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Crítica de Artes visuales: Un Museo sin sitio, colección Pedro Montes en el MAVI La muestra contó con la curatoría de Justo Pastor Mellado

Crítica de Artes visuales: Un Museo sin sitio, colección Pedro Montes en el MAVI

En Colección Pedro Montes, vemos una serie de obras que no es usual revisar, tanto en exposiciones como en textos críticos relativos a los distintos artistas aquí presentes. Son obras que podríamos llamar “menores”, obras que no obedecen al canon del arte contemporáneo chileno a pesar de sí pertenecer a los artistas más importantes. Se da así una mezcla interesante, pues lo que vemos sería algo así como versión residual –citando a Altamirano– del arte chileno.


Cuando Juanito Yarur expuso su colección durante el año 2013 en el MAC PF, decidió titular su exposición con el impúdico nombre de Un relato personal, pues quería remarcar que su colección no era si no, un reflejo fiel de su vida. La colección de obras servía entonces, de ilustración para cada uno de los períodos de su relativamente corta existencia.

Esta idea de que las obras del coleccionista son reflejo de su propia personalidad llena la idea general y caricaturesca que cualquiera podría tener sobre quien decide comprar obras de arte. Suele pasarse por nuestras cabezas la ilusión de que alguien como Peggy Guggenheim compraba obras de vanguardia entendiendo perfectamente lo que cada obra quería decir y a su vez, sintiendo que esa obra la interpelaba específicamente a ella y a nadie más.

La realidad no puede ser más fría, Peggy compró obras durante el periodo de la II Guerra Mundial según el criterio de obtener la mayor cantidad de obras en el menor tiempo y valor posibles. Resulta que el coleccionismo es mucho menos una actividad filantrópica que una serie de complejas situaciones, entre ellas la inversión financiera, la aspiración social o incluso intelectual o tal vez, la caridad con los amigos artistas (caso como el del impresionista Gustave Caillebotte).

Sin embargo, esto no quiere decir que coleccionar sea siempre una acción tan aleatoria. Muchos coleccionistas buscan escrupulosamente las obras que desean tener, de algún modo, el coleccionista (cuando compra solo, sin advisors de por medio) actúa como un curador de su propia colección. Es él quien decide qué va y qué no, es él quien decide cuál será el guión que articule sus obras y finalmente, es él quien decide si su colección será o no expuesta públicamente.

En este último caso, el del coleccionista “estratégico” encontramos a Pedro Montes, abogado e hijo de un coleccionista de pintura chilena del siglo XIX, quien decidió exponer parte de su colección de arte chileno contemporáneo por primera vez, en el MAVI bajo la curatoría de Justo Mellado. El favor que nos hizo como espectadores no puede ser dejado de lado, esta exposición sin duda alguna no se debe olvidar. Montes, como notamos al visitar la muestra, da cuenta de un ojo clínico, de un ojo que busca entre lo obvio aquello que salga de lo tradicional.

En Colección Pedro Montes, vemos una serie de obras que no es usual revisar, tanto en exposiciones como en textos críticos relativos a los distintos artistas aquí presentes. Son obras que podríamos llamar “menores”, obras que no obedecen al canon del arte contemporáneo chileno a pesar de sí pertenecer a los artistas más importantes. Se da así una mezcla interesante, pues lo que vemos sería algo así como versión residual –citando a Altamirano– del arte chileno.

Obra de Eugenio Dittborn

Obra de Eugenio Dittborn

El recorrido de obras es largo, más de ochenta en total. Esto plantea siempre un problema para el espectador, por ello quien cura la exposición debe producir un relato o guión curatorial que le dé un hilo conductor a la suma de obras. Mellado plantea su selección de acuerdo a los antiguos gabinetes de curiosidades, antepasados arqueológicos de las colecciones de arte. Para esto, divide su curatoría en cuatro ejes: El trazo inicial (1); La transmisión de la pintura (2); La verdadera imagen (3) y Efectos de viaje (4).

Si bien los nombres y sus respectivas explicaciones (planteadas en el texto de muro de la exposición) esbozan tópicos ya recurrentes en la escritura melladiana, en esta selección no determinan mayormente la lectura que podamos establecer como espectadores.

La curatoría diseñada por Mellado es dura, excesiva –y gratuitamente– complejizada por una retórica que nos es familiar en él. Las obras presentadas no tienen mayor coherencia entre sí, las fichas de cada trabajo simplemente explicitan el nombre del autor y el año de producción, cuestión que dificulta la lectura título-imagen que podríamos establecer como se hace tradicionalmente.

