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Crítica de cine: “Adieu au langage”, la desintegración del otoño El filme de Jean-Luc Godard fue un estreno de “gala” en el Ficvaldivia 2014

Crítica de cine: “Adieu au langage”, la desintegración del otoño

Dirigida y escrita por el único integrante vivo que resta de la “Nouvelle Vague” francesa, el legendario realizador de “Sin aliento”, continúa aquí, en su última etapa creativa, el cultivo de un lenguaje estético -que busca en la exageración de los motivos técnicos y audiovisuales de la cámara-, un nuevo camino para seguir enunciando su singular poética existencialista. Filosofía, literatura, teatro, música, y tecnología se mezclan, con el propósito de burlarse de la cinematografía contemporánea, especular acerca del amor y de la vida, con la vejez sobre la espalda, y el fin y la muerte, a la vuelta de la esquina.


“Y me despido de estos poemas: / palabras, palabras -un poco de aire / movido por los labios- palabras / para ocultar quizás lo único verdadero: / que respiramos y dejamos de respirar”.

Jorge Teillier, en El árbol de la memoria

Adieu au langage (2014) es la primera cinta que Jean-Luc Godard (1930, 83 años) graba por entero en 3D. Las sinopsis y reseñas a mano, destacan una idea dramática sencilla para comenzar a describirla, sin embargo, a las pocas secuencias de andar el proyector, el cuadro se torna complejo, la historia se bifurca, el campo visual se multiplica, los colores se cargan y queman, el lente se desenfoca, y el sinsentido narrativo se confunde con los monólogos y las lúcidas frases, que son un sello en los guiones redactados por el director de Alphaville (1965).

Pareciera ser que acá, el viejo Godard, llevara hasta sus últimas posibilidades cinematográficas, el camino iniciado en Prénom Carmen (1983), esa bella película protagonizada por la olvidada actriz franco-holandesa, también hermosa, Maruschka Detmers. Pero creo que el maestro sigue siendo el mismo, y el dribling, la finta digital, sólo esconden un capítulo audiovisual más, una versión renovada de sus tópicos habituales, una lustrada de los nudos que le hicieron famoso y le granjearon un nombre en la historia del cine: la finitud absurda de la existencia, la fragilidad de los vínculos y de los sentimientos entre las personas, la inutilidad de las palabras y del lenguaje para decir lo esencial, la seducción honesta y sin mentiras de la mirada, el poder de la comunicación gestual y ocular, la fuerza de la locura, y pensar en torno a la crueldad sin comparación, de la que es capaz de arribar, el género humano.

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No es casualidad, por eso, que la película comience con dos referencias literarias tan diferentes bajo una primera comparación, pero unidas por su ánimo de fragmentación conceptual, disidente, a fin de llegar a una visión total de la realidad: el Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, y un texto que reúne algunos poemas de The Cantos, de Ezra Pound, un libro que lleva el título del cantar XLV, los famosos versos que el artista estadounidense dedicara “contra la usura”, y que después le valdrían ser enjuiciado por traición a la patria concluida la Segunda Guerra Mundial, debido a su adhesión al fascismo italiano, entre otras extravagancias culturales e ideológicas de su biografía.

Las siguientes citas, que utiliza el realizador, están animadas por el mismo impulso rebelde y trastocador. Godard apela a su compatriota, el poeta y novelista galo Louis Aragon, al compositor finlandés Jean Sibelius, a la narradora británica Mary Shelley, al novelista norteamericano William Faulkner, al infaltable Ludwing van Beethoven, al pensador Jacques Derrida, y al filósofo Jean-Paul Sartre, y sus ideas existencialistas “del ser y de la nada”.

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El cineasta ocupa esa intertextualidad multidisciplanaria, con el objetivo de desintegrar la realidad antropológica que lo circunda, burlarse de la improvisación intelectual del cine contemporáneo, y de los artilugios tecnológicos que despliega la gran industria.

No en vano, el 3D, lo aplica Godard, para encuadrar objetos nimios y cotidianos, tan simples como una silla, el silencio de un perro, o una mujer desnuda, muy lejos aquello, por supuesto, de las metas de espectacularidad y de lograr ciertos efectos especiales, con que los manipula cierta filmografía.

La metáfora y el concepto son importantes para el director francés. Instala esas palabras en la pantalla, y las desarrolla para buscar la etimología última de las cosas. Opino que, por eso, no es gratuita la inclusión que hace en el repertorio argumental de la cinta, de un autor como William Faulkner, quien en la mayoría de sus escritos se preocupó de experimentar con audacia y sólidos argumentos semánticos, en torno a nuevas formas de expresión escrita y de significados verbales.

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Y la mención, asimismo, de esa crónica tan inclasificable y grandilocuente, el Archipiélago Gulag, del escritor ruso-soviético Aleksandr Solzhenitsyn. Una figura, esta última, asociada al conservadurismo ideológico de la segunda mitad del siglo XX, pero que ya rescató y reivindicó en su momento, otro cineasta franco parlante, actualmente crítico del marxismo, después de haber sido un entusiasta militante de aquel sector político por años: nos referimos al canadiense Denys Arcand, el que efectúa idéntico homenaje al eslavo, en la trama más convencional de su Les invasions barbares (2004).

Godard fustiga al séptimo arte de estos días, con sus mismos códigos técnicos y sus increíbles certezas fotográficas y de montaje. Combate, además, la pretendida retórica posmoderna que sitúa al cine como una autosuficiente estrategia audiovisual, que pagada de sí misma, prescinde de cualquier otra estructura, ya sea esta literaria, hermenéutica o ideológica, que no pueda ser delineada más allá de la fuerza que plantea la pura imagen. Y que entre otros aspectos, pregona el dogma de crear un buen cine, menospreciando la esencialidad de un buen guión, por ejemplo, o filmando una película sin un plan previo, mientras avanza el plató, o rodando una escena según parezca la sentimentalidad o la intuición del momento.

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Por instantes, el cruce de discursos estéticos detectables del canon de Occidente, en esta pieza del francés, nos hace recordar a la última etapa del realizador griego Theodoros Angelopoulos (1935–2012).

No es el mejor Jean-Luc Godard, ni sus filmes son esas obras maestras de su incomparable década de 1960. Pero existe una unidad: la de su poética cinematográfica, tanto la que se observa en el campo visual de la cámara con sus primeros planos, como la que se escucha en la voz y en las palabras de sus personajes. En Adieu au langage, no se aprecian esas secuencias suyas que están guardadas en la memoria del cine, aunque emerjan esos intentos por contar dos historias diferentes, una para el ojo izquierdo, y otra para el globo ocular derecho.

La honestidad y el poder de la sinceridad artísticas, son las mismas, en efecto. Porque cuando ya se tiene la trayectoria del autor de Week End (1967), se puede afirmar que el lenguaje es un construcción mentirosa, invocar el desorden, a las fusiones nucleares y a las combustiones químicas, pero los términos esenciales, persisten, y continúan irremplazables: el amor es el amor, la soledad es la soledad, y la muerte es la muerte. Quizás, preparándose para ese invierno eterno y sin retorno, es que Godard grabó el tiempo diegético de esta cinta, por completo en un otoño naranjo, en cuyo horizonte y atardeceres, reafirmó sus convicciones éticas más profundas y originales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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