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¿Por qué en Francia y Argentina no tratan los libros como un abarrote? La opinión fue escrita tras recorrer el autor el Salón del Libro de París 2014

¿Por qué en Francia y Argentina no tratan los libros como un abarrote?

Galo Ghigliotto es editor y escritor.


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Llegué a París el miércoles de la semana pasada para, entre otras cosas, asistir a la versión 2014 del Salón del Libro de París, que se realizó entre los días 21 y 24 de marzo en el Parc des Expositions de la estación Porte de Versailles. En esta ocasión los invitados de honor fueron Argentina, como país (invitado también a la próxima versión FIL Guadalajara), y Shangai, como ciudad. Aunque no tenía pensado participar de la inauguración el día jueves por la noche, un mensaje de texto de mi amigo Nico cambió las cosas: su novia Paz estaba a cargo de la comisión argentina y tenía un par de entradas para regalar. Así que tomé el metro para llegar hasta Porte de Versailles, estación sobre la cual se levantan los centros de exposición y conferencias donde, tradicionalmente, se llevan a cabo ferias y, entre ellas, claro, la feria del libro parisina. Ahí encontré a Nico y caminamos hacia el Pabellón 1 del Parc des expositions, un espacio cerrado de poco más de 50 mil metros cuadrados.

Los invitados a la inauguración del Salon du Livre de Paris eran en su mayoría personas relacionadas con el mundo del libro, tanto franceses como extranjeros. Junto a la entrada, grandes mesones de información ofrecían copias del programa de actividades –en tamaño media carta, muy cómodo para leer–, folletos de actividades organizadas por las instituciones patrocinantes y varios blocks cuyas hojas eran mapas arrancables de la feria y sus stands.

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La muestra era impresionante: más de 1200 expositores, representando a más de 50 países, y una presencia inédita de más de 300 editoriales independientes. Esto había sido destacado por la prensa, y en particular por Le Monde, en un artículo aparecido el 18 de marzo titulado “Nuevas páginas para la edición”. En este se reafirmaba el poco impacto que ha tenido el libro electrónico en Francia, contra el creciente boom de la “pequeña” edición, que ha dado pie a fenómenos de hasta 300.000 ejemplares vendidos de un solo título. Otro punto destacable fue la participación de stands regionales (14 este año) que alojaron la producción de varias editoriales independientes locales. Muchas, sin embargo, acudieron de forma autónoma a la feria, y para ellas la organización destinó stands desde 4 metros cuadrados, situados en los pasillos principales para equiparar el poco espacio con una buena exposición. A este entusiasta panorama se sumó el hecho de que fueron 100 las editoriales que participaron por primera vez en el Salón del Libro de París.

En todos los stands se servía vino y petibuchés para celebrar el comienzo del salón. Algunos parecían verdaderos bares parisinos llenos de gente de pie que sostenía copas plásticas y se apretujaba para conversar en un francés vertiginoso. Varias personas fumaban cigarrillos liados y hasta presencié la queja de una señora por la ilegal contaminación del recinto cerrado mientras otra, a su lado, chupeteaba su pucho sin inmutarse.

Luego caminamos hacia el stand de Argentina, de simple diseño, donde pudimos sorprendernos con la gran cantidad de libros expuestos, la mayoría de ellas traducciones al francés. Autores de toda índole: desde best sellers trasandinos hasta títulos de escritores más literarios y recónditos, como Néstor Sánchez o Jorge Barón Biza, además de otros más jóvenes como Selva Almada, Hernán Ronsino, sin mencionar a César Aira, Ricardo Piglia y Borges, bien publicados en Francia. También, claro, libros para niños y jóvenes, Mafalda y Maitena traducidas, un bello libro de retratos de autores argentinos publicado en Métailié por el fotógrafo Daniel Mordzinski, además de libros de arte, tango, turismo, cocina. Como el celebrado era Cortázar, cada ejemplar vendido en el stand de Argentina –administrado por la cadena francesa Fnac– era despachado en una bolsa estampada con una foto del autor de Rayuela. La gran fuerza editorial trasandina fue, en los días siguientes, llamativa tanto para el público como la prensa: el periódico L’Express realizó un extenso artículo sobre el tema entrevistando a la directora de Éditions Métailié, Anne-Marie Métailié, quien, consultada sobre la vivacidad literaria de Argentina (definido por el diario como “país-continente, plaza fuerte de la literatura hispanoamericana”), respondió que se debe a “un dinamismo editorial sin precedentes que ha conocido ese país después de una década… y la decisión de los editores argentinos de no publicar solamente libros elegidos en España”, a lo que se suma la “aparición de muchas editoriales independientes, que publican a varios autores jóvenes todavía desconocidos”.

