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Perros guachos

Perros guachos

Antonio Jerez
Por : Antonio Jerez Dramaturgo y Pedagogo Teatral
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Los perros guachos se juntan, se organizan y peregrinan juntos cerro arriba. Allí, el cumerío de tocino y parrilla les celebra, arrojando las sobras de la magna fiesta futbolera, les ofrece el tonel de agua limpia que en el asfalto no encontraron, permitiéndoles dormir la siesta a pata suelta, proveyendo el rasgueo en la barriga complacida de proteínas y menudencias.


He visto perros guachos en las calles de este puerto.
Los he visto escapando pavoridos y agitados del zarpazo del hielo. He visto el rasguño gélido descuerando su piel encostrada por la indiferencia; la misma piel que puede relucir y brillar en el desfile encopetado y maldito de otras bellezas caninas en otro emplazamiento jurisdiccional.
He visto la fealdad que impone el callejeo brutal y asmático de los pasadizos de Valparaíso. Su indefensión ante el granuloma persistente de sus encías famélicas de desdicha. Escuché el ladrido grave del que pide un trozo de pan o una caricia antes y el ladrido estentóreo por la patada imbécil del prepotente de turno.

He visto sus ojos sin el espejo feliz de la promesa esplendorosa. Los he visto relamer al anciano aislado de plazas rotas, los he visto cojear arrastrando los huesos roídos de tanta soledad y abandono. Los he visto dormir bajo las matas meadas, acurrucados sobre sí mismos simulando el abrazo fundamental de los inviernos. Los he visto, en consecuencia, guachos y huérfanos haciendo el quite al pisoteo impositivo y fanfarrón de la obesa pobla chilensis.

kiltro

Los perros sonríen a la par con aquel anciano que le invita a caminar directo al cielo, sin prisas, sorteando el alquitrán endeble de las avenidas mullidas y agonizantes de este puerto achacoso. No hay hoyos que el perro guacho no salte ni árbol seco que no hidrate. No hay esquinas puteras sin que un perro guardián custodie a los postores y tiemble gozoso con la caricia atenta y fascinante de la pelandusca. Y pocos ancianos hay que más amor y compañía reciban que la de un quiltro huidizo y penitente.

He visto las mañanas grises del futuro que insisten en promover, el consumo desenfrenado del pienso que les conduce a custodiar la propiedad de otros. He visto el sobrepeso que el acaudalado ha tatuado sobre el hombro del obrero, la algarabía y la bonanza a la que sólo se puede acceder con pasaporte de privilegios y coimas dentro de esta misma tierra. Me he paseado por costados y bordes, por aquellas esquinas de fricción pajera y felaciones baratas hasta oler la tristeza y la desazón.

Los perros me siguen hasta sentarme en la misma vereda, para beber del agua barrosa en el centro de este Chile raptado, asaltado, vendido y permutado.

Mirar el horizonte es casi una pose cursi de semi poetas de bares, una reflexión insana en medio del dos por uno, tres por dos y pague dos y lleve tres. Y descomponer este esquema que está a millones de años luz de la belleza, me cansa. No obstante, me levanto quejoso para seguir con mi peregrinaje de tarde disecada.

Los perros guachos se juntan, se organizan y peregrinan juntos cerro arriba.
Allí, el cumerío de tocino y parrilla les celebra, arrojando las sobras de la magna fiesta futbolera, les ofrece el tonel de agua limpia que en el asfalto no encontraron, permitiéndoles dormir la siesta a pata suelta, proveyendo el rasgueo en la barriga complacida de proteínas y menudencias.

Allí los echan a la suerte, los patean, los envenenan, los quieren y los odian. Les torturan, sepultan, destierran… o les hacinan en la casucha improvisada de palos claveteados.

Los perros guachos se extienden. Se extienden como se extienden los imbéciles en mi patria. Se extienden como se extiende el olvido; se desvanecen como la acuarela en mis manos de pintor borracho, se diluye azucarado en aquellos besos de té que ahora, caminando, rememoro empolvado en tus abrazos de alfajor.

Los perros guachos son como yo, subo y bajo estas montañas de cartón y piedra, se lanzan al kilometraje buscando agua mientras yo te busco en la témpera disuelta de esta estampa de contradicción y espanto (aún después de cuarenta y dos años).
Valparaíso quisiera florecer y hay quienes celebran el ademán de hacerlo próspero a pesar de la contraria evidencia. Los perros guachos me ladran y abofetean la verdad y la tragedia incontestable de una distribución perversa.

Los perros guachos no ladran mientras caminan rodeando el Congreso Nacional, escuchan guata al sol la parrafada de turno. Esta perorata convertida en eco en la habitación de quien reside ermitaño en la casa de la vergüenza.

El viejo camina cerro arriba con su mascota improvisada. Deambula por esta maraña de déficit y nostalgias. A sus 74 años, sigue buscando aquel porvenir incierto. Trabajó casi 45 años de su vida, envuelto en papeleos, apresado por las diligencias, acalambrado sus hombros y piernas por las interminables escaleras, curtidas sus ojeras de tanto buscar el infinito, secas sus venas de tanto sangrar para el amo contando las verrugas de la paciencia. No ha encontrado la pausa exacta a tantos años arrimando el hombro.

Este viejo ha extendido su amor en los hijos, nietos y bisnietos; y lo sigue extendiendo a su jauría a pesar de repartirse entre esta jubilación miserable y la asistencia a los suyos. Este viejo es abucheado, ignorado, despreciado y abandonado por un sistema que lo obliga a vivir a medias en un tránsito a medias que lo transforma en un viejo a medias.

El descanso no es afable, el sueño no es placentero ni los días son contemplativos frente al mar de este puerto. Este viejo, como muchos otros, mendiga su jubilación exigua cada mes. Y a pesar de golpear puertas y acceder a una denuncia oficial, seguirá ostentando la migaja semi fresca de la empresa responsable de su vida de ahora en adelante. Este viejo, como muchos y miles, se retuerce en el cheque/espanto de esta pensión diseñada por ellos, los dueños de un país al que hay que mantener quietecito. Un Chile al que hay que domesticar cual quiltro callejero sin derecho a demostraciones siquiera. Un quiltro que se pierde con el pencazo telúrico de esta tierra que nos permuta y transmuta día tras día…

He visto muchos, miles de estos perros guachos. Entre ellos me he descubierto solo, observando el bototo prepotente en cada diligencia hecha. He recibido el charchazo gritón de la vieja del quiosco, la clavada choriza del chofer del auto, la mirada cocainómana del conductor de micros y el caficheo amplio y desvergonzado del quinceañero abandonado a su suerte en una plaza cagada, promiscua, sola y desdentada.

Por este puerto pasa veloz el crucero de la prosperidad mientras millones nos quedamos  recostados y somnolientos  mirando al  sol, sin siquiera perseguir ladrando la bocina jocosa de la opulencia. Embobados, tal vez,  con el frívolo desliz de turno de la rubia de la tele o concentrados en matar una a una las arañuelas de la inmundicia.

Sí, he visto perros llorar y aullar a esa luna que parece no escucharles, los he visto al costado del anciano que observa a este puerto extenso y colorido. Glorioso pero contradictorio en luces, valiente pero vencido en pobreza, tímido y desvergonzado en besos. Eterno y violento… Entregando abrazos a quienes, de vez en cuando, desearían subirse a ese barco que zarpa hacia cualquier parte desde donde nos llegan mejores noticias.

*Antonio Toño Jerez

Dramaturgo, director y Pedagogo teatral

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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