En definitiva, la propuesta de guión es o inexistente –en el mejor de los casos–, o entorpecedora del recorrido, cuestión que quizá hace sufrir un poco a las obras, pues las expone a una demarcación de sentido precaria, que no les saca el rendimiento que podrían tener más allá de lo que producen las unas con las otras por medio de la contigüidad en sala. Sin embargo, esto puede ser un ejercicio planificado, Mellado esboza en sus cuatro ejes de lectura una tentativa de historia del arte chileno contemporáneo, la que es delimitada –a mi juicio– por: la Universidad de Chile (1); el fin de la pintura (2); el autorretrato (3) y las transferencias artísticas con eje norte-sur (4).

Todas estas cuestiones trascenderían a la exposición, excediendo a la sala y el museo, pues se disponen en el relato historiográfico. Mellado, como acostumbra, plantea temporalidades alternas que escapan a las canónicas, sólo que paradójicamente –como mencionamos antes– lo hace desde la periferia de las obras más conocidas. Por ejemplo, cuando sitúa un trabajo de Eugenio Dittborn, no expone las tradicionales aeropostales, sino que los dibujos hermanos de los que fueron expuestos en Goya contra Brueghel (1974), dibujos donde Dittborn aún le discute a la historia de la pintura chilena usando el rapidograph, o incluso exhibe pinturas de 1979 donde vemos a un Dittborn que trabaja al igual que Dávila, los referentes propios de los dibujos animados.

Mellado irónicamente propone su versión de la historia reciente de acuerdo a su propia percepción general del arte chileno contemporáneo, un descampado sin grandes obras, de ahí que construya su exhibición por fuera de los trabajos canónicos, es decir enfatiza la condición intrínsecamente precaria de nuestra producción. O como plantea en una reciente entrevista, la historia del arte chileno es ante todo una historia “mediocre” (www.capital.cl/cultura).

Ahora, no hay que desconocer que quien es capaz de descubrir estos trabajos fue Montes, que selectivamente logró hacerse de obras “menores”, pero que son el revés de los grandes referentes de nuestra historia del arte reciente. Su gusto personal o quizá la oportunidad de compra (quién sabe) permitieron que ahora, Mellado sitúe el origen de su relato en un Juan Downey de 1975, una pintura absolutamente desconocida y que aún más, hace omisión de su rol en la escena de los ochentas en Chile. Un ejercicio interesante sin duda, pues subvierte nuestra idea de quién es quién en Chile. Sin embargo, como plantee antes, este tipo de lecturas se ofrecen para un público iniciado, cuestión que sería fácilmente subsanada al mejorar los elementos de mediación presentes en la sala, esto es mediante textos de muro explicativos, no propositivos a nivel teórico.

A ratos, la exposición parece ser una interminable serie de obras “interesantes” que, de por sí, poseen un valor estético e histórico incuestionable, lo que nos lleva a aprobar su exhibición sin muchos problemas. Pero hablar de una curatoría atractiva y, más importante aún, esclarecedora, se hace muy difícil. Mellado pierde la oportunidad de insertar este cuerpo de obras en el canon oficial y preguntar por su lugar en el gran relato de la historia del arte chileno, ya que, si bien él parece ofrecer su propia versión residual, ésta no posee el estatuto investigativo que demandan las obras para ser efectivamente inscritas.

Si bien al coleccionismo de arte contemporáneo no es pertinente hablarle siempre de obras (pues pocas han obtenido la popular categoría de “obra maestra”), sino que de artistas; a la historia del arte sí le interesan las primeras, pues es a partir de ahí donde se construyen sus propuestas. El asunto aquí no es la biografía del autor, pues para eso el museo se las ingenia produciendo una retrospectiva, donde el eje de la exposición está íntimamente vinculado con cronologías y un ánimo antologizante; sino que más bien en la capacidad de integrar obras mayormente desconocidas para la mayoría en un relato pre existente que –no sabemos por qué– ha decidido excluir dichas obras.

Cuando el curador exhibe una pintura de Carlos Ortúzar de 1973, no problematiza el hecho de que ese tipo de pinturas aún no sean puestas en tensión con la producción paralela que Ortúzar mantiene en la época, muy vinculada con el compromiso político y con la UP. Sobre algo como esto, Montes es quien responde que la selección se remitió a las obras “menos políticas” (http://diario.latercera.com/2015/03/17/01/contenido/cultura-entretencion), cuestión que en sí misma no es tan importante, pero sí es necesario argumentar la posición cuando la curatoría posee de manera tan marcada un ánimo histórico. O, dicho de otro modo, si la curatoría desea hacerse cargo de una historia del arte, no puede eludir las condiciones de producción y el efecto que las obras puedan generar en sus propios contextos, pues ahí donde elude dichas preguntas, deja de lado también esa pretensión histórica.