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En el stand pululaban los invitados a la comisión representativa, autores y editores que paseaban en el stand junto a otros invitados, como el editor de Anagrama, Jorge Herralde, además de gran cantidad de latiniens ­–escritores latinos residentes en París– que llegaban a saludar a sus pares. Me llamó la atención que los integrantes de una pequeña editorial independiente porteña, Milena Caserola, habían instalado a un costado del mostrador de informaciones una mesita con sus libros, sin afectar –como diría un editor chileno– la “dignidad” del stand trasandino. Después de hojear algunos títulos expuestos, entre ellos varios de editoriales independientes como Eterna Cadencia, Mansalva y Mardulce, Paz nos invitó a conocer el BIEF (Bureau International de l’Édition Française), punto de reunión entre participantes de diferentes países –editores, agentes, autores– donde, según trascendió, había champaña.

Al día siguiente llegué en la mañana para asistir a algunas actividades que me interesaban y encontrarme con algunos editores y autores. Esta vez noté que el pabellón contaba con varios accesos diferenciados: para escolares (entrada gratis para estudiantes hasta 26 años), gran público (con tickets pagados a 10 euros la entrada o invitación), profesionales y VIP (autores, periodistas y participantes en foros). Un equipo de hombres y mujeres con atuendos de botones de hotel saludaban amablemente y controlaban con pistolas láser los tickets o credenciales de los asistentes a esa fiesta del libro.

Las actividades no se realizaban en salones cerrados, sino en los mismos stands, en sectores habilitados con pantallas, sillas y amplificación propia. No era raro, por lo tanto, doblar una esquina en el pasillo E y pasar junto a una charla del escritor Frédéric Beigbeder, o de la autora de manga Kaori Yuki, o del best seller gringo Douglas Kennedy. Lo mismo sucedía con las firmas de libros de cientos de autores, que captaban bastante interés del público general: se destacaban en grandes carteles con fecha y hora, y los escritores se situaban en grupo, a lo ancho de los mesones de sus casas editoriales, a firmar para largas filas. Entre ellos, autoras como Amelié Nothomb y Marie Darrieussecq. Algunos visitantes hacían fila para quedar frente a su autor predilecto, tomar su libro, y comparar, una y otra vez, la foto de contratapa con quien tenían enfrente antes de pedir la firma; o bien, en el caso de los autores argentinos traducidos, era normal escucharlos preguntar varias veces el nombre del destinatario de una dedicatoria para tratar de comprender la pronunciación francesa o las vocales y consonantes que lo conformaban. Quizás este factor, el encuentro cara a cara con los autores, sea el mayor atractivo de esta feria para sus asistentes, considerando que en Francia rige la ley del precio fijo del libro (que equipara su costo en librería y cualquier otro punto de venta), y por lo tanto, no se necesita una feria de saldos o rebajas con precios sujetos a la especulación libresca.

