Sunilda se prometió hacer lo mismo.

Para ella, aprender y enseñar la textilería aymara no se puede comparar con las clases de un colegio o de la universidad, “donde se pasa una materia y listo”. Para ella, el tejido retrata una cultura, una historia: “Uno va leyendo, va inspirándose. En el tejido todo tiene significado y está ligado con nuestros antepasados, nuestro campo, nuestra vida. Se enseña con el sentimiento”.

Como Aurora, Mirta y Sunilda, otras mujeres aymara han construido su camino, su historia, a través del tejido. Algunas cruzando fronteras, otras regiones o ciudades, pero todas con un mismo destino: reencontrarse y dedicarse al oficio que aprendieron desde pequeñas y que no piensan soltar.

*Este publireportaje fue realizado gracias al apoyo de Fundación Artesanías de Chile y el Gobierno Regional de Tarapacá. 

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