Obra de Enrique Castro Cid

Obra de Enrique Castro Cid

Así mismo, tampoco se explica por qué la inclusión del artista brasileño Cadu (Sao Paulo, 1977) en esta exposición, sólo sabemos que es parte de la colección de Montes y que parte de su obra fue expuesta el 2010 en D21 Proyectos de Arte. En este caso, sólo disponemos de una respuesta de parte de Montes, quien naturalmente debe comprar lo que sea que le guste, pero Mellado que –de acuerdo al título de la exposición– selecciona obras, no responde por la pertinencia de este autor en un guión museográfico que supuestamente se vincularía a cuestiones propias de la historia del arte chileno, gran tópico melladiano. Cuestión similar ocurre con la inclusión de Ignacio Gumucio, quien sólo estaría justificado por su pertenencia a la Universidad de Chile, sin embargo afirmar que este último manifiesta de alguna manera rasgos propios de una “escuela” o una cierta “tradición pictórica”, sería muy difícil.

Puede sonar excesivo ligar a Mellado con una propuesta histórica en medio de una exposición de colección privada, pero uno se ve tentado a leerlo en esa clave cuando el curador decide armar un panel de pinturas en el que por la izquierda ingresa un Juan Dávila de 1980, luego uno de 1996 y hacia la derecha aparecen autorretratos de Manuel Ortiz de Zárate (1896-1946) y Camilo Mori (1896-1973), ambos pintores chilenos que recibieron de parte de Europa la lección de la revolucionaria “Escuela de París”, especialmente del cubismo. Mellado propone en esa constelación de imágenes un arco histórico donde se hacen evidentes las pretensiones historizantes que hemos mencionado. No son sólo pinturas contiguas, hay en esa juntura un relato que se quiere establecer. Sin embargo, ¿cuál es la propuesta que une a estos autores? El dispositivo exhibitivo no permite comprender el procedimiento, pues no hay textos de muro que consultar, ni tampoco hay fichas explicativas; en definitiva, no hay relato.

Quizá una de las cuestiones más atractivas de la selección sea, en general, las múltiples presencias de autorretratos. Esta sección se hace más fácil de digerir, pues no hay necesidad de texto, sólo sería deseable un ordenamiento cronológico que permita comprender las obras desde una perspectiva histórica, es decir, como el devenir de la auto imagen del artista a lo largo de diferentes épocas y pasando por múltiples estilos y movimientos. El autorretrato aparece –no sólo en esta exposición, sino que en general en la historia del arte– como un tipo de trabajo mucho más vinculado con la intimidad del artista y no tanto así con el cuerpo de obra “mayor” que se suele ver tanto en exposiciones como en investigaciones.

La exposición Colección Pedro Montes, a pesar de los problemas asociados a su curatoría aquí manifestados, es sin duda alguna una exhibición importantísima para la escena chilena y la historia del arte chileno, de algún modo, las obras se defienden por sí solas frente a la propuesta curatorial. Sorprende gratamente el nivel de trabajos expuestos, a pesar de que ninguno de ellos es parte del gran relato del arte chileno; y al mismo tiempo su condición de “obras manores” no le quitan el valor que podemos encontrar en ellas (valor no únicamente estético, sino que también histórico). Pero más importante aún, muchos de estos trabajos abren posibilidades claras para pensar las mitologías que rodean a algunos de los autores canónicos presentes en la colección, pues en la medida que pasa el tiempo, lugares comunes como la Escena de Avanzada parecen cristalizarse en artistas icónicos y las obras como fenómenos únicos parecen desvanecerse.

Finalmente, no es posible dejar de mencionar que hoy en día es muy deseable para el campo de las artes una mayor exhibición de colecciones privadas. Con esto no me refiero a que los coleccionistas animados por la filantropía se abalancen sobre los diferentes museos y salas de exposición a ofrecer sus obras para que éstas sean vistas por el público masivo, sino a que mediante la exposición, los coleccionistas se hacen un gran favor a sí mismos. Esto pues, por una parte, al visibilizar lo que tienen, eventualmente otros coleccionistas o museos pueden interesarse en las obras y así adquirirlas para sus propias colecciones; mientras que por otra, cuando estos conjuntos de obras son exhibidos suele haber investigaciones anexas, o incluso se abre la posibilidad de nuevas investigaciones a futuro, cuestión que contribuye sin duda alguna a la puesta en valor de dichas colecciones.

La labor de historiadores del arte y teóricos en relación a obras privadas es de utilidad tanto para las disciplinas en cuestión, así como también para los coleccionistas; ejemplo claro de este fenómeno es la reconocida Colección Patricia Phelps de Cisneros, que dado el intenso grado de investigación generado por la propia coleccionista, hoy funciona casi como un museo móvil que itinera independientemente por diferentes espacios de exhibición. Y al mismo tiempo, el nivel de visibilidad que ha adquirido este conjunto no tiene parangón con ninguna otra colección de arte latinoamericano, privada o pública. Pensar de manera estratégica de parte de los coleccionistas chilenos no es tan difícil, sólo hace falta una mayor iniciativa tanto de los propios coleccionistas, así como también de los museos privados que puedan albergar dichas obras y generar la mediación y circulación masiva que necesitan.

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