La mayoría de las actividades estaban llenas, y las organizadas por Argentina no fueron la excepción, aunque en el resultado final les haya jugado en contra la dificultad de la traducción simultánea ejercida de diferentes maneras –desde dispositivos electrónicos hasta traductoras que anotaban a mano lo traducido para luego leerlo–. A esa dificultad se sumó, en algunos casos, el desconocimiento de los moderadores sobre sus invitados. Sin embargo, la mayoría de las veces el interés del público permaneció intacto: al final siempre había preguntas, aunque no faltaba el despistado que, como le pasó a Lucía Puenzo, sólo fuera para preguntar a qué hora daban su película Wakolda, basada en su novela homónima. En una de las mesas el escritor Guillermo Saccomano tocó la polémica sobre la elección de Julio Cortázar como “símbolo” de la Feria, declarando que el prestigio de Cortázar estaba bien puesto y su desvalorización se orquestaba desde la Universidad de Buenos Aires. Sobre la otra polémica, de la elección de la comitiva, algunos autores invitados se limitaron a mencionar que eso “siempre pasa”. Dos grandes ausentes fueron Sergio Bizzio y Ricardo Piglia: el primero se excusó a causa de una enfermedad y el segundo anunció su ausencia en el último minuto diciendo que “son los libros los que tienen que viajar”. De los autores presentes, destacaron la participación de Selva Almada, Damián Tabarovsky, Samantha Schweblin, Oliverio Coelho, Lucía Puenzo, quienes se refirieron a la nueva literatura argentina, sus recovecos y alcances.

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Los pasillos estaban permanentemente llenos de personas entre las que se colaban fanáticos del comic disfrazados como sus personajes favoritos. Entre ellos, un hombre muy alto y delgado que se paseó por toda la feria ataviado como Corto Maltés, con un atuendo tan preparado que incluía un cigarrillo falso –con luz roja en la punta– en su oreja izquierda. En un principio pensé que era una promoción ambulante de la editorial, pero luego, cuando alguien le preguntó lo mismo que yo dudaba mientras posaban juntos para una foto, supe que era simple fanatismo. En el stand de Actes Sud, repleto de gente y autores firmantes, hablé con la editora Myriam Anderson, quien contó que este año era visible el aumento de público, aunque no sabía si eso se había reflejado en las ventas. En el stand de Christian Bourgois Éditeur lo mismo, aunque la gran cantidad de autores argentinos publicados le haya sido bastante favorable en términos de ventas, según comentó Fleur Aldebert, una de las editoras encargadas. He ahí algo llamativo de esta feria: el equipo encargado del stand estaba compuesto por el equipo estable de la editorial –salvo en las cajas–, para entregar información más detallada a los lectores. El traductor y editor Robert Amutio, de L’Arbre Vengeur, editorial independiente de Burdeos, tenía una visión más crítica: para él, el público asiste al salón del libro más por cumplir el compromiso de recibir su baño anual de literatura que por verdadero interés en la lectura. En la zona internacional había stands de otros países de América Latina, como México, Colombia, Costa Rica y Brasil. Ahí me encontré con el encargado de organizar la zona internacional del Salón del Libro, Juan Carlos Fernández, quien contó que México obtuvo muy buenos resultados, aunque Argentina había rebasado todos los récords en cuanto a venta y participación como país invitado de honor, y señaló, además, que “preparando una programación de autores y profesionales Chile tiene que estar presente en la feria… si hay una presencia latina es muy importante que Chile vuelva, considerando que la comunidad chilena residente es grande”.

Al día siguiente de terminada la feria, mientras tomaba café en una barra, encontré un periódico que incluía una nota sobre los resultados del Salón. Fueron 198.000 los visitantes en sus cuatro días (mil más que el año 2013), es decir, el equivalente a 49.500 personas diarias. Proporcionalmente, esta cifra se acerca bastante a la de la Feria del Libro de Buenos Aires, que en su última versión recibió a 1.120.000 visitantes en 21 días, equivalente a más de 50 mil diarios. Recordé un dato nacional: la última versión de la Feria del Libro de Santiago (FILSA) tuvo 300 mil visitantes en sus 17 días, equivalente a poco más de 17 mil personas por día. ¿A qué se deberá esa diferencia tan marcada?, me pregunté. Es claro que puede corresponder a un factor demográfico, pero ¿no será más bien que Argentina es un país donde los libros están exentos de IVA?, ¿o que Francia existe una ley que protege el precio único?, en definitiva, ¿no será porque ambos son países donde el libro no se trata como un si fuera un abarrote?. En el mismo artículo se decía que en Francia sólo un 22% de personas declara no haber comprado libros en el último año, y recordé que en Chile esa cifra asciende al 69% según un estudio de Fundación La Fuente/Adimark de 2010.

Finalmente dejé el diario doblado sobre el mesón del café, como si no lo hubiera visto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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